Desde un lugar privilegiado (¿Ya han descubierto en
Instagram donde se halla el monstruo aquí firmante?), uno que me traslada a un
tiempo remoto en el que la televisión, internet y la mayor parte de los libros
que encuentran por estos lares no existían, creo necesario darle alas al
pasado, a la tradición, no sólo para mecerlos en este martes que nos augura el
comienzo de una semana otoñal (parece que la noche va refrescando), sino para conversar
con aquellos que fuimos y que no sé si volveremos a ser.
Ya sé que retornar al pasado no es un ejercicio que guste a
todos. Muchos se niegan a echar la vista atrás para verse reflejados en unos
días donde no existían las comodidades que disfrutamos en el presente, que
sería involucionar, pero el caso es que estos comportamientos, a priori
inofensivos, están condicionando nuestro modus vivendi, incluso en el ámbito de
la palabra y la lectura, lo que aquí nos ocupa.
Y es que a este curioso observador le resulta sorprendente,
casi alarmante, que, dentro de la adquisición de las destrezas lingüísticas en
las primeras edades, exista un analfabetismo (iba a decir desconocimiento, pero
me ha parecido un término bastante suave) manifiesto. En guarderías y aulas
infantiles se escuchan pocas canciones y menos trabalenguas. Los padres no
tienen ni puta idea de qué nanas son las mejores para acunar a sus hijos, desconocen
retahílas que se acompañen de juegos y otros quehaceres. Sin embargo viven
preocupadísimos por el bilingüismo o las competencias digitales. Se han
olvidado de que hablar -ya no digo leer y escribir- viene antes.
Rodeado de padres primerizos, constato a todas horas que mientras
ellos se dedican a encender los dispositivos móviles para entretener con vídeos
a sus vástagos, son los abuelos quienes, a través del habla y sus vericuetos,
se hacen cargo de abrirles las puertas al sitio de las palabras, a su cadencia
y musicalidad, a su acento y significado. Por un lado me alegro de que alguien
realice esta tarea tan necesaria, pero por otro no puedo evitar cierta congoja
al ver que muchos de esos progenitores brindan a otros, o peor todavía, a la
tecnología, esa hermosa relación, ese vínculo especial que germina cuando abrazas
con una canción de cuna a una criatura.
No se equivoquen. Los enteraos no les pedimos que se
dediquen de manera profesional al folclore, a recuperar leyendas y sones
tradicionales, sino que amplíen su catálogo verbo-lúdico a base de pequeños
gestos. No hace falta recorrer pueblos perdidos o bucear en enciclopédicas
bibliotecas, sólo basta con pedir prestados viejos cuentos, rimas y canciones. ¿A
quién? En su derredor tienen la respuesta.
Y si no la encuentran no se apuren, hoy les dejo unos
cuantos: frescos, sinceros, sencillos y delicados. Así son todos los cuentos de
fórmula que incluye Antonio Rubio en su 7
llaves de cuento, un librito ilustrado por Violeta Lópiz y editado por
Kalandraka que recomiendo una y otra vez desde que en 2009 viera la luz por
primera vez. Un breve pero más que nutritivo preludio para adentrarse en el
bosque del verbo, en la antesala de lo poético. Breves, estructurados,
perfectos. Así son estos ecos del tiempo. Sonoros, ágiles y cercanos. Para que
las palabras marquen el ritmo cardíaco. La razón por la que deben seguir
sonando.
1 comentario:
De acuerdo en todo lo expuesto. La importancia de la tradición oral, las rimas, la repetición, la cadencia y el arrullo de las palabras...Todo esto dejado de lado por algunos padres y maestros. Afortunadamente hay quienes las rescatan y aún las cuentan a sus alumnos, sus hijos, sus nietos y vuelven a vivir en ese espacio mágico de las historias donde todo es posible.
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