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martes, 13 de enero de 2015

Niños desenmascarando mentirosos


El engaño es el pan nuestro de cada día. Desde que nacemos nos enseñan a creernos a pies juntillas todo lo que nos cuentan. No sé si para inculcarnos esa hipotética ignorancia que nos proveerá de la felicidad necesaria para soportar el peso de los días, o para manipularnos al antojo de los tiempos y las necesidades… Creo que, en el fondo, se trata de una emulsión de ambos fines: por un lado nos avían de espejismos, por otro amordazan nuestra alma para convertirnos en marionetas de este teatro que se figura la vida.
Empiezan contándonos que si vendrá el coco y nos comerá, siguen con que los niños buenos van al cielo o que si el caballo de Santiago es blanco, y al final, terminamos por adivinar que es mejor no creerse nada que venga de la abuela Paca, el inspector de turno o un ministro apellidado Montoro (tanta recuperación y “El Corte Inglés” ha empezado a vender deuda... ¡Agárrense que vienen curvas!).


El caso es que desde temprana edad hasta bien entrados en años, debemos vigilar con cautela a todo aquel que nos quiera vender una moto, no sea que nos la dé con queso y alguna que otra tara, para terminar viajando sobre una cafetera con neumáticos a lo largo de carreteras plagadas de quitamiedos (¿ven?, incluso la semántica es dudosa, ¡¿por qué los llaman así con lo peligrosos que son?!).
Lo dicho: es mejor empezar a desterrar de nuestra metodología las cartillas Rubio® (no se echen las manos al moño ya que otros, léase finlandeses, quieren erradicar la escritura en pro de otros lenguajes más útiles… Y yo sigo dictando, ¡seré subnormal!), barrer de las aulas esa estupidez titulada “Educación para la ciudadanía” y enseñar a nuestros pupilos el cómo desenmascarar a un embaucador. Sin duda mejoraría nuestro rendimiento industrial y empresarial, no daríamos pábulo a inútiles reconvertidos en aves de rapiña, mantendríamos a raya la obesidad infantil, controlaríamos a bancos, partidos políticos y sindicatos y, lo más importante de todo, dejaríamos de ver la tele.


Y si los adultos no ponemos un poco de sentido común ante tanta mentira, seguiré confiando en los niños, esos que como el pequeño batracio de La tarta de hadas (Michael Escoffier y Kris Di Giacomo – Editorial Kókinos), interroguan mil y una veces a todo el que se cruza en su intelecto, preguntan a diestro y siniestro el porqué de las cosas, ponen en duda la omnipresente palabra de los demás y siguen desenmascarando impostores.
Y si es con una gota de humor, ¡mejor!

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