No sé hasta qué punto será acertado eso de haber responsabilizado al sector hostelero de la propagación de un virus que nos sigue minando, pues si bien es cierto que bares, restaurantes, cafeterías y hoteles son lugares de reunión, también lo es que muchos de estos establecimientos han hecho lo posible por adecuar su realidad a los protocolos que (se supone) minimizan los contagios. Lo más curioso de todo es que todavía no existe ningún estudio riguroso que diga que es más probable pillar el virus en una discoteca que en una mercería. Pequeñas cosas que me hacen pensar que realmente los que nos gobiernan siguen sin tener ni la más mínima idea de nada y que sólo buscan culpables a los que endosarle el muerto de una crisis que no saben gestionar para, de paso, afianzar esa opinión pública española cainita y puritana que sabe tiznarse de solidaridad y sacrificio cuando le conviene. Queridos monstruos, la hostelería ha pagado el pato esta navidad.
Algo similar ocurrió con los gimnasios, con las bibliotecas o los centros de enseñanza, lugares donde acude mucha gente todos los días, pero que con el paso de los meses han demostrado que la pandemia no se ha gestado ni intensificado en ellos (se podrían contar con los dedos de las manos los positivos que hemos tenido en mi centro durante los últimos tres meses).
Y así, con los bares cerrados a cal y canto hemos pasado las fiestas de casa en casa, de seis en seis o de diez en diez. Familia directa, allegados, grupos burbuja o núcleos convivientes. Da igual cómo los llamen pero el caso es que hemos estado juntos y revueltos, una proximidad que, aunque en la mayoría de los casos sea consentida y no tenga nada que ver con la culpabilidad (la libertad debe estar por encima de todo, ¡que ya somos mayorcitos...!), ha ocasionado muchos disgustos, pues con la euforia nos despendolamos y no es tanto el control que creemos tener sobre nuestro modus operandi.
Que ya sabemos cómo se las gastan las visitas. Que llegado el momento, cada uno toma lo ajeno como suyo y se dedica a las torpezas, las trastadas, los oprobios y las casualidades, algo por lo que merece plantearse si en la hostelería, los colegios o los gimnasios hacemos de las nuestras con menos soltura (¡Contró, contró!) y estamos más seguros de lo que nos cuentan.
Y si no han tenido bastante sobre convites e invitados, les dejo con un libro estupendo de la editorial Galimatazo. La visita, con Marisa López Soria a la pluma y Alejandro Galindo a los pinceles -un tándem que nos ha dado muy buenos títulos-, además de hablarnos de los conflictos que surgen entre anfitriones y visitantes, se adentra en el universo del nonsense y el juego lingüístico.
A Globito no se le ocurre otra cosa que zamparse en casa de sus amigos con un leoncito. Así pasa, que, como cualquier cachorro, se entretiene armando la de San Quintín mientras ellos se hinchan a chocolate con churros. Con tanto alboroto aparecen los Tremendos, que como su propio nombre indica, son muy serios y con muchas leyes (imagínense el percal…), pero ¡menos mal que están las Paplinias para deshacer el entuerto!
Haciendo un símil con Cronopios, Famas y Esperanzas, los célebres personajes de Cortázar, López Soria, homenajea a la literatura de lo absurdo sirviéndose de esa dualidad gris-luminoso tan utilizada en personajes de la literatura infantil y propinándole un toque de humor y ternura. Si a ello añadimos los colores cálidos de las sutiles aguadas de Galindo (que también aprovecha la coyuntura para hacer guiños a la obra de Seurat), se contrarresta ese sabor amargo que cabría esperar de una narración sobre grescas y choques de intereses.
Lo dicho. Tengan cuidado con las visitas, que además de buenos mosqueos, podemos pillar el COVID.
Excelente reflexion
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