Animalistas y veganos, minorías étnicas, personas LGTBIQ+, nacionalistas, fachas y cayetanos, feministas, discapacitados, migrantes, habitantes del mundo rural… Al humano le gusta hacer rebaños. Lo curioso es que la forma de hacerlos se va modificando.
Para no remontarme a épocas demasiado lejanas, les pondré como ejemplo los años noventa, cuando se hablaba de las llamadas tribus urbanas. Grupos de jóvenes que se identificaban con una estética, ciertos estilos musicales y unas tendencias políticas establecían sinergias a la hora de salir de parranda. Lo mejor de todo es que a pesar de ese sentimiento de pertenencia, cualquiera era susceptible de relacionarse con bakalas, punkis o raperos y compartir momentos divertidos.
Eso ha cambiado en esta España de la guerra cultural y la cancelación porque, si bien es cierto que este tipo de sectorización continua entre los teenagers, lo hace desde un prisma mucho más peliagudo. Como era de esperar en una generación de cristal arengada por el interés político del “divide y vencerás”, el victimismo pasa a ser bandera y es preferible radicalizarse a considerar y respetar unas ideas ajenas con las que enriquecernos en este mundo (aparentemente) diverso y plural.
Así pasa, que la homogeneización de pensamiento es tal, que todo aquel que difiera de las pautas ideológicas que rijan cada uno de estos colectivos, se expone a ser rechazado por sus iguales para ser excluido del grupo y convertirse en un paria. Draconiano...
Menos mal que hay gente a la que se le hinchan las pelotas, decide ir a la suya y se aparta de ese modus operandi tan pueril y obtuso. Que para palmaditas en la espalda y sonrisas impostoras, mejor solo que mal acompañado. Como el protagonista de uno de los libros que acaba de publicar Corimbo y que lleva por título Vampiro para siempre.
Firmado por Davide Cali y Sébastien Mourrain, este álbum nos cuenta la historia de señor Baltús, un vampiro noctámbulo, que vive en un caserón acompañado de un gato y los restos de lo que fuera un canario, evitando la luz del día y cualquier contacto humano. Pero un día, cuando su gato se queda sin comida y tiene que ir urgentemente a la tienda a pleno sol, se encuentra con Claudia, una cría la mar de salada que trastoca su rutina. A medida que se van conociendo, su universo va cambiando. La confianza da paso a confidencias y momentos compartidos que construyen una amistad muy especial.
Con esa vis de historia surrealista a la que nos tiene acostumbrados, Cali nos entreabre la puerta para reflexionar sobre muchos temas. Desde la realidad solitaria que afecta a muchos ancianos, hasta los problemas de aceptación familiar y social que sufren muchas personas en su entorno próximo, pasando por las posibles enfermedades de salud mental que trastocan la percepción del mundo. En definitiva, todo un alegato a la amistad intergeneracional que desde la inocencia, el entendimiento y la comprensión sacude las barreras y convenciones sociales que nos llenan de prejuicios estúpidos.
Y si a este caleidoscopio discursivo, añadimos el humor que nos brinda Mourrain gracias a unas ilustraciones de Mourrain en las que encontramos detalles que nos sorprenden (¡Dimitri estaba vivo!), nos desconciertan (¿Se han fijado en la ilustración de la contraportada? ¿Quién es en realidad el señor Petroulakis?) y nos embelesan (Esas escenas nocturnas recorriendo París son toda una delicia), no se pueden perder este librito tan sutil como potente.
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