Quien diga que no tiene secretos, miente como un bellaco, pues todos ocultamos cosas, Pueden ser objetos o cuestiones que no queremos que no sepa nadie (como los que esconde los partidos políticos). Un secreto puede ser la combinación numérica que abre la caja fuerte de un millonario y secreto puede ser un claro en mitad de un bosque frondoso al que nos gusta acudir en los momentos de introspección.
Hay secretos a voces y secretos de familia, secretos profesionales y secretos de estado. Hay secretos para todos los gustos. Mientras algunos pueden arruinar la vida de todo un país, otros provocan carcajadas a quiénes los descubren. Los secretos son así. Hay gente que le gusta compartirlos aunque dejen de ser secretos y otra gente que prefiere llevárselos a la tumba pese a quien pese.
Bien mirado, cada vez hay menos secretos. Con esto de las redes sociales y ese exhibicionismo social que se ha instaurado, los secretos están de capa caída. Lo más curioso es que, incluso secretos inocentes y sin importancia, han empezado a adquirir demasiada importancia gracias a todo este engranaje de vigilancia social. Engordan y se vuelven ingobernables, dragones que nos devoran sin saber muy bien porqué.
Los secretos siempre han existido porque los necesitamos. Sin ellos la vida sería demasiado aburrida, demasiado normativa, demasiado predecible. Los secretos instauran un régimen de silencio que tiene sus propias reglas. Si bien es cierto que los secretos pueden ser juguetones, también pueden ser un lastre difícil de gestionar. De esos nos habla el álbum de hoy.
Les diré que el libro de Andrea Maturana y Francisco Javier Olea que les traigo este lunes de diciembre, me ha parecido uno de los libros más poderoso que he leído durante las últimas semanas. Secreto está publicado por Fondo de Cultura Económica y nos cuenta la historia de Amalia, una chiquilla que no para de hablar. Es capaz de dibujar mundos con las palabras que salen de su boca. Nombrándolo todo ella es feliz. Pero un día, sin querer, en un momento cualquiera, Amalia abre una puerta y ve algo que no entiende. Desde ese momento, Amalia se ve incapaz de contarlo, por lo que decide guardar el secreto. ¿Será capaz de contárselo a alguien algún día?
A rebosar de metáforas visuales que enriquecen un texto directo y sin florituras (ha aquí un buen ejemplo de complementación), este libro se merece una lectura grupal. No solo porque pone en la palestra cuestiones que se prestan a muchas interpretaciones, sino porque tratas aspectos como el trauma desde una perspectiva inspiradora y nada ejemplarizante ni moralizante. Me gustan esos libros de opiniones abiertas en los que cabemos todos. Quizá, las miradas más utilitaristas, vean en este libro una forma de abordar el trauma o la gestión de las emociones, pero lo cierto es que se puede mirar desde diferentes posiciones.
Hay elementos narrativos muy hermosos. Fíjense en las guardas peritextuales, en ese catálogo de cosas tan bien nombradas, la caracterización de la protagonista (¡Mucha expresividad!) o la secuencia temporal de la maceta. Todo el libro nos habla de ese secreto que, curiosamente, nadie conoce. Tan solo Amalia. Y eso, permítanme que les diga, es un punto a favor para un libro honesto.





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