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martes, 1 de noviembre de 2016

Fantasmas de todos los colores


Con esto del cambio horario hoy me he levantado un poco zombie. No doy pie con bola y mil cosas que hacer... Empiezo a creer que lo de mover las manecillas del reloj tiene más que ver con una estrategia europea para ambientar nuestros pueblos y ciudades en la llamada noche de Halloween, que con el ahorro energético. Menos mal que ayer los triunfitos eclipsaron a la fiesta imperialista para devolver algo de caspa al panorama musical. Eso sí, el mismo estupor y los mismos temblores...
¿Será que llenando todos los rincones de falsas telarañas, tallando calabazas y montando algo de jarana, está todo resuelto? Teniendo en cuenta que las cosas no están para tirar cohetes y que se avecina un recrudecimiento de la crisis económica mundial, los gobernantes podrían dejar de fomentar el “pan y circo”, parar de hacer el mono y el espantajo y, sobre todo, dar ejemplo, que esto no tiene mucho que ver con lo que decía la canción (“Que todo va bien. Marcha, marcha. Vamos a hacer una fiesta en el mundo de Wayne...”).


A lo que voy... Ojalá y pudiese convertirme en fantasma por un día. Caminar entre las sombras, ser invisible a los ojos de los mortales y meterme en algunos despachos, en ciertas camas y retretes, los menos, para constatar lo que maquinan muchos, la realidad de las cosas. Los fantasmas de verdad siempre tienen la exclusiva (acuérdense de los que atormentaron al señor Scrooge durante la Nochebuena o de las cadenas del fantasma de Canterville), están bien informados y pueden actuar de manera impune. Nada que ver con los seres de ultratumba que nos acechan a diario desde todos los angulos. Sentados en sus escaños o conduciendo coches caros, el fantasma del cuñado, del compañero de trabajo. También hay alumnos fantasma (Llevamos dos meses de clase, ¡y todavía no han hablado!), algún que otro padre (¿Para qué tendrán hijos? No les he visto el pelo en todo el año) y bastantes cuentas bancarias e hipotecas fantasma. Pero lo que nunca deben olvidar es que en cada bar, hay de media de diez a doce fantasmas (si no se me ha olvidado contar...).


No les doy más la chapa en este día de difuntos. Sólo decirles que me uno a lo que reza el título del último libro-álbum del siempre genial Antonio Ladrillo, Ser un fantasma es lo mejor (editorial Fulgencio Pimentel). Una historia que tiene como protagonista a un fantasma de lo más afable y simpaticón. Aunque yo prefiero pasar más desapercibido (¡Oh! ¡Un fantasma tricolor!), no me importaría unirme a su fiesta..., eso sí, dentro de unos cuantos años, que ya tendré tiempo después de muerto.


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