Mientras muchos pasan los días quejándose amargamente de lo
cuesta arriba que se les está haciendo la cuarentena, otros empezamos a dar
gracias por esta reclusión obligada. No es que yo esté a favor del encierro (¡Ojo!
Con lo gambitero que soy yo, ¡faltaría…!), pero sí que he encontrado un punto
medio a caballo entre lo productivo y lo positivo de estos días en casa… He
limpiado a fondo los más recónditos lugares de mi hogar, he ordenado los libros
(por orden alfabético tomando como referencia el primer apellido del primer
autor, que siempre hay algún curioso que me pregunta estas cosas) y me he
puesto al día con muchos menesteres que llevo en ristre. Le he llegado a decir
a algún amigo que hay días en los que siento que me faltan horas para terminar
todo lo que me planteo desde bien temprano (aviso de que yo madrugo a pesar de
la situación).
Una de las cosas que decidí retomar esta cuarentena fueron
los lápices y los pinceles. Aunque había hecho el amago de llenar la paleta de
pintura y preparar algunos cartones (es mi soporte favorito aunque reconozco
que lo mejor es el lienzo), no me había dado por hacer cosillas aparentes, más
que nada porque pintar requiere su tiempo, y si es al óleo y sin secantes de
por medio, más todavía. Es por ello que imaginándome que esto iba para largo y
que tenía la terraza acondicionada (que el aceite de linaza y la trementina no
se llevan bien con interiores habitados), me puse al lío.
Hasta hoy no se pueden ver muchos resultados, sólo un par de
bocetos a lápiz, algún divertimento sobre un bloc y cuatro pinceladas (no se
preocupen que en cuanto tenga algo definitivo lo publicaré en mi cuenta de
Instagram), pero sí me he percatado de que, como cualquier otra disciplina, la
pintura requiere de práctica. Que si la abandonas una temporada, es una tarea
complicada regresar al punto en el que la dejaste aparcada. Pierdes la
perspectiva, el punto justo con las mezclas, decidir la composición… Una vez
más te vuelves a caer del guindo, te retrotraes a la niñez y descubres que hay
pocas destrezas innatas en esta vida.
Por este motivo me he acordado de un librito que se publicó
a finales del año pasado y que contiene la esencia de lo que les cuento. Les
hablo de El encargo, un álbum de Claudia Rueda (editorial Océano Travesía) que
cuenta la historia de un emperador que le pide a un famoso pintor el dibujo de
un gallo. Pasa el tiempo y el emperador, deseoso por saber cómo va el
desarrollo de su encargo, envía algunos ojeadores hasta la casa del pintor que
siempre regresan con las manos vacías. Harto de esperar, el emperador decide ir
él mismo hasta allí y ver qué es lo que sucede con la dichosa pintura.
Claudia Rueda narra magistralmente una parábola de corte
oriental sobre la importancia de la paciencia y la profesionalidad que, aunque
contextualizada en el panorama de lo artístico (me recordó a Antonio López y su
famoso retrato de la familia real), puede extrapolarse a diferentes situaciones
de cualquier oficio. Y por favor, no dejen de impresionarse por todas y cada
una de las ilustraciones que llenan este cuaderno de artista con un claro
objetivo: animarnos a dar lo mejor de nosotros aunque ello conlleve esfuerzo y
constancia.
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