Se ve que hoy es el Día Internacional de la Felicidad. Hasta
la UNESCO quiere que seamos felices, que experimentemos esa sensación cueste lo
que cueste, aunque sólo sea por un día. Grandes superficies, restaurantes,
hoteles y empresas de todo tipo nos venden esa felicidad a todas horas. Sí o sí
debemos sentirnos dichosos como niños… ¡Un momento! ¿Pero acaso los niños son
felices por el simple hecho de ser niños?
Cunde entre la mayor parte de los adultos esa idea de que la
infancia es la etapa más feliz de nuestra vida. En realidad considero que es un
espejismo, una idealización de un periodo vital. Está claro que cuando somos
pequeños no tenemos que hacernos cargo de la prole, ni pagar facturas, ni
trabajar horas extra, pero ¿son suficientes motivos para concluir con que esos
días eran más gozosos?
Por mi propia experiencia y la de quienes me rodean, debo
manifestar mi repulsa hacia esa idea de una infancia feliz, pues los niños de
cualquier origen y condición sufren como adultos. Sus miedos, sus anhelos, sus
penas, aunque de otro origen, son igualmente efectivas a la hora de procurarnos
tristeza. La muerte de un ser querido, el acoso escolar, el primer día de
escuela, las disputas con los amigos o el fin de las vacaciones, aunque se
experimentan de forma diferente, son gatillos que disparan un universo complejo
de emociones, tanto, que a veces es muy doloroso y nos estigmatiza de por vida.
Teniendo en cuenta este panorama, se me plantea la siguiente
duda: ¿Necesitamos pues libros infantiles que evidencien la realidad y temores
de los pequeños lectores? Al igual que en la literatura para adultos, las
páginas de los libros (entendidos en el marco de la ficción) necesitan hacerse
eco del mundo y servir como espejo a los lectores. De lo que no estoy tan seguro
es si estas deben ejercer a modo de psicoanalista o entrenador personal, pues
lo poético, aunque con una carga simbólica elevada (que en algunos casos puede
ayudar a ese lector marginado, furioso o descolocado a sortear los baches de su
propio camino) tiene como fin una experiencia estética y no una terapéutica.
Con estos pensamientos arribo al título de hoy, Mi miedo y yo, el nuevo álbum de la
italiana Francesca Sanna y editado esta primavera por Impedimenta en su
colección La pequeña Impedimenta, que se vuelve a hacer eco de la desazón que
sufren los niños inmigrantes que, como la protagonista, arriban a un nuevo
centro escolar, a un nuevo vecindario, a un entorno desconocido.
Siguiendo en la estela de El viaje, un título que ahondaba en la problemática de los
refugiados y que tanto dio que hablar hace un par de años en la parcela de la
LIJ más realista y social, este nuevo libro, aunque continua en la misma línea
de ese periplo repleto de metáforas coloristas, también se interna en el
diálogo interior de un personaje angustiado.
Me ha gustado mucho la personificación del miedo, un
acompañante singular que a veces es grande, otras pequeño y que sólo ella (y el
lector-espectador) es capaz de ver, de sentir, de acarrear algo que me recuerda
sobremanera a la figura de los daimon griegos o los fyljgas nórdicos, figuras
mitológicas de las que bebe con frecuencia la literatura infantil.
Sin olvidar que es una historia que puede hacerse extensiva
a cualquier ser humano -¿Acaso ustedes no tienen miedos? Seguro que sí…- les
invito a leer este libro con elevado componente íntimo y compartir a posteriori
con sus congéneres, los miedos que les acucian, sin dejar de lado esa honda
pregunta con la que he empezado un día como este: ¿Es la infancia una etapa
feliz?
Infancia y felicidad... Yo diría que no, no es la etapa feliz por excelencia; esa que suponemos desde nuestra atalaya de personas adultas. Yo creo que el miedo y los problemas, simplemente, adaptan su tamaño al de quien los padece.
ResponderEliminarBuscaré este álbum; muy buena pinta...:)
Gracias!
¡Toda la razón, Lola! Sólo basta con acercarse a cualquier guardería o patio de recreo para constatarlo. El álbum tiene mucho de bonito. ¡Que no se te despinte! ¡Un abrazo desde este sitio de monstruos! :)
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