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lunes, 6 de marzo de 2023

¡Malditos textos de contraportada!

 

Andaba el otro día de charla con La Piu a tenor de un libro que nos había encantado. Aplaudíamos muchos aciertos, pero también señalamos una pega: el texto de la contraportada. Era tan reduccionista, tan limitante, aportaba tan poco a un trabajo tan brillante, que nos había dejado con el paladar una miaja pastoso. Resumiendo: cuando las editoriales sacan su lado más mercantilista, la cagan.
No son las únicas. El colegio, la universidad, la iglesia, la televisión, los psicólogos, la sanidad o el estado, hacen exactamente lo mismo: dirigirnos hacia los derroteros que más les interesan. El mundo se ha convertido en una gran campaña publicitaria de la que participan todos los ámbitos, incluso el literario.


Y cuando se ponen buenistas y lacrimógenos, mucho peor... Mientras la guerra en contra de las etiquetas sigue abierta, le ponemos nombre a todo, lo reducimos a una mínima expresión y abogamos por la discriminación como si nos fuera la vida en ello, para gritar a los cuatro vientos: ¡Arriba la cultura de la cancelación! Pero lo más paradójico de todo esto es que todas esas editoriales que defienden la diversidad, el multikulti o la igualdad, son las que, precisamente, más contribuyen al encasillamiento de sus propios libros. ¿Acaso no hay algo más soez?


Esos textos de presentación que tachonan contratapas y fajas son un horror por varias razones. En primer lugar porque menosprecian al libro como objeto, su materialidad. 
Las dimensiones de un libro, su papel, el tipo de impresión y encuadernación, ya hablan del propio libro, nos dicen muchas cosas. ¿Para qué añadir un resumen que lo destripe y ningunee? Prefiero ver la película a limitarme con el trailer.
En segundo lugar, hay ocasiones en las que los propios autores deciden añadir elementos peritextuales en las contraportadas -véanse juegos tipográficos, un código de barras diferente, o detalles evocadores- que contribuyen al discurso, pero se ven emborronados por frases explicativas que solo sirven para atrapar al incauto de turno en las redes de compra-venta.
Por último y no menos importante. Un libro también se abre y se cierra, es una caja donde caben multitud de sensaciones, una pequeña sorpresa que sería una pena echar por tierra por romper apenas la esquina del papel de regalo que la envuelve. 


Además, eso de que los productores hablen maravillas de los productos, doesn't move me. 
Cuando una madre se presenta el primer día del curso para contarme las bonanzas de su vástago, desconfío. Prefiero conocer a mis alumnos de primera mano y extraer mis propias conclusiones. Lo mismo me sucede con los libros: primero, leerlos, y después, ya veremos...
Muchos dirán que “Claro, Román. Pero sí hay que hacerte caso a ti y a los cuatro capullos que os dedicáis a destripar libros…”. Sinceramente, me la sopla que un libro (sobre todo si no es mío) se venda o no. Todos los libros que asoman sobre mi mesa tienen las mismas oportunidades. Es por ello que pido opiniones externas, desinteresadas y objetivas. Nadie tiene la verdad absoluta. Y si no fuera posible, vería mucho más lícito juzgar a un libro por su portada, que hacerle caso al anzuelo comercial en la contratapa. He dicho.


*Todas las imágenes que acompañan a esta reflexión son propiedad de la agencia Magnum Photos, forman parte del artículo Reading: The Gratification of Watching Others Absorbed  y sus autores son, en orden de aparición, Wayne Miller, Marilyn Silverstone, Herbert List, Patrick Zachmann y David Seymour.

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