Existen dos tipos de
padres. Aquellos que te topas cuando el verano roza su fin
y te regalan un gesto de reproche mientras exclaman “¡Qué morro
tienen los maestros! ¡Sin vacaciones que están...!” (algo que
obvio con la mejor de mis sonrisas y sigo mi camino hacia las últimas
tardes de piscina) y esos -los menos...- que con una mirada de
conmiseración, te dicen a media voz “Cómo os admiro... ¡Más
todavía cuando pienso que sólo aguanto a uno...!” (este tipo de
comentarios sientan mucho mejor y uno empieza a flotar henchido de
ego).
Lo cierto es que esto de
los críos cansa un rato, más si cabe cuando pierdes la costumbre.
Todavía recuerdo los comienzos en esta profesión. Griterío,
algarabía y ruido, mucho ruido, capaces de alterar el sistema
límbico de una tortuga. Si a ello añadimos que cada uno iba a su
bola (la chonarda de turno pintándose las uñas, un chulazo y sus
pavoneos de mandril, los embobaos asintiendo mientras no se enteraban
de nada y varios guacamayos cotorreando eran mi día a día), el resultado era el típico
telele de profesor primerizo.
Ahora mírenme, con un
poquito de alegría, cuatro estrategias para captar su atención (y
no precisamente las de César Bona, que tanto se tira el pisto...
Cada vez que a este mediático desertor de la tiza se le desata la
verborrea para vendernos sus libros, hiperventilo. Aprendo más
ìnnovación educativa con Ru Paul y sus drags que con este
cansalmas), un poco de orden y mucha -¡pero que mucha!- paciencia,
soy capaz de explicarles cómo funciona un microscopio o que
entiendan la deriva continental de Wegener.
A pesar de esta capacidad
de abstracción que desarrollamos padres, docentes y otros bichos
educadores, nunca viene mal un rato de desconexión, de silencio y
tranquilidad, que los nenes, tuyos o postizos (en el fondo soy un
sentimental), te pueden sacar de quicio. Este es el planteamiento que
sirve a Jill Murphy para crear su Cinco minutos de paz
(álbum recién publicado por Kalandraka en castellano pero con un dilatado éxito en el mundo anglosajón desde que se publicara en 1986) y ofrecer un ligero paréntesis a una madre elefante con la cabeza como un bombo por culpa de sus tres hijos. La
pregunta es: ¿Lo conseguirá?... No sé muy bien si este álbum
ilustrado es para hijos, para padres (N.B.: Como bien dice Esther
Rodrigo, hay libros que están pensados para agradar a los padres y
que de ahí salten a los hijos) o para toda la familia, pero el caso
es que es el fiel reflejo de una situación que se repite en todos
los hogares en los que viven esos locos bajitos.
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