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martes, 8 de noviembre de 2022

Riesgos educativos


Desde que trabajo en la ciudad me llama mucho la atención las pocas ganas que tienen mis compañeros de realizar actividades extraescolares que supongan pernoctas con alumnos. Con lo acostumbrado que estaba yo a encontrar compañeros de viaje, aquí es prácticamente imposible. Y lo peor es que todos esgrimen la misma razón: el riesgo.
“Déjate, déjate, no vaya a ser que alguno sufra un accidente y nos hagan responsables de una desgracia” “Tengo bastante con velar para que no se descuarticen dentro del aula como para llevármelos a 600 km de aquí” “¿¿A Londres?? ¡Tú estás loco! Y que alguno se nos dé a la fuga o pille un coma etílico…”


Está claro que los viajes escolares entrañan un riesgo, pero también considero que es algo que debemos sopesar no solo los profesores, sino también los padres. Porque cualquier cosa que hagamos a lo largo del día es susceptible de salir mal.
Dar un paseo y romperte el tobillo, pasar por debajo de una cornisa que acaba de desprenderse, o interponerse en la trayectoria de un conductor ebrio, nos puede cambiar la vida. Hay montones de formas de sufrir un percance. Inverosímiles e inimaginables. Pero ello no tiene una correlación directa nuestra profesionalidad.


El docente ha desarrollado un miedo excesivo hacia los padres, una forma de ver su trabajo desde el prisma del temor en el que familias y tutores legales siempre tienen las de ganar. Da igual lo que hagas, tú eres el culpable pero los alumnos nunca son responsables.
Esto es lo que lleva a muchos centros a dejar de organizar actividades de este tipo con los chavales. Una espada de Damocles que siempre está sobrevolando las cabezas de los docentes para, en caso de error o percance, segarles el pescuezo y acabar con ellos por muchos años de competente carrera que hayan demostrado.


De lo mismo ha debido percatarse Emma Adbåge mientras le daba forma a El agujero, un libro recién editado por la editorial catalana EntreDos que nos habla del miedo infundado que tienen los maestros de una panda de críos cuyo lugar de juegos favorito es una antigua cantera de arena.
Ellos se pirran por jugar en el agujero que hay detrás del gimnasio de la escuela, un espacio estupendo para dejarse llevar. Disfrutar de las raíces desnudas de los árboles y trepar por las enormes piedras es lo ideal. Hasta que Vibeke se tropieza yendo hacia allí y se parte el morro. Decidido: las visitas al agujero quedan terminantemente prohibidas a partir de ese momento.


Con un lenguaje directo, la autora sueca nos plantea una situación muy común hoy en día, al mismo tiempo que revisa el eterno conflicto de intereses entre el universo adulto e infantil, una constante en el corpus de la LIJ, e invita a divertirse en espacios naturales donde la creatividad forma parte del aire fresco incluso en invierno (¿Ven lo encogidos que andan los maestros?).
Ilustraciones donde los juegos infantiles y el quehacer escolar desbordan las dobles páginas son las encargadas de articular un discurso que tiene mucho de libertino, sobre todo cuando esbozamos la sonrisa final que sabe a triunfo.

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