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jueves, 3 de diciembre de 2009

Enrevesados


Se habla, se comenta que, en los últimos tiempos, cada vez se hace más difícil toparse con personas que te comprendan instantáneamente, casi al cien por cien, tanto para un chascarrillo, como para hacer chirriar los muelles del catre... ¿Serán exigencias del guión o será el inconformismo que nos atrapa en un bucle de ensimismamiento…?
Aunque no suelo tener estos problemas, tampoco me veo exento de sorpresas: en ocasiones, yo también veo muertos… Líbreme el altísimo de pensar que no es asunto de mi incumbencia: lo es tanto, como de los que a mí se acercan.
El primer paso hacia la empatía, el conocimiento mutuo, es, obviamente, percatarse de los propios defectos. En la mayor parte de los casos, el previo autoanálisis nos puede evitar choques frontales (y alguno que otro lateral), por lo que es necesario un correcto punto de partida donde todas las partes involucradas sean conscientes de su “yo” interno. Pero no nos engañemos, cuestionarnos a nosotros mismos es el plato menos apetecible del menú. Véase mi caso. A bote pronto no encontraría fallo alguno en esta ingeniería de última generación que constituye mi persona, pero seguramente, en un alarde de autoevaluación, sería capaz de dedicarme los peores calificativos. ¿Qué quieren un ejemplo? Déjenme pensar… Enrevesado, soy enormemente enrevesado. Comprendo que nadie comprenda mis palabras o acciones a la primera de cambio, quedando muchos boquiabiertos ante semejante alarde de contrarias actitudes y enfrentados discursos. Si digo “a” quiero decir “m”, y si me refiero a “beta” significa que me decanto por “gamma”. Imagínense… Así que mejor no hablemos de mis sarcasmos… Ante ese “no hay quién te entienda”, gusto de esgrimir un “es preferible fiarte de mis actos que de mis palabras”. Por lo que no se asusten: si mientras les regalo una caricia me siento tentado por endosarles una locuaz ironía, quédense con la caricia.
Y para que sigan pensando en lo enrevesado de algunos elementos que pululamos por ahí, les dejo con el clásico básico de hoy, Inés del revés (obra de Anita Jeram, sí, la misma de Adivina cuánto te quiero), una ratoncita que es capaz de querer desorbitadamente pese a su rotunda negación.

lunes, 26 de enero de 2009

Avanzadilla primaveral

Para poder actualizar este espacio suelo urdir alguna que otra artimaña y robarle así unos minutos al paso del tiempo, por ello, si entre col y col plantamos una lechuga, entre títere y títere, un servidor redacta las noticias que pueblan este blog. Si a esta escasez de tiempo agregamos la crisis de fluidez literaria que padezco, les recomiendo que no esperen demasiado de este breve intento ensayístico (será mejor para la omnipresente sensación de decepción que asola nuestros corazones humanos). Esto de escribir, como todo, tiene su aquel, así que, sin más, discúlpenme. Y empezamos:
En la tarde de ayer, envuelto por el viento que recorre la pampa manchega y la ligera tibieza del sol, olía a primavera. Así es la memoria olfativa…: regresando viejos papeles, antiguas imágenes, que no contenta con devolverme el frescor primaveral, también trae a mí los perfumes de las últimas tardes de agosto, esas en las que ya huele a feria, a todas las ferias de la infancia…
La primavera lo inunda todo, desde los paseos, hasta los rincones más chiquitos, llenando los columpios, los colegios y hasta las bibliotecas. Así que, gracias a estas experiencias sensoriales, la recomendación (cómo no) de este lunes tranquilo huele a primavera (por lo menos para mí), pese a la cursilería que entrañan sus páginas.
Adivina cuánto te quiero, obra cumbre de Sam McBratney y Anita Jeram es el álbum ilustrado preferido por todas las madres (a veces también padres) de este país y parte del extranjero, o al menos eso es lo que afirman muchos libreros. La historia de estas dos liebres, la grande y la chica, enzarzadas en una discusión de considerable tamaño afectivo, además de haberse convertido en un excelente ejemplo de la afectividad paterno/materno-filial, sucede en una tarde primaveral de la campiña inglesa (imagino, que para eso tengo una protuberancia llamada “cabeza” entre ambos hombros), donde puede nacer cualquier cosa, desde el verdín hasta los sentimientos más puros.