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martes, 10 de abril de 2018

Olvidando las torrijas a base de fruta



Estoy más que harto de la gente que quiere abandonar el sobrepeso y se agencia toda una serie de vanas excusas... Que si su metabolismo ha cambiado durante los últimos años, que si no tienen tiempo de ir al gimnasio, que si el estrés les ha llevado a estados de ansiedad incorregibles, etc. El cabreo viene porque un servidor no sabe qué creerse, sobre todo cuando vamos a comer por ahí y los ves hinchándose a bebidas azucaradas, bollería procesada y un sinfín de alimentos hipercalóricos, aunque luego, en su hogar, expíen la culpa con queso bajo en sal, leche desnatada sin lactosa y embutidos de pavo.
Sí, amigos, abres los frigoríficos de medio país y, aunque están atestados de toda la gama de productos procesados, escasean potajes, lentejas, fruta y otros mojes. Así concluyo diciendo que no es un problema hormonal o de obesidad (que los hay y muy severos), sino simplemente dietético.


Desde que el mundo de los alimentos industriales llegó a nuestras vidas, los problemas de sobrepeso y otras enfermedades relacionadas con la ingesta de carbohidratos, como la diabetes mellitus, se han incrementado en las sociedades occidentales. No es que el aquí biólogo vaya a decir que estos productos sean venenosos como pregonan muchos gurús apocalípticos, sino que en muchos casos incorporan multitud de sacarosa, aceites saturados y espesantes (almidones de cereales y polisacáridos de algas), un exceso que, acompañado de un defecto proteico, vitamínico y de fibra alimentaria, propicia la acumulación de reservas energéticas en el organismo y nos lleva a pensar que pueblos y ciudades son en realidad granjas de engorde de no-sé-qué raza extraterrestre.


El secreto (no como la dieta del Alfon) parte de una preferencia sobre los productos naturales, ejercicio (no sólo el spinning o las pesas, que parece que las salas de musculación son el súmum del deporte) y hacerse de comer. Dejarse a un lado el filete de añojo y la lechuga y convertir la cocina en un santuario. Que si un guisao bien desgrasado, con sus patatas y sus alcachofas, unas lentejas (viudas, como las de mi madre), unos gazpachos con collejas (y hay que cogerlas), una simple tortilla de patatas (sin plástico que la recubra y con aceite de oliva, of course), ensalada diaria, lácteos nocturnos, un huevo frito por la mañana, agua (que hace la vista clara), vino o cerveza... Y fruta, fruta, mucha fruta. La que gusten. Pera, plátano, manzana, granada, melón, sandía o fresa. También albaricoques, melocotones o paraguayos, mangos, ciruelas o uvas. Y por supuesto, naranja valenciana.


Y con el jugo de la naranja (¿Sabían que si beben el zumo sin pulpa se ralentiza la digestión de la fructosa?), nuestro hesperidio (nombre científico que recibe este fruto) favorito, llegamos a un libro delicioso que, aunque venga de otras latitudes más frías, se impregna de nuestro sol mediterráneo y llena los bosques de abetos con el olor del azahar. Con sólo una naranja, El huevo del sol de Elsa Beskow (editorial ING), una de las damas de la ilustración y LIJ sueca, nos narra un cuento ya clásico (fue publicado por primera vez en 1932 y todavía sigue vigente... imaginen lo mucho que cala en los pequeños lectores...) que entre hadas, duendes y animales de los bosques boreales, del amor que los pueblos nórdicos profesan a nuestra tierra, sus frutos y el sol que nos baña. Una declaración de intenciones que toma forma gracias a un descuido y una visión infantil que se desborda en cada una de las bellas imágenes que configuran un álbum obligado en cualquier biblioteca.


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