Los padres de hoy día, esas entelequias que han puesto todo su empeño en libros de crianza pero que se han olvidado de atender a sus churumbeles (“Es que es muy duro, Román, es muy duro…” Menos mal que yo ya lo sabía y me decanté por otros menesteres), sólo saben preocuparse. Unas veces con razón pero la mayoría por obligación, se desviven por la más mínima cosa que les pase a sus criaturas.
Lo último en preocupaciones paternales obligatorias -al menos de las que conozco-, es la de las primeras palabras de los infantes. Que si al año y pico, que si a los dos años, que si las niñas son más precoces, que si los críos se lo toman con más calma, que si se pasa, que si no llega, que primero las agudas, después las llanas y por último las esdrújulas. Vamos, un sinvivir.
Según tengo entendido cada crío es un mundo y cada uno tarda lo suyo en pronunciar los primeros vocablos. Si la cosa se demora mucho, habrá que acudir al logopeda para que nos saque del entuerto lingüístico, pero mientras tanto, la espera es la mejor de las escuelas.
También hay que considerar la posibilidad de que sean precisamente los progenitores los causantes de esas taras verbales… Padres que les hablan como si fueran subnormales (obviedad de la que hasta los propios niños se dan cuenta) o que pronuncian las palabras con su misma lengua de trapo (que ellos no controlen ese músculo indomable es una cosa, pero que su padre o madre les emulen, otra), les hacen flaco servicio en la adquisición del lenguaje. Si a esto añadimos el bilingüismo, una premisa apta para parejas internacionales y todo tipo de aspirantones (¡Mis hijos deben ser más listos que un cepo y no dejar el estatus familiar por los suelos!), la cosa se pone más que turbia.
En definitiva, yo siempre apelo a la paciencia que es la mejor de las consejeras; no intentar forzar la máquina a pesar de las odiosas comparaciones -que tanto niños-loro, como corredores de fondo han existido desde antaño-, pues cada uno tiene su ritmo de aprendizaje y, a pasos cortos o zancadas más grandes, todos avanzamos. No se preocupen si se tiran un año diciendo “agua” “pillín” o “camión”, ya tomarán carrerilla. La cuestión es que a base de palabras como las que recoge Esto y aquello, el último libro de Tomi Ungerer, vayamos haciendo camino.
Recién publicado por Kalandraka, este libro presenta más de una treintena de palabras ilustradas a modo de pequeño diccionario (N.B.: Siempre me refiero así a este tipo de álbumes porque a pesar de la parquedad textual, es la ilustración quien construye el significado de cada palabra). Dirigido a los ¿prelectores? (disculpen las interrogaciones pero podría ser leído por más de un cuarentón), este álbum tan sincero en el que confluyen montones de elementos discursivos, además de entrañable y evocador, es algo canalla.
Presentadas por parejas, estas palabras que hacen referencia a diferentes acciones se complementan con imágenes que juegan con las dobleces o desbordan el sentido, algo con lo que Ungerer siempre disfrutaba. Pues no es lo mismo “ver” que “mirar”, ni “amar” y “compartir”. Diferencias sutiles que, enriquecidas por la visión personal de este genio y figura logran construir un vocabulario con sentimientos propios.
Recomendadísimo en estos días de emociones indescriptibles y palabras contenidas.
Pese a que mis peques ya son adolescentes me ha gustado mucho tu reseña y me ha hecho reir.
ResponderEliminarLa de cosas que vivimos las padres y no es fácil.
Gracias por la recomendación, un abrazobuho!!
Tal cual, la has clavado...nos preocupamos en exceso y las comparaciones nos traen de cabeza.
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