Dormir
es un placer, sobre todo para quien puede hacerlo… Guardias hospitalarias,
recogidas de basuras, programas radiofónicos, cubatas y cerveceo, hijos
lloricas, turnos en fábricas, preocupaciones y depresiones, pan fermentando y
viajes incansables, son buenas (o malas, según el caso) razones para permanecer
despierto y hacer un hueco a la vigilia invisible, esa que muchos desconocemos,
bien por suerte, bien por desgracia.
Aunque
bastante tranquilo, no debe ser agradable para neuronas, músculos y esqueleto, permanecer
en vela la mayor parte de la noche, mientras el resto, la inmensa mayoría,
duerme con aplomo sobre cualquier superficie horizontal. No envidio en absoluto
a todos esos insomnes que, por necesidad laboral, trastornos orgánicos o
voluntad propia, se cuelgan de la madrugada día a día, mes a mes, año tras año.
He
visto caras mortecinas, amoratadas y en parte amarillentas, en definitiva,
destrozadas, que constatan mi fortuna y suerte, más todavía cuando experimento
en mis propias carnes esa horrible sensación de soñar y no poder, de girar de
uno a otro lado de la cama, como si de una larva en su crisálida se tratase, y
terminar -por fin- con un nuevo amanecer entre una amalgama de alivio y tortura,
de alterado descanso.
Y
así pasa, que con tanto asueto, un resfriado de vías altas en fase de extinción
y meditación espiritual a todas horas, me han tocado dos tazas... ¿Será que
necesito una buena dosis de nocturnidad y alevosía para regular el ciclo
día-noche? Ya les diré el próximo día pues este fin de semana no he parado y
creo que será la cura a todos mis males durante las noches que se acercan.
Es
por ello que, para darle la bienvenida a la noche, esa que nos recoge y repone,
la editorial Edelvives edita en castellano la versión-revisión que Rébecca Dautremer ha hecho de El cuento durmiente, un cuento de Perrault poco conocido por estos lares que nos habla de un príncipe que, acompañado por su sirviente, llega a un pueblo en el que todos su habitantes duermen.
Aunque tarde (desconocía que existiera esta edición con la que me topé un día deambulando por las librerías de Madrid), me creo en el deber de darle un puesto en este cuaderno de bitácora, porque si bien es cierto que huyo de las adaptaciones, reconozco que la visión de la ilustradora gala es, más que deliciosa, muy sabrosa.
Aparte de la intensidad y la poesía con la que suele colarse en nuestras estanterías, este trabajo rezuma referencias al mundo circense, al universo del cine (¿Ven ustedes por ahí El sueño eterno de Humphrey Bogart y Lauren Bacall?) o al del jazz. Desde la misma portada se convierte en un homenaje a los grandes trabajos de cartelería de la primera mitad del siglo XX que se funden con escenarios que mezclan realidad y ficción extraídos de cualquier puntos de Europa y su propia imaginación.
Si a todo ello unimos un gran trabajo de investigación (el vestuario de sus personajes me parece digno de una costurera de teatro), las alegorías (¡El abrazo entre dos boxeadores propiciado por un sueño repentino me parece tan significativo, como encantador!) y sus típicas y desdibujadas perspectivas en movimiento, me parece un inmejorable aperitivo de una noche reparadora.
Aunque tarde (desconocía que existiera esta edición con la que me topé un día deambulando por las librerías de Madrid), me creo en el deber de darle un puesto en este cuaderno de bitácora, porque si bien es cierto que huyo de las adaptaciones, reconozco que la visión de la ilustradora gala es, más que deliciosa, muy sabrosa.