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miércoles, 6 de noviembre de 2019

París, París, París...




Sólo he estado una vez en París. Pasé allí casi una semana, parasitando al Alejandro, que por aquel entonces estaba haciendo su doctorado en la Sorbona. Él vivía cerca de la Estación del Norte, en un barrio bastante cosmopolita que por aquel entonces se estaba gentrificando, pues los alquileres empezaban a dispararse en la capital francesa (primeros años dos mil, imaginen). No me acuerdo muy bien de la calle, sólo que había una sinagoga ortodoxa al lado y una de las panaderías más caras en las que he comprado jamás.
Mientras el Alex trabajaba como becario en la universidad, yo me dedicaba a ir de un lado a otro. En aquel viaje me tomé muy en serio el verbo “patear” (el que me conoce sabe que no abuso del transporte urbano y hago uso de él lo estrictamente necesario) y di más vueltas que un tonto (es la única forma de conocer algo una ciudad, más todavía si es una metrópolis europea).


Visité el Louvre (que por cierto me pareció un chiringuito de exhibicionismos con poco gusto) y también el d’Orsay (este me encantó: pequeñito pero matón). También estuve en el de Rodin (excepto el de Sorolla, estos monográficos nunca me han dicho mucho). Paseé por el jardín de Luxemburgo. Golismeé por las tiendas chic de los Ampos Eliseos, su Arco del Triunfo. Visité el cementerio de Père Lachaise (una lástima que por entonces fuera un pobretón sin una cámara de fotos en condiciones). Montmartre y el Sacre Coeur, los Jardins des Plantes, el parque de Buttes-Chaumont, el Pompidou… En definitiva, no me estuve quieto.



Con todo esto pude hacer me una idea de cómo era París, una ciudad que aunque me gustó, no llenó mis expectativas, pues fue tanta la gente que me hablaba de las maravillas de esta ciudad que eché en falta algo más. Hoy por hoy me encantaría cambiar esa opinión, pero hasta que llegue el momento tendré que conformarme con verla en los anuncios de colonias o por qué no, en las ilustraciones de los libros infantiles.
Son muchos los álbumes que están ambientados en París, que toman como excusa la ciudad de Sena para contar sus historias o simplemente como marco para rodar sus escenas. Seguro que algún monstruo francés ya ha hecho acopio de todos estos libros para niños con aire parisino en una selección (a bote pronto se me ocurre Un león en París de Beatrice Alemagna, Elsa y Max de paseo por París de Barbara McClintok, Esto es París de Sasek, o Madeline de Ludwig Bemelmans) a la que habría que añadir los dos que traigo hoy a la palestra.



En primer lugar hay que hablar de El idioma de los animales, un álbum con texto de María José Ferrada e ilustraciones del siempre sorprendente Miguel Pang Ly (editorial A Buen Paso), un compendio de historias sobre la fauna que habita las ciudades. En clave poética, con mucha lógica y una pizca de sinsentido (cualquier idioma tiene esas tres características) el perro, el gato, la paloma o los ratones, nos invitan a compartir sus quehaceres diarios, unos no muy distintos a los nuestros, enmarcados en la ciudad de París.
Los barrios del libro me recuerdan al Marais, se puede ver la Torre Eifel, la ya destruida Notre Dame o las terrazas de sus cafés. Si a ello unimos imágenes maravillosas como la que sigue, en la que los guiños a algunos clásicos infantiles son la tónica (fíjense en los cuadros de Humpty Dumpty o en los títulos de la biblioteca), esta obra bien merece una lectura.



En segundo lugar hay que hablar del trabajo de Luciano Lozano en Sirena de piedra, un álbum publicado por la editorial Tres Tigres Tristes, en el que el autor nos cuenta cómo una sirena de piedra que corona la Fuente de los Mares de la Plaza de la Concordia cobra vida tras el deseo de un niño.



A través de una historia inventada (no les voy a negar que en un principio pensé que estaba basada en un hecho real y estuve indagando en diferentes fuentes la posible existencia de dicha estatua, algo que me recordó por un momento a Chris Van Allsburg y Los misterios del Señor Burdick) vamos recorriendo París y sus calles, plazas y jardines de la mano de una estatua que por momentos recuerda al protagonista de El príncipe feliz de Oscar Wilde.
Así que ya saben, si no tienen un duro para volar hasta París, siempre nos quedarán los libros…



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