Ha llegado el momento de abandonar esa postura de verdugo que muchos críticos de tres al cuarto adoptamos –sería más loable llamarnos criticones, la seriedad es menor y el desdén aporta cierto toque de humor al asunto-, y transmutarnos en seres dadivosos y bienhallados que ensalcen los pormenores del oficio tan respetable del autor. Eso sí, para denotar las cualidades de unos, debemos minusvalorar las de otros, y en este caso, la parte perjudicada será la Crítica (en mayúscula no por devoción, sino por reunión y globalización, que ahora está muy de moda…).
Encuentro un encanto personal en las obras de ciertos autores, sobre todo si, además de ser capaces de desvalijar la caja fuerte de las palabras con la ganzúa de la imaginación, son capaces de acompañarlas con las imágenes más oportunas.
Muchas veces, ese encanto se ve diezmado por la realidad del asunto: existen ciertos autores que, pese a su gran aportación al mundo literario, se han visto algo marginados por esta “sociedad lectora” que configuramos todos. La sorpresa sacude a éste, el aquí presente, cuando visita alguna que otra librería o biblioteca y encuentra que muchos autores de reconocido “prestigio” (NB: ¿alguien sería tan amable de definirme este sustantivo tan periodístico e indiscriminadamente utilizado?) no se encuentran debidamente representados en las estanterías.
No es indignación lo que corre por mis venas a modo de cuajarones sanguíneos (siento desesperanzar a todos aquellos que les gustaría que sufriese una trombosis…), simplemente busco respuestas a algo que se escapa de mi lógica (por cierto bastante somnolienta). No soy un enviado celeste, tampoco ansío mecenazgo alguno, ni mucho menos lamer algún que otro esfínter anal, pero si me gustaría concederle crédito, y algún que otro mérito, a un autor que considero no se encuentra en el lugar merecido dentro de la Literatura Infantil y Juvenil: Chris Van Allsburg.
Es curioso que un autor tan prolífico –véanse títulos suyos como El expreso polar, La escoba de la viuda, Jumanji, El naufragio del Céfiro y Los misterios del Señor Burdick, entre otros- esté tan pobremente representado sobre las baldas de nuestras bibliotecas y librerías. Y no sólo eso, sino que, por añadidura, sea tan poco leído. También es extraño que, inspirando tantas producciones cinematográficas homónimas, el público, desconozca por lo general, que todas estas películas están basadas en las obras de este autor.
Tengo una explicación bastante plausible a esta cuestión, pero la trataremos en sucesivos episodios.
Si tuviese que elegir alguno de sus títulos, me decantaría indudablemente por dos: Los misterios del Señor Burdick, con esas ilustraciones en blanco y negro que permiten desplegar las alas de la imaginación hasta cotas imposibles, y El expreso polar, que aunque cuenta una historia sencilla y tiene unas imágenes típicas del autor, tiene un final precioso, cargado de misterio y entrañable.
Encuentro un encanto personal en las obras de ciertos autores, sobre todo si, además de ser capaces de desvalijar la caja fuerte de las palabras con la ganzúa de la imaginación, son capaces de acompañarlas con las imágenes más oportunas.
Muchas veces, ese encanto se ve diezmado por la realidad del asunto: existen ciertos autores que, pese a su gran aportación al mundo literario, se han visto algo marginados por esta “sociedad lectora” que configuramos todos. La sorpresa sacude a éste, el aquí presente, cuando visita alguna que otra librería o biblioteca y encuentra que muchos autores de reconocido “prestigio” (NB: ¿alguien sería tan amable de definirme este sustantivo tan periodístico e indiscriminadamente utilizado?) no se encuentran debidamente representados en las estanterías.
No es indignación lo que corre por mis venas a modo de cuajarones sanguíneos (siento desesperanzar a todos aquellos que les gustaría que sufriese una trombosis…), simplemente busco respuestas a algo que se escapa de mi lógica (por cierto bastante somnolienta). No soy un enviado celeste, tampoco ansío mecenazgo alguno, ni mucho menos lamer algún que otro esfínter anal, pero si me gustaría concederle crédito, y algún que otro mérito, a un autor que considero no se encuentra en el lugar merecido dentro de la Literatura Infantil y Juvenil: Chris Van Allsburg.
Es curioso que un autor tan prolífico –véanse títulos suyos como El expreso polar, La escoba de la viuda, Jumanji, El naufragio del Céfiro y Los misterios del Señor Burdick, entre otros- esté tan pobremente representado sobre las baldas de nuestras bibliotecas y librerías. Y no sólo eso, sino que, por añadidura, sea tan poco leído. También es extraño que, inspirando tantas producciones cinematográficas homónimas, el público, desconozca por lo general, que todas estas películas están basadas en las obras de este autor.
Tengo una explicación bastante plausible a esta cuestión, pero la trataremos en sucesivos episodios.
Si tuviese que elegir alguno de sus títulos, me decantaría indudablemente por dos: Los misterios del Señor Burdick, con esas ilustraciones en blanco y negro que permiten desplegar las alas de la imaginación hasta cotas imposibles, y El expreso polar, que aunque cuenta una historia sencilla y tiene unas imágenes típicas del autor, tiene un final precioso, cargado de misterio y entrañable.
Y sí, Chris Van Allsburg es capaz de pintar olores en la arena, de ocultarse entre la acción y trazar las líneas de sus imágenes, de ser ese observador escurridizo que se apostilla en los rincones secretos de la historia para contárnosla con esencia y sin recargo.
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