A cuenta del COVID, hay que buscar un culpable. Y no ha habido pocos… Los chinos, bien en sus laboratorios militares, bien por consumir murciélagos, el calentamiento global (o eso nos dijo Greta), los niños (por guarros, por inconscientes, por juguetones), los italianos (nada mejor que echarle la culpa al vecino), o Trump, que hasta hace unos días ha sido el comodín perfecto.
A cuenta de Filomena, hay que buscar un culpable. Que si los ingleses por haber consumado el Brexit y haberse adueñado del anticiclón de las Azores. Que si el calentamiento global (a este paso va a tomar el testigo de Trump). No nos olvidemos de la Ayuso, que ha contratado a unos chinos para que provoquen el temporal. Y por qué no, la Pedroche, esa gran culpable que necesitaba hacer yoga desnuda en mitad de su jardín nevado.
La cosa es que en este país eso de tirar balones fuera se nos da de maravilla… Si la luz sube un 27%, la culpa es del consumidor que no se fija en lo que contrata (total, unos eurillos arriba, unos eurillos abajo, ¡qué más da!). Si el aeropuerto de Barajas se paraliza durante 48 horas porque no hay suficientes quitanieves, la culpa es de Aznar (otro como Trump).
Aunque mi teoría sobre por qué esto está enquistado en la sociedad española se las trae, se la voy a contar. Todo se resume en el catolicismo, esa religión que lleva siglos lacerándonos por pecadores. Y acabamos tan hartos de culpa y expiaciones que cargamos con el muerto al primero que pasa. Da igual que sea en mi casa, en la tuya, en el colegio, en el ayuntamiento o en Cataluña, lo suyo es que la penitencia la lleve otro, que lo único que queremos es subir al cielo con el expediente limpio como una patena. Eso sí, sentido crítico, cero patatero.
Llego así a uno de esos títulos con los que da gusto empezar la semana. Porque te trae muchas vivencias cercanas a la cabeza. Porque te partes de risa trasladando su historia a tu día a día. Se busca culpable es un álbum de Fran Pintadera y Christian Inaraja (editorial Libre Albedrío) que nos cuenta la historia del señor Ponte, un tipo con muy malas pulgas que se encuentra un pelo en la sopa. Como se podrán imaginar, monta en cólera y pide explicaciones a todo quisqui. Acude la camarera, después el cocinero, la frutera, el hortelano… ¡Menos mal que tras mucho investigar aparece el culpable!
Con un tono muy distendido y recordando a las retahílas poéticas por su fórmula repetitiva y acumulativa, no se pueden perder un libro que tiene mucho de detectivesco. Acompañado de unas ilustraciones coloristas y desenfadadas (¡Atención a las guardas!), seguro que les da pie a jugar con sus hijos, nietos o alumnos, y descubrir el color, la longitud y la forma de su pelo, algo muy necesario para no llevarnos una sorpresa con eso de advertir la paja en el ojo ajeno aunque no veamos la viga en el nuestro.
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