Aunque hoy en día escasean, hubo un tiempo en que los
reptiles eran muy abundantes, tanto que reinaron sobre el resto de formas de
vida de nuestro planeta durante muchos millones de años, sobre todo durante el
Mesozoico, un periodo en el que los
grandes saurios habitaron todos los medios, acuáticos, terrestres y aéreos. Más
tarde el clima se enfrió y estos animales poiquilotermos (incapaces de regular
su temperatura corporal y por tanto dependientes de la del exterior) se vieron
abocados a la extinción o relegados a zonas atemperadas del globo como los
trópicos y los desiertos. Tanto fue así que de los cientos de miles de especies
que anduvieron por océanos y continentes, sólo sobrevivieron y/o evolucionaron unas
seis mil.
Muchos biólogos sentimos cierta pena del trato que reciben
por parte de la cultura de masas estos bichejos, pues parece ser que la
religión (¿Quién malmetió entre Adán y Eva?), los medios de comunicación (¡Apártense
de serpientes y cocodrilos!), la literatura (se me ocurre citar las fábulas de
Esopo) o el cine (aquí sólo tienen que fijarse en los malos de Disney) los han
convertido en enemigos acérrimos del ser humano. Venenos, dentelladas,
movimientos espasmódicos o de reptación, sangre fía y pupilas fragmentadas o
verticales, hacen de estos animales, inmejorables candidatos para encarnar el
mal, pero sin embargo hay casos que nos dicen lo contrario, véase el libro de
hoy.
La caimana, con
texto de María Eugenia Manrique e ilustraciones del siempre genial Ramón París (ediciones Ekaré) nos
cuenta la historia de José Faoro, un orfebre de origen italiano que se instaló
a principios del siglo XX en San Fernando, una villa del estado de Apuré
(Venezuela) que, habiendo encontrado una cría de caimán con tres días, lo
adoptó y crió. Basada en hechos reales (ya saben que la vida siempre supera a
la ficción) esta narración donde el afecto entre los seres vivos desmonta esos
mitos mal llevados.
Les diré que me ha encantado. Que hay mucho de selvático en
él, mucho de Latinoamérica, de sus mitos, de su exuberancia y plasticidad, de
Quiroga y de realismo mágico (nunca mejor dicho). Pero lo que no les voy a
contar es el final de este álbum hermosísimo que deben descubrir por sí mismos.
No obstante sí quiero apuntar a diversas cuestiones sobre
los reptiles que tienen que ver con esta historia y que, a pesar de parecer
alucinantes, no lo son tanto… A saber:
Primero de todo hablaré de la impronta, un mecanismo
etológico que en reptiles y aves es muy importante. Consiste en que las crías
recién nacidas reconocen las características de sus progenitores a través de un
mecanismo instintivo complejo. No es de extrañar por tanto que esta caimana, al
tener tan sólo tres días de edad cuando se topó con Don José, asimilara su
figura a la de un padre, uno más de su especie con quién establecer un vínculo de
por vida.
Llama poderosamente la atención el carácter dócil de la
caimana, más todavía cuando en el libro nos habla de cómo esta interaccionaba
con los niños que José y Ángela Filomena criaron (una docena para ser más
exactos). No tienen de qué sorprenderse pues la mayor parte de los reptiles son
inofensivos (más todavía cuando no viven hambrientos), incluso me complace
informarles de que mueren más humanos por picaduras de abeja que por ataques de
los actuales saurios, así que les recomiendo que alejen ese dato de su
subconsciente.
Para terminar, decir que no es de extrañar que El Negro -en
principio se creyó macho para ser rebautizado después como La negra-, esa
caimana que acompañó a Faoro a lo largo de su vida, alcanzara más de sesenta
años de edad, pues como bien sabemos muchos biólogos, algunas especies de
reptiles entre las que destacan los cocodrilianos y los quelonios –nombre del
grupo de las tortugas- pueden ser muy longevos e incluso alcanzar los ciento
cincuenta años.
Lo dicho: ¡pongan un caimán en su vida!
Me encanta la caimana, pero creo que para la ciudad soy más de cocodrilos desde que conocí a Lyle.
ResponderEliminarFelicidades por la entrada. Sabes si "Lyle, Lyle, crocodile" esta publicado en español?