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martes, 14 de noviembre de 2017

Pingoneo felino


Parece que se ha terminado el pingoneo, o eso es lo que dicen los termómetros. La caída temprana del sol (¡Dichoso cambio de hora!) y las primeras heladas del año nos empujan a cobijarnos en nuestras madrigueras. Por fin a llegado el otoño, frío pero seco (Que llueva, que llueva, la virgen de la cueva...), para quitarnos las ganas de terrazas y tardeo. Es de noche y no hay un alma por la calle... ¡Un momento! ¿Nadie? Bueno sí, esos gatos de la plaza, que siempre están rondando. De banco en banco, sigilosos acechando, hurgando entre la basura, con los vecinos ronroneando...


Ya saben de mi animadversión por los felinos, sobre todo por los de pequeño tamaño (un puma o un guepardo son otra cosa). Mamíferos impredecibles, territoriales e independientes (N.B.: ¿Será que somos iguales? He ahí la razón de mis miedos). Pero como la LIJ manda, hay que hacer frente a los propios mecanismos censores y abrir este lugar de monstruos a dos álbumes sobre gatos bastante parecidos en argumento, bastante diferentes en otros aspectos. Concretamente son El gato en la noche del genial Dahlov Ipcar (autor, tanto de este título publicado en 1969, como de Me gustan los animales y El huevo maravilloso, recientemente rescatados por Silonia al castellano) y Archibaldo, Oliver, Valentín, Paco, Recesvinto de mi admirada Katie Harnett (SM).


Ambos títulos se basan en el frecuente deambular callejero al que nos acostumbran estos animales. Saltando de un lado a otro, golismeando por todos lados. Sustos, sorpresas y algún que otro bufido, de esta puerta a aquella ventana... Vamos, que ellos, aburrirse poco. Mientras que unos, como el de Dahlov Ipcar, prefieren la oscuridad de la noche para adentrarse en los misterios del mundo y los quehaceres de sus iguales (NOTA: Les recomiendo pasarse por estos apuntes sobre la oscuridad en los libros infantiles), otros son más diurnos, fíjense en el de la Harnett, igual de zascandil que el primero pero con preferencias más humanas.


Es precisamente la ambientación de estas dos historias las que las hace muy diferentes. Mientras que la primera tiene un tono más serio, curioso, expectante y trascendental, la segunda rebosa distensión y desenfado. No es lo mismo ser un gato solitario y deambular por los campos en flor, los sembrados y todos los tejados, que ser dicharachero y zalamero, y visitar a todo el vecindario para recibir a cambio cualquier tipo de agasajo.


En el plano artístico decir que el trabajo de Ipcar sobresale por la utilización del color, gracias al que realza los contrastes y los detalles que se le presuponen a una historia de ambientación nocturna donde los contraluces y las siluetas dicen mucho, tánto que en ocasiones roza el libro informativo. Además, si prestamos atención a sus líneas sencillas y cargadas de expresividad, la narración adquiere un carácter emocionante, sobrio y sólido. Por contra, el trabajo de Harnett pertenece a una esfera más luminosa y actual, donde los ocres y beiges aportan calidez y tranquilidad a una historia emotiva y coral en la que el protagonista podría considerarse un vínculo metafórico sobre la amistad. Sus figuras desenfadadas, expresivas y con cierto aire a cómic, algo que se puede entrever en la composición de cada escena, también la hacen divertida y apta para todos los públicos.


No obstante y a pesar de las diferencias narrativas y artísticas que lucen estos dos libros, ambos se pueden adscribir a la esfera gatuna y sus peripecias, pertenezcan a quien pertenezcan y llámense como se llamen. Eso sí, ya saben que por mí, gatos, a sus ratones.


miércoles, 6 de abril de 2016

Querer ser mayor... querer ser pequeño...


El tiempo, ese bendito concepto que el Sistema Internacional mide en segundos (¡queridos instantes!) siempre nos ha traído de cabeza, más todavía cuando vamos entrando en años y las lumbares nos crujen de vez en cuando, se nos pinza el nervio ciatico y vamos menguando en estatura (R.B.-O los críos de ahora están emparentados con rusos, suecos y alemanes, o yo cada vez soy más retaco... S.G.- Será que han alcanzado el óptimo ecológico, non ti preocupare...).
Ya empiezo a recordar con nostalgia aquellos maravillosos años en los que uno no sabía lo que era el insomnio (yo creo que tengo el organismo un poco alterado con el revuelo primaveral y el cambio de horario), los días cundían más y había menos facturas que pagar. ¡Y pensar que hace un “momento” estaba deseando cumplir la mayoría de edad! Iluso de mí...


A pesar de ello, uno tiene que cuidarse, menear el cuerpo un par de días a la semana, mantenerse mentalmente activo, no caer en la desidia, untarse con alguna crema y sobre todo, comer con equilibrio y mesura (esto último lo practico poco). Hay que ser consciente de que mucha gente entrada en años no tiene minutos de asueto (ya saben: hijos, ancianos, trabajo, diferentes cargas personales...), pero yo les conmino a que busquen una hora al día (no hace falta mucho más), para darse un paseo, llenarse de energía y pensar que vida, sólo hay una.
No se apenen y caigan en la cuenta de que el tiempo es una paradoja y que, dependiendo de la esquina desde la que la contemplemos, nos puede parecer amable, generosa, cruel o impía... Y seguramente será cierto... En no-sé-qué-ocasión un señor supuestamente respetable, me dijo que los humanos medíamos el tiempo usando nuestra propia escala de vida. Así y de manera general: en los jóvenes el tiempo pasa más despacio porque la experiencia es menor, mientras que en las personas más talluditas corre a toda velocidad porque comparativamente, el tiempo transcurrido en su vida era mayor que el que les resta hasta el fin de sus días... En fin, ¡qué mal repartido está el mundo!


No obstante hay que decir que no entiendo porqué los chiquillos como el protagonista de Si yo fuera mayor... de Éva Janikovszky (texto) y László Réber (ilustraciones), un álbum ilustrado de 1965, todavía vigente y editado por Silonia, están empeñados en echarse años en el lomo... Entiendo que, como bien se apunta en el texto, las convenciones sociales nos impiden hacer ciertas cosas o tomar decisiones propias cuando somo unos mengajos, pero creo que es razón insuficiente para justificar la vejez, más teniendo en cuenta lo que cuesta quitarse los lustros de la chepa. En fin, cosas de niños... y no tan niños.


jueves, 14 de mayo de 2015

Flores, plantas y ¡primavera!


Aunque están acostumbrados a verme deambular entre libros, muchos de ustedes no sabrán que otra de mis pasiones es todo lo relativo al mundo de las plantas. Botánico de formación y de vez en cuando por afición, gusto del mundo de la clorofila y la fotosíntesis, ese que agrupa al Reino Plantae (ya saben que adoramos las lenguas muertas) y que nos provee de la mayor parte de los recursos con los que subsistir (den buena cuenta de sus sábanas y el algodón que las teje, de las láminas de madera sobre las que dormimos, de los cereales del desayuno, del café de media mañana, de todas las verduras, legumbres y frutas que componen nuestra dieta, de los muebles que otrora eran robles, cerezos y árboles exóticos, del caucho sobre el que se desplazan nuestros automóviles… ¡Nuestra vida está llena de plantas!).


Seguramente algunos prefieren la faceta más estética de nuestras verdes amigas a base de parterres, bonsáis, arreglos florales e ikebanas (¡estos orientales siempre tan contemplativos!), mientras otros se decantan por una orientación más científica de sus pasiones, esa que trata de la taxonomía, la vegetación, la biorremediación, la evolución de estos seres vivos o sus aplicaciones dentro de los campos de la farmacia o los materiales biodegradables, tan de moda hoy día, pero tampoco nos olvidemos de que hay muchos que aborrecen las plantas, no las quieren ver ni en pintura, ni mucho menos en sus balcones, terrazas y salones (estarán al tanto de que no deben habitar dormitorios ni otros lugares en los que soñar) a tenor de la gran cantidad de bichos que atraen, la de hojarasca que producen (supongo que hay gente muy limpia a la que le gusta comer en el suelo…) y la esclavitud que supone el tener que regarlas con cierta frecuencia (ya saben que hacerse cargo de cualquier “mascota” –quietas o no- supone cierta responsabilidad para con ellas…).


Aunque soy un poco maniático a la hora de recibir flores como regalo (las prefiero enraizadas y en maceta para que perduren a lo largo del tiempo), me encanta disfrutarlas en plenas facultades vitales (ya saben que estamos acostumbrados a verlas en los cementerios, sobre las tumbas y en las habitaciones de los hospitales). Olerlas y tocarlas es un placer, pero sin duda, el poder mirarlas a lo largo del tiempo es la razón por la que muchos artistas han intentado captar su belleza, encerrar sus líneas en la quietud infinita… Paisajes, bodegones y naturalezas muertas son toda una suerte de representaciones botánicas que nos acercan a nuestro entorno y nos ayudan a valorarlo convenientemente, unas premisas que han llevado a la nipona (¡Otra! ¡Qué creativa es esta gente!) Sachiko Umoto a crear un libro para aprender a dibujar a estos seres verdes  titulado Plantas y pequeñas criaturas (Nota: también tiene otro muy zoológico llamado Animalitos) que ha editado en castellano la editorial madrileña Silonia para deleite de los más pequeños y que sin duda constituye un regalo primaveral inmejorable, sea usted alérgico, amante de la flora ibérica o vegano.