Como parece que este curso la cosa va de medios de transporte (ya hemos hablado de hacer dedo y coger el taxi), hoy nos detenemos en el metro.
Desde que en 1863 fuera inaugurada la primera línea de metro del mundo en Londres, un sinfín de grandes capitales se han sumado a establecer sus propias redes de metro, una que cobran más sentido en las grandes ciudades. Nueva York, París, Ciudad de México o Madrid están surcadas de vías, generalmente subterráneas, por las que circulan trenes eléctricos que pasan con mucha frecuencia e intentan salvar medias distancias en pocos minutos.
Aunque es un medio de transporte bastante rápido y práctico (hay paradas por todos lados, visto uno, visto todos y es relativamente barato), debo confesar que no es de mis favoritos, por muchas razones. Te pasas el día bajando y subiendo escaleras (si te encuentras ascensores o escaleras mecánicas te puedes dar con un canto en los dientes), cada dos por tres cierran una parada o cortan una línea (justo la que más te interesa, ley de Murphy) por culpa de averías, obras de mantenimiento o ampliaciones. Los transbordos no son lo mío (bufff, me ponen negro…), sobre todo si tardas el mismo tiempo en ir de una línea a otra que lo que dura el trayecto. Lo peor que llevo es sentirme como las hormigas, los topos o las lombrices. No es nada pasarse buena parte del día bajo tierra. Entre los horarios laborales y esta manía de andar por el subsuelo, mucha gente no ve la luz del día y así pasa, que la vitamina D y la sonrisa brillan por su ausencia por nuestra manía de optimizar el tiempo.
Si tuviera que quedarme con algo bueno del metro sería, por un lado, el aprovechamiento del tiempo de espera (conciertos improvisados, pedigüeños, lectura o un sueñecito se pueden practicar mientras llegas a tu destino; aunque también es cierto que, desde que el teléfono móvil llegó a nuestras vidas, nada de esto parece una alternativa) y la tranquilidad que se te queda en el cuerpo conforme te acercas a la salida. ¡Menudo trajín! ¡Imagínense si tuvieran una parada de metro en mitad del salón…!
Eso es precisamente lo que le sucede a Jonathan, el protagonista del clásico de Robert Munsch y Michael Martchenko que recupera la editorial Cuatro Azules (quizá puedan dar con alguna edición antigua de la colección Altea Benjamín) para nuestro disfrute.
Jonathan y el metro (es un libro curioso, ya que por un lado se basa en un hecho argumental fantástico (pero no imposible), y por otro tiene bastante de subversivo. La historia empieza en una casa como los chorros del oro. La madre de Jonathan, una señora muy pulcra, se va a hacer unos recados y lo deja solo en casa, no sin avisarle antes de que, cuando regrese, espera encontrarse todo tan limpio como lo ha dejado. Transcurrido un rato, se abre la pared de la casa, aparece un tren del metro y una marabunta arrasa con todo lo que encuentra mientras busca la salida.
Todo se queda hecho un asco e incluso un señor se pone a dormir en el sofá de Jonathan. Cuando llega la madre y ve semejante estercolero, no da crédito a la historia que le cuenta su hijo ¡Cómo va a parar el metro en su casa! Mientras la madre está con el rapapolvo, se vuelve a abrir la pared y ella misma contempla con sus ojos que lo que ha contado Jonathan es verdad. Así, el niño, abandona su casa y se dirige al ayuntamiento para saber cómo ha llegado una parada de metro a su salón, encontrándose con una salida de tono por parte del señor alcalde que le invita a hablar con el señor que planea las líneas.
Con ilustraciones clásicas y mucho humor, nos adentramos en una historia que pone en tela de juicio al universo adulto y su (i)lógica, castigándolo una y otra vez. Primero, la incrédula de la madre que, como buena madre, achaca el desastre a su hijo y piensa que es un mentiroso, y segundo al señor alcalde, un político soberbio (esta parte no os la puedo contar porque tenéis que descubrirla por vosotros mismos).
2 comentarios:
Y también en el metro se puede leer este blog. Como voy haciendo ahora yo misma. ;-)
¡Se me había olvidado esa opción! ¡Espero que hayas disfrutado del metro en el metro, Miriam! ¡Un besote!
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