Todo el mundo se ha ido y yo me he quedado aquí. Cocinando, limpiando, planchando, paseando, escribiendo, dibujando y durmiendo. Hay muchas cosas por hacer en casa. También pienso en lo que podría haber hecho allí. Madrid, Palma de Mallorca, Logroño, Budapest, Nueva York o Shanghái. Pero por esta vez he decidido prescindir de barcos, aviones, trenes y autocares. Si alguien me hubiera ofrecido un periplo en autostop quizá me lo hubiera pensado…
Lo he hecho tan solo una vez en toda mi vida. Mi padre y yo nos enrolamos en una ruta senderista y tuvimos que abandonar antes de tiempo. Imaginen como estaba la comunicación por la Sierra del Segura en los primeros noventa. Yo dudaba de que alguien aceptara a llevarnos, pero él lo tenía muy claro: tener un crío al lado era el mejor pasaporte. Y así fue. Dos almas caritativas nos recogieron de la cuneta y pudimos recorrer buena parte del trayecto que nos separaba de casa.
Si ya fue difícil entonces, no me quiero hacer una idea de cómo estará el tema hoy día. A pesar de esa capa de solidaridad que lo envuelve todo, somos más suspicaces y desconfiados. Consideramos mucho los riesgos de viajar con desconocidos pero sin embargo no los tenemos muy en cuenta en otras circunstancias. Para comprobar que estoy en lo cierto, sólo tienen que ponerse a un lado de la carretera y mover el puño de un lado a otro con el pulgar señalando la dirección a la que quieren ir.
Dejando el lado peliagudo de las cosas, diré que viajar a dedo es lo máximo en aventura. Catas todo tipo de motores, descubres nuevas vidas y diferentes caminos. Te extrañas y te sorprendes, que eso, al fin y al cabo, es en lo que consiste el viaje.
Y si no quieren arriesgarse, aquí les dejo un libro bien salao que publicó Kalandraka hace unos meses pero que me encanta. Hacer dedo, un álbum de Guilherme Karsten empieza con un impaciente surfista que se lanza a la carretera en busca de una playa donde divertirse con su tabla. ¡Ups! Se topa con un submarinista haciendo dedo y lo lleva con él. En el próximo pueblo un superhéroe también hace autostop. ¡Para dentro! De esta forma el coche se va llenando de personajes muy variopintos.
Entre la retahíla, el juego de adición y mucho ritmo, este libro que tiene cierto parecido con el camarote de los hermanos Marx, es una lectura formidable para sacarte una sonrisa. Tiene tanto de loco, como de real. Y no solo en lo que se refiere al texto sino en unas ilustraciones con mucho desenfado que hurgan en multitud de detalles y en las diferentes actitudes y emociones de sus protagonistas.
Y allá van…
la niña asustada,
la policía espabilada,
el ladrón camuflado,
el caimán aburrido,
el héroe cansado,
el enamorado submarinista
y el enfadado surfista.
Guiños metaliterarios (una vez más, el tándem más conocido de los cuentos tradicionales aparece aquí), una ruptura del marco narrativo que imprime dinamismo y sorpresa (¿A quién no recoge el surfista?) y el inesperado -y abierto- final harán las delicias del lector. ¿Entonces, qué?¿Se animan a hacer dedo?
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