Cada vez que meto la oreja en las conversaciones que mantienen muchos de los padres que me rodean, me sale urticaria. No porque sean unos ñoños o estén aburguesados (que también), sino porque creo que con tanto postureo están perdiendo el juicio, que es lo que a fin de cuentas nos habilita para la supervivencia.
Lo último que se les ha ocurrido como tema de debate entre los columpios del parque es la conveniencia de tener mascotas. Y yo me enciendo, claro, pues no teniendo bastante con aguantarlos a ellos, he de soportar sus disquisiciones mientras los seres vivos que habitan los hogares (in)humanos las pasan canutas a tenor de sus caprichos infames (no se equivoquen: los nenes quieren, pero ellos consienten).
Y yo, cierro la boca (es a lo que me están enseñando el coronavirus, mi madre y la dictadura de lo apropiado) y rememoro esas charlas matutinas con gente que era más de campo que los ababoles, unos que, a pesar de sentir admiración por las diferentes formas de vida que se retorcían por sus casas, incluidas plantas y arañas, eran conscientes de su egoísmo.
Lo siento, pero la condescendencia a modo de celofán me repatea. Más todavía cuando la idea que cunde entre los interlocutores es la de erigirse en salvadores, los mismos que abominan de los parques zoológicos, de las macrogranjas o de la industria peletera, tienen bien jodidas a sus mascotas, pues no es cuestión de camas mullidas, piensos de primera o trajecitos invernales, sino de dignidad.
Que sí, que los tendrán bien cuidados (¡Qué menos!), pero la privación de libertad ya es bastante castigo (si no se han enterado les remito a los últimos nueve meses) para que, además, me cuenten ridiculeces tituladas “Animales de compañía para niños felices”, “Adopta un perro y cambia su vida” o “Siempre en compañía”.
No me vengan con rollos, justificaciones absurdas y otras necedades. Cómprense una cobaya, el periquito de turno, el perro, el gato y hasta un hámster. Hagan lo que quieran pero sin mandangas. Lo que hacéis, lo que hacen, es igual de reprobable que lo que sucede con los toros o los conejos de laboratorio: utilizarlos. Y el que no lo vea, arreando que es gerundio.
Esperando que esta navidad no sea la de los caprichos zoológicos, les invito a leer tres álbumes que, además de arrancarme muchas risas (incluso carcajadas) son bastante críticos con esto de las mascotas.
Marrón, de Mar Ferrero (Edelvives) ahonda en una historia cotidiana, la de las mascotas cuyos cuidados nos desbordan. Haciendo uso de una metáfora basada en el tamaño (Marrón no para de crecer), aborda las consecuencias de tener un perro, sobre todo en lo que respecta al cambio de los modus vivendi familiares que derivan del cariño hacia un perro que se erige como eje esclavizador de las cuatro personas que viven con él. Con cercanía, sentido crítico y mucho humor (el final me chifla), la autora hace un ejercicio notable.
El segundo título es Quiero un perro de Jon Agee (La casita roja), un libro que se interna en la adopción animal desde un punto de vista humorístico sin olvidar temas de discusión muy necesarios, como la cesión ante los caprichos infantiles o el uso de las especies exóticas como mascotas.
La protagonista acude a Valle Alegre, un refugio animal, con la clara intención de adoptar un perro, pero se encuentra con serias dificultades: en ese lugar hay de todo menos perros. Osos hormigueros, ranas, serpientes, monos…, pero ni rastro de su perro. Con un final tan sorprendente como acostumbra, Jon Agee hilvana una historia tan absurda, como humana.
Para finalizar nos adentramos en El proyecto Barnabus (Edelvives), un álbum de Terry y Eric, los autodenominados Fan Brothers (autores entre otros de libros como El jardinero nocturno), que esta vez se adentran en el universo de la hibridación animal y la cría de mascotas de raza (para mi gusto, el sumum de la tontería en lo que a animales de compañía se refiere).
Aunque el tema tiene miga, es tratado de una manera muy elegante y sin poner en el punto de mira a ninguna especie determinada. Para ello dan forma a unas criaturas extraordinarias, quiméricas, que son fruto de experimentos de hibridación fallidos y deben ser “reciclados”. Barnabus, alentado por las historias del mundo exterior que le cuenta una cucuaracha y siendo consciente del peligro que se avecina, decide escapar llevando consigo a Pelotuga, Oso Abejorro, Parsifal y el resto de proyectos fallidos, lo que desemboca en una aventura con bastante vértigo que añade bastante emoción a un libro que se adecúa a muchas miradas y sugiere diferentes planos discursivos.
Animándoles a dar con ellos estos días y plantearse sus propias disquisiciones, doy por cerrado el chiringuito hasta una nueva reseña, que será más pronto que tarde.
Yo también espero tu deseo navideño... como siempre, un post muy interesante. Gracias y con tu permiso añado otro libro al respecto: Quiero un gato de Tony Ross.
ResponderEliminarSi yo te contara de perros.... que tengo uno en herencia...
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