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miércoles, 31 de mayo de 2017

¿Por qué buscamos utilidad a los libros infantiles? ¿Sirven para algo?



No es de extrañar que algunos padres piensen que los libros infantiles sirven para muchas cosas. Se supone que inculcar valores, modificar hábitos o enfrentarse a la muerte de un ser querido son algunas de las funciones de los libros para niños. Ya hay libros para todo (que no “de todo”). Para ir a la cama, para aprender a contar, títulos para combatir el racismo, que sirven para luchar contra el acoso escolar o el machismo, sobre la diferencia de clases o para dar visibilidad los refugiados de los conflictos bélicos.
Más que harto de constatar esta realidad tan presente en puertas de colegios y parques de recreo, empecé a darle a la manivela... ¿Qué nos ha traído hasta aquí? ¿Cómo hemos llegado a esta concepción tan utilitarista de la LIJ? ¿Cuáles son las causas de tamaño, a mi juicio, despropósito? ¿Está la ficción al servicio del mundo real?
He tenido ciertas ideas al respecto, y aunque no he podido contrastar muchas de ellas, aquí les dejo estos apuntes por si les sirven de ayuda a la hora de plantearse más interrogantes,... Ya saben, enriquezcan, rebatan o compartan sus opiniones... ¡Preparados, listos... YA!


Dos consideraciones iniciales:
El utilitarismo de la lectura y los libros para niños escritos por adultos

Para sentar la base de todo lo que apuntaré después, me gustaría llamar la atención sobre dos hechos que, aunque resultan bastante obvios, se nos olvidan siempre que hablamos de cuestiones como esta.
En primer lugar les pregunto: ¿Para qué sirve la lectura? ¿Es útil? ¿Nos hace más libres? ¿Mejores personas o peores ciudadanos? ¿Más inteligentes? ¿Menos? ¿Guapos por dentro? ¿Feos por fuera? Seguramente cada uno tendrá sus propias respuestas, pero también les diré que encuentro excepciones a todas ellas (objetividad, poca). Leer vale para todo y para nada. Leer es importante pero al mismo tiempo una chorrada. Leemos para leer. Nada más. Unos leen (con sus razones o no, por supuesto) y otros no leen (idem que en el caso anterior). No obstante y si quieren profundizar más en esta controversia, les animo a que lean No es para tanto o La manía de leer de Víctor Moreno (mi autor favorito a la hora de desconectar del mundo de lectores meapilas) y se acuerden de un servidor cuando los terminen.
En segundo lugar quiero hacerles caer en la cuenta de que los llamados libros para niños no son creados por niños para que otros niños los lean, sino que son invenciones pergeñadas por adultos pero dirigidas el pequeño lector. Es decir, en su concepción misma, los libros para niños, no tienen su origen en la infancia, sino en el mundo adulto, uno que con frecuencia los despoja de cierta libertad y les sirve en bandeja lo que piensa que puede gustarles. Para qué les voy a engañar, la verdad es que veo ciertas similitudes con los caprichos de las deidades olímpicas para con los mortales. No me extraña que muchos niños quieran rebelarse ante semejante yugo...


Una pizca de historia...

Aunque podemos pensar que este utilitarismo del libro infantil es cosa de última generación, hemos de mirar hacia atrás para ver que esta situación no es nueva, sino que viene de lejos, de una época pasada.
La cosa empezó bien. Corrían tiempos en los que los seres humanos, las tribus, las familias, se reunían alrededor del fuego y contaban historias en las que la fantasía y la realidad aunaban sus fuerzas para entretener a todos los que allí se congregaban. Conforme crecía este acerbo cultural, las narraciones se volvieron más complejas y maduras, se enriquecieron de la vida misma.
No sabría decir si la cosa mejora o empeora cuando nace la escritura, esa que, al mismo tiempo, permite la conservación de estos primeros vestigios de la literatura infantil al paso que los prostituye en pro de la doctrina. Folcloristas como Perrault empiezan a incluir en estos relatos cambios que tienen que ver con los preceptos morales o las lecciones de vida. Es el germen de la literatura infantil al servicio de la pedagogía. (N.B.: Para profundizar más en el tema les indico esta entrada del blog de Pedro C. Cerrillo).
Si añadimos que la escuela se desarrolla y la lectura queda ligada más todavía a la adquisición de conocimientos que forman a los niños en diferentes disciplinas, la cosa se complica más todavía. Vamos, que lectura y aprendizaje se hacen inseparables desde entonces. Y si además añadimos que el colegio, esa institución en la que mucho tiene que decir el poder, está dirigida por la Iglesia y/o por lo que hoy día llamamos Estado, la lectura realizada por los niños, además de para aprender, queda adscrita al dogma, la moral, la fe o la ética. La infancia y su literatura nunca son independientes del mundo adulto y quedan supeditadas a un entorno en el que la intencionalidad es el fin. Los niños se pueden divertir a través de las palabras pero a cambio de obtener una serie de preceptos sociales, didácticos o dogmáticos.
Finalmente y para acabar medio bien, hace un par de siglos nacen los libros para niños como divertimento, para disfrutar y pasarlo bien, y se puede hablar así de una literatura infantil con dos vertientes que siguen vivas hasta el día de hoy, la del ocio y la de la didáctica.


Censura casera

Teniendo en cuenta lo que se ha dicho y desgranando más todavía esas cuitas que sobre la literatura infantil ha tenido el poder adulto (léase familiar, estatal o eclesiástico), no es una cuestión baladí la de prestar atención a la serie de mecanismos que se han ido desarrollando para “mantener a raya” (entrecomillo para que sonrían) a los pequeños lectores.
Censura, intervencionismo paterno, reprobación..., pueden darle el nombre que quieran, pero todas ellas se refieren a la capacidad de seleccionar, en este caso, las lecturas de nuestros hijos, sobrinos y nietos. Seguramente ustedes ya están pensando en las tretas del fascismo o el comunismo, y se les ocurren un sinfín de obras infantiles censuradas a lo largo de la historia (Además de La cocina de noche de Sendak o la última edición de la colección Los Cinco de Enyd Blyton, vean este post monográfico sobre la censura en la LIJ), pero lo cierto es que nadie habla de la censura privada, esa que tiene lugar en escuelas, bibliotecas públicas, jardines de infancia o sobre la estantería del salón. No es necesario que en la censura intervengan los gobiernos de un vasto territorio. No. La censura se puede llevar a cabo desde posiciones más modestas como las que ocupan todos aquellos que pululan en torno al libro. Padres o docentes, libreros o editores, pueden funcionar como agentes censores.
Muchos de ellos apelan a la capacidad empática de los alumnos (“¡Como esto lo lean mis alumnos se echan a llorar!”) o a las posibilidades comerciales de ciertas obras (“Es una maravilla pero seguro que si lo publico no vendo ni un ejemplar”) para no salirse de ciertas tipologías y aferrarse a lo que ellos consideran apropiado, pero lo cierto es que todo tiene el mismo nombre.
No creo que utilizar las preconcepciones sobre los lectores para justificar nuestros miedos, vergüenzas y prejuicios sea una forma sana de aupar la lectura, sino más bien de coartarla. Sería más sencillo ofrecer, guiar y que él niño seleccione, a reprimir el deseo lector con tal de quedar en paz con nuestras más profundas etiquetas.


El buenismo o la dictadura de la piel fina

Hablando de etiquetas no estaría mal que nos despojáramos de unas cuantas. Vivimos en un mundo global donde el encasillamiento es una constante. Pertenecemos a asociaciones de vecinos, grupos de consumo y hasta a partidos (¡Yo que tenía la esperanza que esto acabaría con el nuevo milenio!, pero se ve que no...). Nos definimos gracias a una serie de clichés y estereotipos que sintetizan de un modo u otro nuestra forma de pensar y de actuar. Esta serie de preceptos que otrora definían a unos, se han hecho extensivos a todos. El miedo a la perdida de votos, la necesidad de complacer a todos para seguir en el candelabro (¡Echo tánto de menos a la Mazagatos!), lo apropiado en política, eso de “lo pienso pero me callo”, es generalista y se palpa en todos los ámbitos, incluido el de la LIJ, uno si cabe más sensible a este tipo de fruslerías de lo correcto e incorrecto.
Por si todo esto les pareciera poco, hay que hablar de cierta paradoja dentro del buenismo imperante (sí, sí, ¡más madera!) que merece algo de atención... Últimamente han proliferado títulos sobre el emponderamiento de la mujer o el animalismo, pero sin embargo libros como El topo... de Holzwarth y Erlbruch son denostados por padres y educadores. No por escatológico, no, sino por hablar de algo tan humano como ¡la venganza! Ojo al panojo...
Pero... ¿Por qué? ¿Por qué negarse a leer libros sobre la guerra preventiva? ¿Por qué hay tantos libros con personajes negros? ¿Por qué tantos libros políticamente correctos? Cuestiones como la violencia, la venganza o la envidia que otrora estaban bastante presentes en cualquier libro infantil, han empezado a ser mirados con lupa en ese estado de sitio que llamé hace unos meses la LIJ edulcorada. Preferimos echar mano de productos paraliterarios en los que los nuevos lectores descubran las emociones o los estados anímicos, que abrirles la puerta al mundo. ¿Perdona?
Toda forma artística, llámese como se llame, tiene algo de transgresor. Romper con las normas, saltarse las concepciones, rebelarse contra lo impuesto, es algo bastante común en lo verdaderamente literario. La mayor parte de las veces con buen gusto, otras a bocajarro, los escritores tratan de ser críticos consigo mismos o con lo que les rodea, sin autocensuras o maneras. Perdónenme si les digo que lo que nos jode y nos hace mella es que no nos den la razón.
En una sociedad infantilizada (N.B.: ¡Cuántas paradojas hay en esto de la LIJ!) en la que vivimos, nos comportamos como críos que dan pataletas ante la primera negativa, ante cualquier colleja. Queremos vivir inmunes ante la realidad, ante los demás y sus maldades, ponernos una venda y ser felices, vivir en exceso de las maneras. Duele todo, todo pesa. Si ya no podemos leer palabras en los libros, palabras como “cigarro”, “amanerado” o “metralleta”, ¿dónde está el mundo? ¿dónde se queda? Sólo esperemos que obras como “La isla del tesoro” o “El guardián entre el centeno” no sean condenadas por ofensivas e insanas.
¿Y las consecuencias de todo esto? ¿Cuáles son? Nuestro espíritu crítico acaba guiado por un discurso artificial y vacuo que poco tiene que ver con la experiencia personal y la realidad que nace cada día, sino con la supuesta perfección que se espera de nosotros, algo que nos coarta y nos lleva a establecer prioridades inexistentes. Tenemos que cumplir con la sociedad y por ello reprimimos la lectura libre de nuestros hijos. Retroceso, puro y triste retroceso.


Crianza + Responsabilidad = ¿Exceso + Postureo + Mimetismo + Autocomplacencia?

No me digan lo que es un niño o un adolescente. Ya lo sé. Llevo trabajando en la educación muchos años. Criar a un niño no es sólo alimentarlo y vestirlo. Ofrecerle herramientas para desenvolverse en el mundo, empujarle a conocerlo, sosegar sus impulsos, enseñarle a ser uno mismo o enfrentarse a sus miedos, son algunas de las responsabilidades del adulto para con ellos.
Todo eso poco tiene que ver con eliminar de la faz de la tierra su propio papel dentro de este proceso. El niño también forma parte de esta sociedad, no es una marioneta, no es ningún muñeco, algo que empiezo a observar cada vez más desde que la crianza de los hijos se ha convertido en la obsesión de muchos/as, una carrera de fondo en la que todos compiten (“Si tu nene es muy listo, ¡el mío más!” “¡Ay, mi niño, el más guapo del mundo!”), un mundo excesivo donde hijos muy deseados son el último peldaño hacia la gloria divina.
A esta realidad hay que unir la omnipresencia de las redes sociales y los medios de comunicación de masas. Estamos bombardeados por opiniones e información de todo tipo. Cada día aparece un nuevo gurú que nos aconseja o alerta sobre esto o lo otro. Que si el aceite de palma, que si el dame teta, que si las papillas de cereales transgénicos, que si los libros de Gerónimo Stilton... A ello hay que añadir que Facebook e Instagram son los escenarios elegidos para hablar de las experiencias maternales, para alardear y enseñarle al mundo los maravillosos padres que somos, y claro, la cosa se torna postureo (¿Por qué se me vendrá a la cabeza eso de “Excusatio non petita accusatio manifesta”?).
Llegados a este punto hablemos del mimetismo del que participamos en estos foros. El mundo ilusorio de las redes sociales nos empuja a una homogeneización, a lo ideal. Todos queremos ser los padres perfectos, sin taras, dichosos y felices. Pero también hay que tener en cuenta que este panorama irreal donde es difícil encontrarse y estar cómodo tomando como ejemplo figuras de referencia que parecen sacadas de catálogos de Prenatal y no de la Calle Ancha, nos condena a una serie de dualidades a las que es difícil hacer frente. ¿Y si erramos? ¿Y si fracasamos? Dios quiera que no tengamos que echar mano de psiquiatras y psicólogos para ayudarnos.
En el fondo creo que este hiperpaternalismo tiene más de autocomplaciente que de práctico (Inciso: No hay termino medio. Antiguamente todo el mundo pasaba de los críos y ahora el empalague es casi repugnante), ya que acaba con la independencia de los críos en pro de las expectativas adultas, algo que también se relaciona con los libros. Los libros infantiles han pasado a ser un capricho de los padres, una herramienta proteccionista que los encapsula en un mundo deseado, etéreo, fútil y frágil. Que los niños lean lo que nosotros queremos, que construyan sus gustos y anhelos en base a los nuestros es un sinsentido ya que al final no podrán construir los propios, y su mundo y lecturas serán gobernados para satisfacer a los adultos.


La varita mágica de la LIJ: Píldoras, terapias de choque y libros que funcionan como padres

En los tiempos que corren parece que el libro infantil es el remedio de todos nuestros males. El bullying, la falta de apetito, el abuso sexual, la incontinencia urinaria o la falta de sueño son problemas que acucian a los niños y que los álbumes u otros artefactos deben resolver implacablemente, pero ¿es eso cierto?
No dudo del poder terapeútico de los cuentos infantiles, ni de que estos puedan abrirnos puertas o cerrar ventanas, pero pretender que sustituyan a los fármacos, las terapias o las figuras de referencia paternas, es algo que se me figura descabellado. El objeto libro puede ser un apoyo a la hora de afianzar hábitos y de modificar costumbres poco deseadas, pero presuponer que a través de la lectura los niños sean capaces de enfrentarse al mundo es demasiado pa'l cuerpo.
Hurgando en el pasado creo que no me equivoco al afirmar que esta concepción maniquea de lo emocional y psicológico en la LIJ tiene mucho que ver con tres cuestiones:
a) el psicoanálisis de los cuentos de hadas cuyo mayor exponente se encuentra en la obra de Bruno Bettelheim y que ha sido muy defendido por psicólogos y estudiosos de la semiótica,
b) las tendencias de animación a la lectura que se desarrollaron en los entornos educativos y bibliotecarios de la segunda mitad del siglo XX y el presente siglo (se me vienen a la cabeza la celebración de los días de la paz o la mujer como reclamo para potenciar la lectura), y
c) la producción de obras infantiles que buscaban una ruptura con ciertos estereotipos antiguos y que han servido de acicate para una visión progresista de la LIJ (Seguro que han leído Arturo y Clementina y Rosa Caramelo... pues ya saben...).
Quizá todos estas realidades tengan su razón de ser y estén más que justificadas en ciertos contextos, pero lo cierto es que, hoy por hoy, no han ayudado a la percepción que la sociedad tiene de los libros infantiles y la orientación utilitarista que se les da desde el ámbito familiar o escolar.
Por último y como síntesis, les traslado con cierta mezcla de sorna, surrealismo y tristeza, la anécdota que narraba hace poco Ana Cuesta, una compañera librera. Contaba que unos abuelos habían acudido a ella para adquirir un libro dirigido a prelectores que dijera palabras. Ella les recomendó todo tipo de libros sobre retahílas, juegos corporales o canciones, pero los clientes le espetaron con crudeza que no les servían porque los padres de la criatura jamás iban a perder el tiempo en esas cosas por mucho que ellos se empeñaran. En definitiva, ellos quería un libro que hiciera las veces de mamá o papá y le enseñara a hablar a su nieto.
¿Llegará el día en el que los libros hablen, arropen a los niños y les preparen el biberón? ¿Se publicarán libros para acabar con la impotencia sexual, la obesidad mórbida o la esquizofrenia? Si todo esto acontece algún día, una honda tristeza calará en mi corazón.


Modas literarias pasajeras

Aunque toda forma de literatura ha sido creada en un contexto espacio-temporal concreto y por lo tanto se adscribe a una forma y estilo de vida, la buena literatura tiene la capacidad de ser universal y atemporal, es decir, puede ser asimilada e interpretada por un lector independientemente de cuándo o dónde fuera gestada, y el discurso, aunque moldeable, permanece en el ideario colectivo.
Esto no sucede así con todos los libros, sino que solo unos pocos trascienden para que el resto caiga en el olvido, algo que también le ha sucedido con ciertas prendas de ropa o músicos de cualquier estilo. Es lo que llamamos las modas literarias... Pero Román, si como bien tu dices, dentro de unos años, nadie se acordará de todos estos libros evanescentes, ¿por qué te preocupan tanto?... Vamos a ver, melón, lo que me preocupa es la regla de la repetitividad, esa de la que habla la teoría de la justificación. El hecho de que este tipo de libros abunden instaura cierta justificación para con ellos que sí acaba siendo peligrosa ¿acaso no lo ves?
Tampoco debemos olvidar que las tendencias son también instrumentos comerciales. El libro infantil es un negocio en toda regla en el que autores, distribuidoras o editoriales son los primeros beneficiados y les interesa vender lo que el público reclama. Un plumero que se les ha visto a muchos con la moda de los emocionarios y los libros de valores.
Así es como entramos en el eterno conflicto entre negocio y arte... ¿Tiene responsabilidad la industria en esta realidad? ¿Las editoriales de literatura infantil están comprometidas con la lectura o consigo mismas? ¿Adaptar o ser fieles a las versiones originales de los clásicos tan poco solicitadas por el público? ¿Deben los autores escribir para comer o por amor a lo literario, para sí mismos o para los lectores? ¿Son lícitos, literariamente hablando, los encargos paraliterarios? Todas estas preguntas y muchas más en ese juego que enriquece a la industria pero empobrece al lector... ¡¿O es al revés?!


¿La literatura al servicio del mundo o el mundo al de la literatura?

Siempre he defendido que la literatura, ficticia o no, se alimenta de las vidas de los hombres, de lo que les rodea, de lo que imaginan, sienten y observan. El libro literario es la extensión poética del mundo. Es por ello que muchas veces nos resulta difícil abstraernos de la realidad para interpretar un libro, para conocer su esencia. Todos sentimos afinidad por ciertos libros dependiendo de nuestras vivencias, pero también escogemos otros por nuestros prejuicios o complejos, los valores que defendemos, nuestra formación académica o lo que detestamos. Algunos preferimos tendencias más poéticas, otros más transgresores, los de más allá se decantan por la discriminación positiva y un número ¿reducido? leen por lo que les transmite la portada.
Sin embargo y aunque no lo creamos como adultos, lo verdaderamente difícil para un niño es elegir, es no titubear ante varias propuestas de lectura, decidir qué es lo que quiere, algo que no consiste en frases publicitarias del tono “Leer te hace más libre”, sino ser libre a la hora de elegir, una tarea en la que niños y adultos entramos a formar parte, esa en la que el mundo se pone al servicio de la literatura y de paso, al de los lectores, grandes y pequeños.

*Todas las imágenes que acompañan a esta entrada pertenecen a la obra ¿Para qué sirve un libro? de Chloé Legay y publicada en castellano por la editorial Bira Biro.

martes, 30 de mayo de 2017

Selección de libros informativos 2016-2017 (II)


Aunque la Feria del Libro de Madrid va anunciando el final del curso escolar, es la mejor excusa para hacer acopio de lecturas con las que amenizar las mañanas de verano (que por la tarde hay que echarse la siesta y comerse un helado). A la orilla del mar, bajo la sombra de un pino o a los pies del Mulhacén o el Monte Perdido, podemos dejar pasar el tiempo al cariño de un libro. Y si con él aprendemos algo -que septiembre, aunque se vislumbra lejano, está a la vuelta de la esquina-, mejor que mejor.
Y sin pensármelo dos veces y teniendo en cuenta el gran número de libros informativos o de no ficción que desbordan las librerías (por lo menos esta moda me parece más útil que la de los emocionarios), ahí voy con la segunda tanda de este curso escolar (a la primera pueden echarle un ojo AQUÍ). He intentado recoger títulos con temáticas de todo tipo y contenidos más que aceptables. Todos ellos van acompañados de comentarios que les ayuden a seleccionar y, además, si algunos me han gustado sobremanera, me he permitido el lujo de añadirles tres estrellas (***).
Por último pedirles disculpas. No era mi intención vaciar sus bolsillos, menos todavía teniendo en cuenta que hay que ir reservando hotel o camping. Tómenlo como una sonrisa, aparten unos eurillos y alimenten sus neuronas a base de curiosidad.


José Ramón Alonso y Riki Blanco (il.). Seres asombrosos. De los avispones asesinos a los delfines soñadores. A buen paso. En este libro de edición impecable y muy bien documentado, el reconocido científico y divulgador, nos lleva a conocer un buen puñado de animales a través de curiosidades anatómicas, fisiológicas, etológicas y ecológicas que, junto a unas evocadoras ilustraciones, ponen en evidencia una vez más que los habitantes de nuestro planeta todavía siguen siendo sorprendentes y extraordinarios. (***)


Vincent Carpenter y Jeff Pourquié. ¡Vikingos! Nórdica Infantil. Para todos aquellos niños y no tan niños que se divierten con la historia, llega a las librerías un título que nos traslada a la época de los vikingos, un pueblo misterioso que siempre ha dado mucho que hablar. Esta es la mejor oportunidad para abandonar algunos clichés y descubrir costumbres, estrategias bélicas o qué dioses veneraban estos habitantes de los países nórdicos. (***)


Anja Tuckermann y Tine Schulz. ¡Todo el mundo! Vidas de todos los colores. Takatuka. En este libro estructurado a modo de cuaderno de apuntes (diagramas, textos, conversaciones e imágenes se dispersan por cada doble página) nos ofrece un mensaje necesario: todos tenemos cabida en un mundo diverso y plural. La Tierra se llena de diferentes formas de vida que coexisten bajo la misma denominación, la de Homo sapiens L.


Teresa Benéitez y Flavia Zorrilla. Aventuras y desventuras de los alimentos que cambiaron el mundo. A fin de cuentos. Dejando a un lado los programas televisivos gastronómicos que tanto han proliferado los últimos años, no estaría de más preocuparse por conocer más detalles sobre los alimentos que nos llevamos a la boca todos los días. Trigo, olivo, arroz, plátano, maíz o vainilla... Todos realizaron su viaje, todos tienen algo que contarnos. Cómo han llegado hasta nosotros, cómo se cultivan, dónde se producen, qué nutrientes nos aportan. Un libro nutritivo y delicioso servido por una editorial que acaba de nacer. (***)


Jan Paul Schutten y Floor Rieder (il.) El misterio de la vida. Maeva Young. De las primeras moléculas hasta la evolución humana pasando por las células, su estructura o la condición pluricelular. Un libro orientado a los últimos cursos de primaria y los primeros de secundaria (tiene bastante nivel) en el que se puede profundizar en temas biológicos muy actualizados.


Aleksandra Mizielinska y Daniel Mizielinski. Debajo del agua y Debajo de la Tierra. Maeva Young. Teniendo en cuenta que revolucionaron el panorama de los libros informativos hace un año con su premiado Atlas, no podían faltar aquí. En este libro deciden dejar la superficie para internarse en cuestiones más profundas, concretamente las del subsuelo y las subacuáticas. Madrigueras de animales, microfauna edáfica, fenómenos volcánicos, metros subacuáticos, la evolución de los trajes de buzo, organismos abisales o fósiles enterrados entre rocas de otro tiempo, llenan las páginas de este libro sobre lo invisible.


Aleksandra Mizielinska y Daniel Mizielinski. ¡Ojo con los números! Ekaré. Era inevitable que estos autores no hicieran doblete en la presente selección. Con este libro a caballo entre la ficción y la no ficción, los autores polacos se internan en el mundo de la aritmética. Un libro muy interesante donde, con preguntas sencillas, se propone un juego de búsqueda en diferentes escenarios terrestres y extraterrestres. Sencillito, interactivo y muy cercano al primer lector. (***)


Gèrard Lo Monaco. Un viaje por el mar. Una historia de embarcaciones de todas clases. Blume. Le llega el turno a uno de los libros pop-up más interesantes del año. Si a ello añadimos que nos abre las puertas al mundo de la náutica y los barcos y veleros que han recorrido mares y océanos, la cosa pinta mejor que bien. Un regalo inmejorable para marineros y piratas de toda condición. (***) (N.B.: ¡A ver quién se atreve con 10 Chaises de Dominique Ehrhard!)


Yuval Zommer. El gran libro de las bestias. Juventud. Llega la secuela de El gran libro de los bichos, el primer éxito de este artista que en esta segunda parte se decanta por animales de más envergadura, sus formas de vida y alguna que otra curiosidad, que con un estilo de ilustración ágil y divertido hace las delicias de los más pequeños.


Bernadette Gervais. La mariquita. Juventud. Siento verdadera debilidad por este libro. De lo mejorcito que se ha editado este año en lo que a libros informativos se refiere. Un monográfico sobre el género Coccinela -mariquitas para los poco instruidos- en el que la conjunción entre unas ilustraciones muy pensadas y vistosas junto a un texto riguroso y próximo, es más que notable. (***)


Andy Tuohy y Christopher Masters. Grandes artistas modernos. Juventud. Le ha llegado el turno al arte con esta guía (tiene cierta vis de diccionario enciclopédico) sobre los mejores artistas de las últimas décadas. Con datos biográficos y técnicos, un retrato realizado por Andy Tuohy y reproducciones de las obras originales, cada doble página nos brinda la oportunidad de mostrar a los niños quiénes eran y qué hacían pintores como Basquiat, Warhol o Giacometti. Aunque si bien es cierto que el tema es complejo, si apunto que era una obra necesaria para presentar a genios muy desconocidos por el público en general como Lucian Freud, Giacomo Di Chirico o Josef Albers. (***)


Virginie Aladjidi y Emmanuelle Tchoukriel. Inventario de flores ilustrado. Kalandraka. El, creo que séptimo, inventario que realizan estos autores de origen francés tiene como leitmotiv las flores y ciertas plantas curiosas. Concebido a modo de herbario (en cada página se presenta una planta con comentarios añadidos sobre su morfología, hábitat o peculiaridades), aproxima a los niños a la belleza del mundo clorofílico.


Virginie Morgand. ¿Qué quieres ser de mayor? SM. Por último cabe señalar este libro que hace un recorrido por más de cien profesiones diferentes que se incluyen en varios entornos laborales como el colegio, el teatro o el mundo de la hostelería. Si sus hijos, sobrinos, nietos o alumnos no tienen claro lo que quieren ser de mayores, aprovechen.


Marc Rosenthal. Gran Bot, pequeño Bot. Libros del Zorro Rojo. Este libro un tanto ecléctico (unos lo incluyen en ficción y otros, como yo, en no ficción) nos presenta adjetivos antónimos mediante una serie de ilustraciones interactivas (pestañas y otros recursos de los libros pop-up) que esconden a todo tipo de robots. Altos, bajos, felices, tristes, oscuros o luminosos. Todos tienen cabida en este libro. (***)


lunes, 29 de mayo de 2017

Cambiar el mundo


Cuánta razón llevaba J. M. Barrie al afirmar que esto de crecer es una jodienda. No sólo porque las patas de gallo hacen aparición y el tono de la piel vira hacia composiciones menos bronceadas y luminosas, sino porque vamos dejando ilusiones por el camino y somos arrastrados por las corrientes menos utópicas de la vida.


Con nueve años uno quiere ser indio, enfermero o pastelero, con dieciocho la cosa cambia y anhelamos la piscina de monedas y billetes del Tío Gilito, ser un científico de prestigio o crear un imperio textil, y con unos pocos más la cosa está catatónica y salir de la cola del paro y poderse tomar alguna caña, son dos regalos. Sí, sí, llámenme tonto o mentecato. Lo acepto a pies juntillas. Prefiero vivir con guasa o morir sin vida por culpa de tanta expectativa.


Lo de cambiar el mundo ya se me queda muy grande, sobre todo porque cada día que pasa me hago más pequeño (mi osamenta no se siente preparada para batidos de proteínas y largas sesiones de levantamiento de pesas) y menos incauto (si quieren patear mi cadáver, lo harán, así que ¡a la mierda con los políticos y sus superhéroes del voto!).


Suena bonito lo del “Yes, we can”, pero el caso es que me da en qué pensar eso de ser una oveja más. Prefiero conformarme con el singular a sufrir lo colectivo, no sea que de tanto mamoneo empiece a regurgitar. Los apuntes ajados, ese laboratorio que se cae a pedazos, el confor del aula, su invisibilidad e independencia, escuchar a mis alumnos y sus pájaros trinar, darles un par de alas, volar...


Envidio bastante a los que comprenden el mundanal ruido, yo no poseo tal clarividencia o capacidad de abstracción. Bastante tengo con entenderme a mi y no salir loco (N.B.: en el fondo creo que ni lo intento, solo me dejo llevar por los agridulces vaivenes del tiempo). Así que, por favor, déjenme de rollos que uno no está pa' hostias. El que quiera cambiar el mundo de manera democrática, ya puede empezar. Yo me apeo en esta parada.


Me decía Ana, mi conserje favorita, que por mucho empeño que le pongamos a las cosas, excepto en nuestra imaginación, nada cambiará. Y con estas palabras tan sabias, arribo a libros como Si las manzanas tuvieran dientes, un álbum de Milton y Shirley Gaser rescatado durante este 2017 (la edición original es del año 1960) por Libros del Zorro Rojo. Uno de esos libros que, además de tener un toque vintage muy sugerente, jugar a desbordar la imaginación, y hacer uso de la rima y los recursos repetitivos, tiene algo más de esperanzador que los mítines y reuniones de siglas.
Decidido, me quedo en este libro para cambiar el mundo.


miércoles, 24 de mayo de 2017

Ser uno mismo a pesar de las etiquetas


Ser uno mismo puede parecer un ejercicio muy sencillo o muy difícil según se mire, sobre todo en lo que se refiere a los demás. Cuando los que nos rodean nos dejan campar a nuestras anchas y viven preocupados por vicisitudes propias en vez de ajenas, hacer el mono puede ser un camino de rosas. En cambio, cuando la gente se empeña en apuntar con el dedo o vivir a costa de estereotipos y prejuicios, la cosa se pone chunga, más que nada porque hay que darle al interruptor -desenvainar se ha quedado obsoleto- de la espada láser y liarse a mandobles.
Seguramente ahora saltarán a la palestra maminazis de todos los puntos cardinales pidiendo un poco de decoro (¡Shhhh! ¡Román, mide tus palabras! ¡Un poco de responsabilidad! ¡Di no a la violencia!), a las que haré caso omiso para seguir con mi lucha intergaláctica. No obstante y para no derramar mucha sangre, calmaré los ánimos haciéndoles saber que soy más partidario de las zascas, el cinismo y la sorna, que de amputar miembros (viriles o no). Para el que no quiera ponerse en modo guerrero ninja, que al menos se ría.


No sé qué hay de malo en decir ciertas cosas... Parece que últimamente todo debe ser suavizado, dulzón, inocuo, deslavazado. Y como sigamos así, llegaremos a un punto sin retorno en el que nos dejaremos avasallar por las masas, perderemos la identidad, y, más que sosos, nos dejaremos marchitar en pro del buenismo, el intervencionismo y la sociedad de la postura y el desamparo.
¡Qué pijo! ¡Yo soy quien soy! Un poco de aquí, otro poco de allá, un poco por delante y otro poco por detrás. También deslenguado y un poquito canalla. Pero lo peor de todo sería que se dejaran guiar por las apariencias, por habladurías, por estas palabras que escribo, este aire circense, y no me dieran una oportunidad. He ahí la libertad para conocerse, para opinar y, si no cuaja, dejarse de hablar (¡Aguantarse nunca! ¡Sufrirnos jamás!).


Es por ello que será preferible practicar ese ejercicio tan saludable de dejar entrar a todos aquellos que hemos juzgado sin dilación y tachado de esto o lo otro, que arrinconarlos a tenor de unas siglas mal llevadas, un comentario poco afortunado o coincidencias que parecen otra cosa.
Y si no quedan convencidos por mis palabras les invito a leer uno de esos libros que gustan a todo el mundo (incluido yo mismo..., ¡será que en el fondo soy un comercial y un sentimental!). Rojo. Historia de una cera de colores de Michael Hall y editado por Takatuka, es una metáfora en forma de álbum con la que muchos nos sentimos identificados. La sociedad y sus presiones, etiquetas y sambenitos, las oportunidades que nos brindan los aperturistas, toques de humor con sabor agridulce, y detalles que amplían la historia (¿se han fijado en las guardas?) son buenas bazas para una historia que sabe abrirse camino por sí sola sin efectismo y sinceridad.


A mí me gusta. Espero que a usted también. Y si no, tan amigos.

lunes, 22 de mayo de 2017

Adolescentes afortunados, padres desafortunados (¿o es al revés?)


Perdonen mi ausencia durante la última semana. Anduve por tierras zamoranas con una caterva de alumnos y mi atención no daba para más. Afortunadamente la cosa fue bien (¡Qué descanso!) y hoy puedo puedo empezar de nuevo a darles la tabarra con estos libros míos, aunque sea a expensas de mis estudiantes, esos que me inspiran no pocas veces....
Por fortuna o por desgracia, tratar con adolescentes da mucho quehacer. Mientras que a los niños les hace carantoñas todo el mundo, a los púberes nadie las hace caso. Achacando que lo suyo es insoportable (cosa que es verdad, ¿para qué vamos a mentir?), la sociedad se deshace en remilgos y los deja de lado. Con un carácter a caballo entre pequeños y grandes (transicional lo llaman), los jóvenes de este país, querámoslo o no, son un problema menor. Lo que acabo de llamar “imposibles invisibles”, algo que no es excusa para intentar entenderlos. ¿Padres? ¿Profesores? A ver quiénes son los guapos que se atreven...


Padres, como hijos, hay de todas clases... Unos, más que hartos, no saben qué hacer con los descarrilados (“A ver si tú, Román, hablas con él, que a mí, ni caso...” Y yo, sigo flipando), mientras otros, ignorantes, viven en la inopia (“Román, de verdad de la buena, que estudia un montón, ¡se pasa todo el santo día metido en su cuarto!”). También están los desconfiados (“¡Como me enteré de que falta un día a clase, la engancho del moño y la arrastro!” dijo la madre, y en el baño del instituto, la hija, de un ataque de pánico, en las venas se hizo un tajo -verídico y sin exagerar-), los orgullosos (“El otro día se vino mi hijo a una capea y ¡no veas! El campeón toreo una becerra ¡y a un par de chavalas! ¡Ese es mi niño! ¡Ole, ole y ole! ¡'Puto arte!”) y los buenos amigos (¿Que mi hijo quiere un cigarro? ¡Toma un paquete! ¿Que mi niño quiere un cubata? De eso nada, ¡que sean diez!)...


Mientras, los profesores, esos que dejamos a un lado los paños calientes y las vendas oculares, damos buena cuenta de que los adolescentes siguen siendo los mismos inexpertos, los mismos incomprendidos que éramos nosotros. De que nadie les escucha (¿Quién lo diría? Sobre todo cuando los llevas de excursión, te enganchan y no te sueltan...) pero todos quieren captar su atención (las primeras, las marcas comerciales, y los segundos, los políticos). De que sus problemas no son importantes aunque les condicionen el resto de la vida. De que, en medio de la travesura y la pillería, sólo quieren que los quieran. Como a todos los humanos.


Eso debió pensar Remy Charlip, el artista multicisciplinar (de todo hizo este señor: bailarín, coreógrafo e ilustrador, y que además posó como modelo para que Brian Selznick diera vida al personajes de George Mèliés en su premiado libro La invención de Hugo Cabret, una obra que también se le dedicó) cuando ideó Afortunadamente, un libro de dichas y desdichas infantiles que, gracias al cielo y como bien dice su título, acaba de rescatar la editorial Lata de Sal en su colección Vintage para que demos buena cuenta que todas las venturas tienen una parte de desventura. En él, su autor, además de hacer hincapié en una secuencia rítmica de fortunas y contratiempos, de color y blanco y negro (vean como alternativamente aparecen las páginas grises y nubladas), de luz y oscuridad, nos presenta la historia de un niño que ha sido invitado a una fiesta y que, con una mezcla de humor, ingenio y sinsentido, acaba topándose con una grata sorpresa.
Así que hoy y para empezar la semana con dicotomía y dicha, recomiendo este libro dirigido a los niños a todos aquellos padres de quinceañeros que esperan (desesperados algunos) que terminen el acné, los cambios de humor desorbitados, y las discusiones, porque, afortunada o desafortunadamente, es lo que toca.


viernes, 12 de mayo de 2017

Otros cuentos más bellos que los de la rabiosa actualidad


Elizabeth Builes

Como cada vez estoy más harto de los cuentos que avivan las redes sociales (¿Llamará Franco a Ada Colau para que se persone con su “Stop Desahucios” en el Valle de los Caídos? ¿Qué libros trascendental ha escrito Dani Rovira para merecer tantas atenciones?... Todo suena a guasa en esta parte del globo terráqueo...) y de los que algunos se inventan para seguir chupando del bote (desde que cambiamos la leche condensada por los impuestos de los españoles, la cosa huele en el culo de todos), prefiero terminar la semana con otros cuentos y algo de poesía que, aunque resuenan al mundo y sus deslices, enriquecen más el alma.

Para empezar
hay que enroscarlo alrededor de la mano,
hacer un ovillo redondo como la luna llena
de donde bajan en escalera colgante
los abrigos y las historias.
Se toma la primera palabra,
se anuda a la siguiente y a la otra.
Así, la abuelita Juanita
sentada en la cama de su nieta,
busca entre las lunas
el ovillo perfecto
teje y canta
en el hilo de su voz
un cuento.

Natalí Tentori.
Hilar.
En: Arroz con leche.
Ilustraciones de Elizabeth Builes.
Ganador del Premio de poesía Ciudad de Orihuela 2016.
2017. Vigo: Faktoría K de Libros.


miércoles, 10 de mayo de 2017

Grandes figuras de la ilustración LIJ (XXI): Roger Duvoisin


Aunque no soy de los que magnifican el verbo viajar, ese tan venerado en los tiempos del postureo que vivimos, sí he de reconocer que salir de lo cotidiano para trasladarte a otro contexto favorece el descubrimiento gastronómico, paisajístico o, como en mi caso, “lijerario”. Eso es lo que me sucedió con el autor que hoy protagoniza este entrada, uno del que en la actualidad no hay nada publicado en nuestro país (no he podido consultar las bases de datos sobre libros descatalogados, perdónenme), pero que es archiconocido en otros países, sobre todo en aquellos de habla inglesa. Así que, para que no se lo pierdan queda incluido en esta sección de Grandes figuras de la ilustración LIJ. Amigas, amigos, ¡Roger Duvoisin!


Roger Duvoisin nace el 28 de agosto de 1900 (Nota: Sobre el año de nacimiento de este autor hay cierta controversia puesto que él mismo disfrutaba de quitarse algunos años de encima y algunas fuentes lo fechan cuatro años después, en 1904) en la ciudad de Ginebra, Suiza. Se cría en el seno de una familia con una fuerte orientación hacia las artes, ya que su padre era arquitecto y su madrina una famosa pintora de esmaltes. Por tanto, no es de extrañar que Duvoisin muestre un interés temprano por el dibujo a pesar de que él mismo confesara años más tarde que los caballos y los árboles no eran lo suyo (para más información pueden visitar este lugar). Finalmente, y tras una enérgica discusión familiar sobre qué tipo de educación es la más idónea para Roger, comienza sus estudios en la Ecole des Arts Industriels y la Ecole des Beaux-Arts de su ciudad natal, para desplazarse después a París e ingresar en la École Nationale Supérieure des Arts Décoratifs.



Tras graduarse en la citada escuela, Roger Duvoisin comienza a trabajar durante un breve periodo de tiempo en la industria del teatro donde diseña escenarios, decorados y la cartelería de algunas obras. En 1924 pasa a ser el gerente de una fábrica de cerámica francesa, época en la que conoce a Louise Fatio, con la que contrae matrimonio en 1925. Más tarde deja esa fábrica y se muda junto a su esposa a la capital francesa para ocupar el cargo de diseñador textil, un oficio en el que destaca y a raíz del que le ofrecen un puesto similar en una empresa del ramo en Estados Unidos, concretamente en Nueva York. Se compromete a trasladarse al otro lado del Atlántico con la condición de permanecer en dicha empresa un mínimo de cuatro años, y así, en 1927 se muda junto a su esposa a la ciudad de los rascacielos.



En 1931, la compañía en la que trabaja se declara en quiebra y Duvoisin se encuentra, en pleno apogeo de la Gran Depresión, sin trabajo, en un país extranjero, con una esposa y dos hijos pequeños. Teniendo en cuenta que Roger prefiere vivir en América a regresar al Viejo Continente, empieza a buscar sustento por otras vías y decide publicar un libro que había escrito e ilustrado para su hijo, A Little Boy Was Drawing, un título que no cosecha demasiado éxito pero que le descubre un mundo, el de la Literatura Infantil, en el que se siente cómodo. Continua en ese camino y en 1933 ve la luz Donkey, Donkey: The Troubles of a Silly Little Donkey, su segundo título por el que los pequeños lectores le aclaman. De esta manera empieza su carrera como afamado autor e ilustrador, y que no abandonará jamás.



Además de realizar sus propios libros como And There Was America (1938), The Christmas Cake in Search of Its Owner (1941), The Christmas Wale (1945), Moustachio (1947), su conocidísima Petunia (1950), A for the Ark (1952), One Thousand Christmas Beards (1955), The House of Four Seasons (1956), Day and Night (1960), la entrañable hipopótamo Veronica (1961), The Crocodile in the Tree (1972), Jasmine (1973) o Crocus (1977), Duvoisin fue un gran colaborador e ilustraba las historias de otros autores entre los que destacan su propia esposa, Louise Fatio (con once libros de la serie The Happy Lion), o Alvin R. Tresselt, de quien ilustro diecinueve libros entre los que se cuentan el premioado White Snow, Bright Snow (1947), Wake Up, City! (1957) The Frog in the Well (1958) Under the Trees and through the Grass (1962), Hide and Seek Fog (1965), It's Time Now! (1969) en muchos de los cuales se puede ver el arte de Duvoisin al servicio de los libros de corte informativo. A todos estos se añaden títulos de Mary Calhoun, Charlotte Zolotow, Kathleen Morrow Elliott o Adelaide Holl que también ilustró.




Un dato importante en la vida de Duvoisin y que repercute notablemente en sus ilustraciones acontece en 1939, un año más tarde de obtener la nacionalidad estadounidense, cuando el autor decide comprarse una granja en Nueva Jersey, desde donde puede desplazarse cómodamente a Nueva York pero llevando una vida apacible en mitad de la naturaleza y entre montones de animales que inspiran la mayor parte de sus historias, como por ejemplo la del ganso Petunia o la hipopótamo Veronica, y le ayudan a hacer hincapié en esa dicotomía entre el mundo rural y el urbano que recogerá en sus libros.



Entre los premios obtenidos por Duvoisin se cuentan el prestigioso Premio Caldecott por White Snow Bright Snow (1948), y el Caldecott Honor Award por Hide and Seek Fog (1966), ambos junto al escritor Alvin Tresselt. También destacar el Deutscher Jugendliteraturpreis inaugural (1956), el premio de la Sociedad de Ilustradores (1961) y el premio Rugers Bi-Centennial (1966). Es una pena que no recibiera e premio H. C. Andersen al que fue nominado en 1968.


Tras más de ciento cincuenta libros a los que se unen sus colaboraciones para The New Yorker, Duvoisin muere en junio de 1980, rodeado de su esposa e hijos y todos los simpáticos personajes a los que dio vida en las páginas de sus álbumes infantiles.
Entre las características de su obra hay que decir que siente predilección por las historias protagonizadas por animales de gran personalidad, en las que el humor suave y sencillo (algunos gustan de llamarlo blanco) y el lenguaje divertido y directo (sin palabras malsonantes, sin complicados giros lingüísticos) son sus principales bazas. 




En el plano artístico cabe destacar su dominio de la línea, donde el trazo rápido y fresco imprime dinamismo a las imágenes. Sobre su tratamiento del color y como en muchos otros ilustradores de la época, el uso de manchas donde el volumen se define por la gama cromática y la perspectiva y no por las sombras. En definitiva, unas ilustraciones que se aproximan a la mirada infantil.