Por mucho que los profesores de ciencias intentemos
desterrar esa idea errónea del ser humano omnipotente que corona la cima de
la evolución, siempre hay algún listo en las redes sociales, ciertos gurús
mediáticos o montones de políticos hambrientos que deciden retomar la Scala Naturae aristotélica en sus
sermones dominicales y jodernos vivos a base de sobredosis de prepotencia.
Por si no lo sabían somos un atajo de inadaptados. No sólo
lo digo yo -ojito-, sino muchos otros. “Román, no te andes con sandeces. Tenemos cualidades
que ningún otro ser vivo tiene y que nos permiten realizar actividades como
andar erguidos, utilizar herramientas o desarrollar nuevas tecnologías. Hablamos,
aprendemos y memorizamos”. Sí, mi rey, estás en lo cierto, pero eso no quiere
decir que seamos los más adaptados, el summum evolutivo... Que hemos tenido un
éxito adaptativo, es cierto, pero que ese triunfo selectivo también pasa por
muchas trabas y lastres, también lo es.
A ver, nene, cavila un poquito… Ser bípedos está muy bien
pero también castiga nuestras lumbares. Tener un cerebro grande está fenomenal,
sobre todo para un hombre, porque las mujeres no piensan lo mismo cuando tienen
que dar a luz. ¿Has visto a un cordero recién nacido? Pues convendrás en que tampoco
podemos sobrevivir sin atenciones en la primera infancia. Y para no darte más
la murga sólo me queda decirte que la calefacción o los automóviles, a pesar de
ser un gran invento, da buena cuenta de que adaptamos el medio a nosotros (con
sus consecuencias añadidas), y no al revés.
Resumiendo, y echando mano del virus del año, no somos más
que otra especie insignificante en manos de una naturaleza caótica, generosa y
violenta. Y si no me creen, echen mano del último libro de Oliver Jeffers,
porque El destino de Fausto, una fábula dibujada por él y editada por Andana en nuestro país, da buena cuenta de la estulticia y
egocentrismo humanos.
Este álbum con formato de libro clásico narra la historia de
Fausto, un hombre que cree poseerlo todo y que se dispone a inspeccionar y
constatar de primera mano todo lo que es suyo. La flor, la oveja, el árbol, el
prado o el lago asienten a las palabras de Fausto, y si no reconocen que le
pertenecen, éste entra en cólera hasta que se sale con la suya. Todo cambia
cuando le llega el turno al ancho océano. Y no les cuento más porque esta parte tiene su chicha.
Sumerjámonos en los detalles un poco más… Por un lado el
nombre del protagonista recuerda al célebre Fausto
de Goethe, un hombre insatisfecho que necesita más y más. Por otro, Jeffers
parece querer establecer una comparativa entre su Fausto y el comportamiento
tiránico de los niños, unos que necesitan ser el centro de las atenciones y
utilizan con frecuencia el yo-mi-me-conmigo. Si por último leemos el inspirador
texto final de Kurt Vonnegut, nos topamos con esa vuelta de tuerca que enriquece el
relato desde lo veraz pero con cierto tono anecdótico y cercano. En definitiva, podemos decir que el
discurso es bastante completo y oscila entre la crítica al capitalismo, lo
absurdo de la propiedad privada referida a la naturaleza, y el triunfo del conformismo, tres líneas de pensamiento que nos puede recordar a
otras obras clásicas como El principito.
Centrándonos en el objeto libro podemos apuntar a unas
ilustraciones realizadas con técnica litográfica tradicional y una paleta de
color limitada (tierra, azul verdoso, amarillo y un simbólico rosa neón), así
como unas guardas jaspeadas de Jemma
Lewis cuyas tonalidades las hacen funcionar a modo de prólogo-epílogo. Además de
todo esto, hay que destacar una estructura que combina dobles páginas
ilustradas con otras meramente textuales, un recurso que además de invitar a la
pausa y el silencio, también indaga en la quietud y la expectación.
Sintetizando, un libro muy recomendable para cualquier humano
con un mínimo de autocrítica, que en este tiempo que corre, es algo más que
necesario.
P.S.: Se me olvidaba. Busquen un pequeño detalle en la
contraportada. Con Jeffers siempre hay lugar para lo hermoso.
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