Apocalipsis, Armagedón…, llámenlo como quieran, pero el caso
es que la cosa está próxima. Y no me refiero a los EREs que vendrán (en lugar
de ferias tendremos millones de despidos y algunos se acordarán de lo que han
despotricado contra verbenas, miguelitos y tiovivos), ni a esos que se alegran
de que el turismo y la hostelería se hayan ido al garete (hay que ser muy malo,
muy psicópata o las dos cosas), ni a todos aquellos que se dedican a vigilar la
mascarilla del vecino (¡Y usted huele a cuco y yo no me quejo, cansino!) o a
vilipendiar a los jóvenes (¡Menos mal que siempre hay quinceañeros a los que
echarle la culpa…!). Tampoco aludo a los que se alegran de que aumenten los
contagios para justificar su actual modus vivendi (Desde aquí hago un
llamamiento al Colegio Oficial de Psicólogos para que abaraten sus honorarios),
ni a los políticos miserables (con estos solo hacen falta las clásicas
gillotinas), ni a unos medios de comunicación comprados para instaurar más
mentiras, el miedo colectivo y las más absurdas consignas. Nada de esto tiene
que ver con el fin del mundo.
A pesar de las conjeturas e hipótesis más variopintas, tengo
mi propia teoría. La hecatombe que todos andábamos esperando comenzó a
pergeñarse allá por marzo, cuando nos encerraron, no supimos que hacer sin
bares, sin gimnasios, sin colegios ni clubes de jubilados y empezamos a acudir
a los supermercados, desempolvamos los recetarios y conectamos con el Canal
Cocina. Nos hinchamos de patatas al montón, huevos fritos, de chorizos y
morcillas, de lomo de orza y ajo mataero. Le dimos bien al pan casero, el
bizcocho, la empanada y otros levados. Quicos, pipas, palomitas, aceitunas, pistachos
y anacardos amenizaron nuestros días. Las tajás de tocino y la tortilla
acompañaron las series de Netflix, y las cervezas y el vermú con sifón, las
videollamadas con los colegas. Sí señores, ahí es cuando empezó el desastre.
Hicimos lo posible por salvarnos, pero no hubo quien nos
parase: nos sigue chorreando la pringue y el chocolate. No hay quién nos menee
del sofá (menos todavía con estos calores), hemos empezado a olvidar lo que es
la posición vertical y sólo nos desplazamos, como las morsas. Ni CoVID-19 ni
leches, ese fue el principio del final. Y si no que se lo digan a la
protagonista de Llama destruye el mundo,
un libro de la pareja formada por Jonathan Stutzman y Heather Fox, publicada en
nuestro país por la editorial (siempre acertada) La casita roja.
Con gran sentido del humor, este álbum del sinsentido nos
invita a descubrir cómo es posible que en tan solo una semana, una llama (me
refiero al pariente del camello que llena el altiplano andino) sea capaz de
cargarse el mundo a base de hincharse a pasteles e intentar embutirse en unos
pantalones de baile un tanto pequeños.
Seguro que no encuentran por ningún lado la conexión
causa-efecto, pero les puedo asegurar que les va a encantar y les arrancará una
carcajada (que nos hace mucha falta), al tiempo que les hará pensar en la
evolución de su figura y cómo esta va a afectar a nuestro futuro, que les
recuerdo que para llorar, ya tenemos bastante. Así que cierren el pico, no sea
que provoquen otro cataclismo.
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