Cuando hablo de lugares lejanos, de países por visitar, con esta gente manchega que me rodea, siempre sale a colación esa misteriosa atracción que sentimos los de aquí por los paisajes verdes y los frondosos bosques, por vergeles densos y desconocidos en los que escurre el agua de cada mata... Cuestión lógica, ya que los que nacemos en la meseta estamos más acostumbrados al justiciero sol que todo arrasa y a la tierra desgajada en gasones, en pocas palabras, al desierto en vez de a los edenes tropicales... Todo el mundo anhela lo que no tiene, ¿qué se le va a hacer…?
No nos ocurre así con el mar, esa línea infinita que se abre en cualquier puerto, que bordea cualquier playa... Nos gusta oír el mar, el rumor de las olas, tontear con la arena y la espuma,…, y poco más…
Esa inmensidad que a los hombres de montaña embriaga, la ingente cantidad de agua salada que apoca a muchos es el mismo océano con el que hemos vivido nuestra niñez de llanuras, el mismo horizonte pero con distinto color. Nuestra amplitud es la misma, nuestra vista, pareja, y la soledad, parecida. Hemos crecido en un mar de color pardo que la vista no alcanza a terminar, donde el agua es la tierra y las estelas de los barcos el polvo del camino. Por ello, mientras leía El mar y otras cosas de las que también me acuerdo, de Mónica Gutiérrez Serna (Thule Ediciones), sentí algo profundo, un poso de la infancia en el que me veía sobre la bicicleta, atravesando los campos de cebada en busca de la perra recién parida, recogiendo los nazarenos que brotaban en el camino… Esas han sido mis cañas de pescar, mis velas desplegadas.
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