Mientras mojaba un buen
trozo de bizcocho en la leche del tazón y deseaba ver cuanto antes el fin de los
madrugones (in)necesarios, mis ojos (o lo que quedaba de ellos),
alcanzaron a ver sobre la mesa Amor, un libro de Lowell A.
Siff, diseñado e ilustrado por Gian Berto Vanni que fue publicado el año
pasado por Niño Editor. Terminé el desayuno y como, aparte de
sentir las dichosas agujetas en los músculos intercostales, no tenía
cosa mejor que hacer durante la espera en la parada, cogí el libro y
me dispuse a leer... Contaba la historia de una niña que es abandonada por su familia de
una forma bastante sui géneris, algo que la obliga a dar con sus huesos en un
orfanato donde la soledad y la falta de cariño terminan por
hacer de ella una marginada.
Sí, era un panorama
demasiado triste para aquella mañana soleada, pero con la mirada perdida en el paisaje que atravesábamos, concluí que no me parecía en
absoluto ajena. Sólo tenía que remitirme a las aulas para constatar
que de ficción, casi nada.
Al igual que la protagonista, muchos
hijos y nietos de occidente nacen en el seno de familias bien
avenidas, ven cubiertas ¿todas? sus necesidades y caprichos. Están
expuestos al superpaternalismo en su primera infancia, profesionales
muy cualificados en materia de educación y medicina los atienden.
Natación, fútbol, violín, yoga, psicomotricidad, ludotecas,
bibliotecas... Lo tienen todo: primeras comuniones, fiestas de
cumpleaños por todo lo alto, regalos desorbitados, móvil y tablet de
última generación... Hasta que, de repente, todo cruje y se rompe.
Divorcios, quiebras económicas, problemas laborales o familiares provocan un
desmembramiento del entorno, el ensombrecimiento de los ánimos y
atenciones, y todas aquellas señales de "amor incondicional" se
tornan meras ficciones, convenciones evanescentes que nunca volverán.
Jugadas del destino que nos hacen preguntarnos: ¿Son esas formas
de amar? ¿Son una vía para la felicidad?
Hemos querido ver que el
amor y la felicidad se esconden tras las cosas banales de la vida, e
incluso algunos (tanto adultos, como niños, ¿cuál es la diferencia...?)
desconocen la forma de distinguir qué les hace sentirse queridos,
sentirse bien. A todos, pequeños y mayores, nos hacen felices las
mismas cosas... Charlar, reír, compartir momentos, decir lo que
pensamos y sentimos, un abrazo, e incluso discutir son vías para
lograr un estado anímico aceptable. Bromas, carcajadas limpias,
bailar, rozarse, gente que no conoces de nada con la que acabas teniendo una
conversación más que interesante, tontos de solemnidad que te dan ganas de matar, un amigo
que se pone a lloriquear... Sentir la compañía de los demás,
intercambiar con ellos un instante, hacerlo patrimonio transferible, es con
lo que verdaderamente nos sentimos vivos, humanos.
Podría aludir a un
sinfín de situaciones vividas en primera persona para ejemplificar
esta decadencia (me gusta llamarlo así aunque denote amarillismo),
pero dejando mi discurso aquí, les remito a Amor,
un título que a pesar de haber sido gestado en 1964, sigue
vigente a juzgar por los parecidos más que razonables entre la
rabiosa actualidad. Mientras que entonces este álbum de páginas
troqueladas poco tuvo que decir en un contexto en el que la
trascendencia de obras para niños con un trasfondo crítico era mínima (demasiado moderno para los tiempos que corrían, digo yo...), la
perspectiva con la que miramos esta historia hoy día es bastante
cercana, no sólo porque tenemos más asumido que el papel
desempeñado por la familia en la crianza de los hijos es más que
relevante, sino porque se nos olvida con mucha facilidad que el verbo
amar, como el verbo leer, no soporta el imperativo, ¿o sí?
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