Hace unos años hablaba con mi amigo el Pablo sobre el concepto que en el mundo de la empresa se tiene de la “jaula de oro”, una expresión que se refiera a las condiciones en las que viven los trabajadores de las multinacionales en países con una elevada tasa de violencia para evitar secuestros exprés y otras cuitas donde el tráfico de cualquier cosa lleva la voz cantante. Básicamente consiste en tener encerradas a estas personas en complejos residenciales de alta seguridad en los que disponen de todas las comodidades imaginables (zonas verdes, pistas deportivas, gimnasios e incluso centros comerciales en los que comprar comida, ropa y hasta hacerse las uñas).
La denominación me vino a la cabeza mientras estábamos confinados. Evidentemente las condiciones eran mucho peores. Sobre todo teniendo en cuenta que muchos viven en zulos de mala muerte, pisos sin apenas luz solar, sin una maldita terracilla a la que asomarse de vez en cuando, o compartiendo vivienda con tropecientos. Aquellas jaulas no eran tan doradas como la del ruiseñor del cuento y, una vez nos soltaron, la cosa cambió. Pudimos respirar, correr, caminar, ver a los que nos quieren (y a los que no, cosa que también se agradeció) y sobre todo darnos cuenta de que estamos hechos para la libertad.
Lo peliagudo viene cuando, durante los pasados días, caigo en la cuenta de que muchos siguen encerrados en sus casas ¡6 meses después! Sí, señores, el miedo (o la obsesión, que no todo es estupor y temblores) los tiene anclados a la pata del sillón motu proprio o por el capricho de algún abencerraje llamado “hijo”. Y por si eso fuera poco, amenazan con seguir devorando telebasura unos cuantos meses más. Aunque yo respeto las decisiones de cada uno, me cuestiono la efectividad y las consecuencias de todo esto, sobre todo en el plano psicológico y afectivo, pues la mayor parte de nosotros nos hemos dado cuenta de que somos animales sociales y nuestro mundo no se puede resumir a cuatro paredes. Lo digo una vez más: soy más partidario de abrir la puerta y vivir con precaución a perder la vida en una prisión.
Y si todavía les queda alguna duda, en este luminoso miércoles (¡Cómo se nota San Miguel y su veranillo!) les traigo un librito muy honesto de Germán Machado, Cecilia Varela y Andana Editorial que habla precisamente de todo esto. La jaula nos cuenta la historia de un chiquillo que quiere una mascota pero su padre le avisa una y otra vez de que los animales no sobreviven a los barrotes. Al final el abuelo llega con un regalo, un hámster.
Aunque no les voy a contar el final, les aviso que es bastante inspirador y que deja cierto sabor agridulce en el paladar, algo que se agradece en un álbum que bien vale para lectores de cualquier edad. Mención aparte merece la ilustración de portada (mucha belleza en la composición y de gran simbolismo), las guardas peritextuales a modo de prólogo-epílogo y juegos visuales con mucha perspectiva y contraluz. Un libro que llena pero también abre un espacio a la reflexión.
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