Que la semana empiece fatal no es ninguna novedad (ya saben
que los lunes son el peor día de todos), pero que continúe del mismo modo, es algo
casi sobrenatural.
Veamos… El lunes, casi moribundo (es lo que tienen los fines
de lujuria y desenfreno), me voy para el curro y tras hacer pleno (no es picar
piedra tener clase toda la santa mañana, pero agota), me toca asistir a una de
esas reuniones que te dan ganas de pedirte la baja, cosa que nunca he hecho a
pesar de tener razones para ello (si es que soy gilipollas).
Sí, queridos monstruos, el inspector nos visita. No sé muy
bien por qué, la verdad. Supongo que nos tirará de las orejas, como si no
tuviéramos bastante. Estoy escuchando la letanía… “Los chavales suspenden
demasiado, no están motivados, no os adaptáis a los nuevos tiempos… ¡vosotros
sois los verdaderos culpables de semejante catástrofe!”
Si a todas estas acusaciones unimos la connivencia de los
equipos directivos (¡Qué profesionales, chica! Eso de desertar de la tiza y
complacer al régimen de turno, ¡es tra-ba-jo!), lo que debería traducirse en un
amistoso diálogo, se transforma en un juicio laboral que retuerce el sistema
límbico (¿Por qué lo llamarán responsabilidad cuando quieren decir “mobbing
colectivo”?).
Mientras tanto, los dimes y diretes se van acrecentando. Martes,
miércoles…, todos murmuran (¡Que viene el lobo, que viene el lobo!) y yo sigo
estornudando, pues a estos males burocráticos se une un brote de alergia –cupresáceas,
of course, ¡A ver si llueve de una maldita vez!- mezclado con algo de frío. La
congestión de órdago progresa adecuadamente, ambientada, cómo no, a base de
papeleos y otros formularios.
Si esto fuera poco, el jueves llega con una agenda
demoledora… Prepara los apuntes, haz la maleta que toca puente, no se te olvide
darle una vuelta a los billetes ni al equipaje, corrige, cómete la mona sin
atragantarte, esclafa el huevo en la frente de algún tonto, haz el bocata para
mañana… Resumiendo: petazetas en la sangre.
Y así, llegamos al viernes. Sí señores, la antesala de un
puente de cuatro días que gracias al carnaval se abre ante nosotros, humanos. Decidido:
me voy a la playa.
Tirarse a la bartola y entregar el cuerpo a la desecación
(si me reencarno en algo, que sea en biltong sudafricano). Alguna cervecica que
otra, buenos arroces y para de contar. Ni ropa ni na’ de na’ sólo quiero jugar
con la arena del mismo modo que la protagonista de El castillo de arena, otro de esos libros maravillosos de la
israelita Einat Tsarfati, la misma de Los
vecinos, ambos en la editorial Tramuntana, que pasó muy desapercibido hace
unos meses y merece un hueco en esta casa de los monstruos.
La historia en cuestión es todo un canto a la imaginación.
En ella, una niña como tú y como yo (sin inspectores ni compromisos por
medio), le da forma a un palacio increíble a orillas de la playa. No quiere que
le falte detalle. Cúpulas, salones con grandes ventanales, escalinatas e
incluso un foso (¿Quién no ha querido uno a rebosar de cocodrilos en su
castillo de arena?). Es tan grande que ella misma se mete dentro. Sin saber
cómo, empiezan a parecer personajes de lo más variopinto. Todo se convierte en
una fiesta hasta que….
Con montones de detalles históricos, arquitectónicos, artísticos e incluso guiños literarios este álbum es una delicia, no sólo para sonreír ante tanta agenda de vertigo, sino para despejar la mente y perderse en las cosas bonitas que tiene el mundo de la fantasía.
Lo dicho, disfruten de mascaradas, comparsas y chirigotas, y
sueñen, sueñen a raudales. Yo también lo haré.
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