Con esto del cambio
horario hoy me he levantado un poco zombie. No doy pie con bola y mil
cosas que hacer... Empiezo a creer que lo de mover las manecillas del
reloj tiene más que ver con una estrategia europea para ambientar
nuestros pueblos y ciudades en la llamada noche de Halloween, que con
el ahorro energético. Menos mal que ayer los triunfitos eclipsaron a
la fiesta imperialista para devolver algo de caspa al panorama
musical. Eso sí, el mismo estupor y los mismos temblores...
¿Será que llenando
todos los rincones de falsas telarañas, tallando calabazas y
montando algo de jarana, está todo resuelto? Teniendo en cuenta que
las cosas no están para tirar cohetes y que se avecina un
recrudecimiento de la crisis económica mundial, los gobernantes
podrían dejar de fomentar el “pan y circo”, parar de hacer el
mono y el espantajo y, sobre todo, dar ejemplo, que esto no tiene
mucho que ver con lo que decía la canción (“Que todo va bien.
Marcha, marcha. Vamos a hacer una fiesta en el mundo de Wayne...”).
A lo que voy... Ojalá y
pudiese convertirme en fantasma por un día. Caminar entre las
sombras, ser invisible a los ojos de los mortales y meterme en
algunos despachos, en ciertas camas y retretes, los menos, para
constatar lo que maquinan muchos, la realidad de las cosas. Los
fantasmas de verdad siempre tienen la exclusiva (acuérdense de los
que atormentaron al señor Scrooge durante la Nochebuena o de las
cadenas del fantasma de Canterville), están bien informados y pueden
actuar de manera impune. Nada que ver con los seres de ultratumba que
nos acechan a diario desde todos los angulos. Sentados en sus escaños
o conduciendo coches caros, el fantasma del cuñado, del compañero
de trabajo. También hay alumnos fantasma (Llevamos dos meses de
clase, ¡y todavía no han hablado!), algún que otro padre (¿Para
qué tendrán hijos? No les he visto el pelo en todo el año) y
bastantes cuentas bancarias e hipotecas fantasma. Pero lo que nunca
deben olvidar es que en cada bar, hay de media de diez a doce
fantasmas (si no se me ha olvidado contar...).
No les doy más la chapa
en este día de difuntos. Sólo decirles que me uno a lo que reza el
título del último libro-álbum del siempre genial Antonio Ladrillo, Ser un fantasma es lo mejor
(editorial Fulgencio Pimentel). Una historia que tiene como
protagonista a un fantasma de lo más afable y simpaticón. Aunque yo
prefiero pasar más desapercibido (¡Oh! ¡Un fantasma tricolor!), no
me importaría unirme a su fiesta..., eso sí, dentro de unos cuantos
años, que ya tendré tiempo después de muerto.
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