Estoy más que harto de
la gente que quiere abandonar el sobrepeso y se agencia toda una
serie de vanas excusas... Que si su metabolismo ha cambiado durante
los últimos años, que si no tienen tiempo de ir al gimnasio, que si
el estrés les ha llevado a estados de ansiedad incorregibles, etc.
El cabreo viene porque un servidor no sabe qué creerse, sobre todo
cuando vamos a comer por ahí y los ves hinchándose a bebidas
azucaradas, bollería procesada y un sinfín de alimentos
hipercalóricos, aunque luego, en su hogar, expíen la culpa con
queso bajo en sal, leche desnatada sin lactosa y embutidos de pavo.
Sí, amigos, abres los
frigoríficos de medio país y, aunque están atestados de toda la
gama de productos procesados, escasean potajes, lentejas, fruta y
otros mojes. Así concluyo diciendo que no es un problema hormonal o
de obesidad (que los hay y muy severos), sino simplemente dietético.
Desde que el mundo de los
alimentos industriales llegó a nuestras vidas, los problemas de
sobrepeso y otras enfermedades relacionadas con la ingesta de
carbohidratos, como la diabetes mellitus, se han incrementado en las
sociedades occidentales. No es que el aquí biólogo vaya a decir que
estos productos sean venenosos como pregonan muchos gurús
apocalípticos, sino que en muchos casos incorporan multitud de
sacarosa, aceites saturados y espesantes (almidones de cereales y
polisacáridos de algas), un exceso que, acompañado de un defecto
proteico, vitamínico y de fibra alimentaria, propicia la
acumulación de reservas energéticas en el organismo y nos lleva a
pensar que pueblos y ciudades son en realidad granjas de engorde de
no-sé-qué raza extraterrestre.
El secreto (no como la
dieta del Alfon) parte de una preferencia sobre los productos
naturales, ejercicio (no sólo el spinning o las pesas, que parece
que las salas de musculación son el súmum del deporte) y hacerse de
comer. Dejarse a un lado el filete de añojo y la lechuga y convertir
la cocina en un santuario. Que si un guisao bien desgrasado, con sus
patatas y sus alcachofas, unas lentejas (viudas, como las de mi
madre), unos gazpachos con collejas (y hay que cogerlas), una simple
tortilla de patatas (sin plástico que la recubra y con aceite de
oliva, of course), ensalada diaria, lácteos nocturnos, un huevo
frito por la mañana, agua (que hace la vista clara), vino o
cerveza... Y fruta, fruta, mucha fruta. La que gusten. Pera, plátano,
manzana, granada, melón, sandía o fresa. También albaricoques,
melocotones o paraguayos, mangos, ciruelas o uvas. Y por supuesto,
naranja valenciana.
Y con el jugo de la
naranja (¿Sabían que si beben el zumo sin pulpa se ralentiza la
digestión de la fructosa?), nuestro hesperidio (nombre científico
que recibe este fruto) favorito, llegamos a un libro delicioso que,
aunque venga de otras latitudes más frías, se impregna de nuestro
sol mediterráneo y llena los bosques de abetos con el olor del
azahar. Con sólo una naranja, El huevo del sol de Elsa Beskow
(editorial ING), una de las damas de la ilustración y LIJ sueca, nos
narra un cuento ya clásico (fue publicado por primera vez en 1932 y
todavía sigue vigente... imaginen lo mucho que cala en los pequeños
lectores...) que entre hadas, duendes y animales de los bosques
boreales, del amor que los pueblos nórdicos profesan a nuestra
tierra, sus frutos y el sol que nos baña. Una declaración de
intenciones que toma forma gracias a un descuido y una visión
infantil que se desborda en cada una de las bellas imágenes que
configuran un álbum obligado en cualquier biblioteca.
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