Parece que se ha
terminado el pingoneo, o eso es lo que dicen los termómetros. La
caída temprana del sol (¡Dichoso cambio de hora!) y las primeras
heladas del año nos empujan a cobijarnos en nuestras madrigueras.
Por fin a llegado el otoño, frío pero seco (Que llueva, que llueva,
la virgen de la cueva...), para quitarnos las ganas de terrazas y
tardeo. Es de noche y no hay un alma por la calle... ¡Un momento!
¿Nadie? Bueno sí, esos gatos de la plaza, que siempre están
rondando. De banco en banco, sigilosos
acechando, hurgando entre la basura, con los vecinos ronroneando...
Ya
saben de mi animadversión por los felinos, sobre todo por los de
pequeño tamaño (un puma o un guepardo son otra cosa). Mamíferos
impredecibles, territoriales e independientes (N.B.: ¿Será que
somos iguales? He ahí la razón de mis miedos). Pero como la LIJ
manda, hay que hacer frente a los propios mecanismos censores y abrir
este lugar de monstruos a dos álbumes sobre gatos bastante parecidos
en argumento, bastante diferentes en otros aspectos. Concretamente
son El gato en la noche del genial Dahlov Ipcar (autor, tanto de este título publicado en 1969, como de Me gustan los animales y El huevo maravilloso, recientemente rescatados por Silonia al castellano) y
Archibaldo, Oliver, Valentín, Paco, Recesvinto de mi admirada
Katie Harnett (SM).
Ambos títulos se basan
en el frecuente deambular callejero al que nos acostumbran estos
animales. Saltando de un lado a otro, golismeando por todos lados.
Sustos, sorpresas y algún que otro bufido, de esta puerta a aquella
ventana... Vamos, que ellos, aburrirse poco. Mientras que unos, como el
de Dahlov Ipcar, prefieren la oscuridad de la noche para adentrarse
en los misterios del mundo y los quehaceres de sus iguales (NOTA: Les recomiendo
pasarse por estos apuntes sobre la oscuridad en los libros infantiles), otros son más diurnos, fíjense en el de la Harnett,
igual de zascandil que el primero pero con preferencias más humanas.
Es precisamente la
ambientación de estas dos historias las que las hace muy diferentes.
Mientras que la primera tiene un tono más serio, curioso, expectante y
trascendental, la segunda rebosa distensión y desenfado. No es lo
mismo ser un gato solitario y deambular por los campos en flor, los sembrados y todos los tejados, que
ser dicharachero y zalamero, y visitar a todo el vecindario para
recibir a cambio cualquier tipo de agasajo.
En el plano artístico
decir que el trabajo de Ipcar sobresale por la utilización del
color, gracias al que realza los contrastes y los detalles que se le
presuponen a una historia de ambientación nocturna donde los
contraluces y las siluetas dicen mucho, tánto que en ocasiones roza el libro informativo. Además, si prestamos
atención a sus líneas sencillas y cargadas de expresividad, la
narración adquiere un carácter emocionante, sobrio y sólido. Por
contra, el trabajo de Harnett pertenece a una esfera más luminosa y
actual, donde los ocres y beiges aportan calidez y tranquilidad a una
historia emotiva y coral en la que el protagonista podría
considerarse un vínculo metafórico sobre la amistad. Sus figuras
desenfadadas, expresivas y con cierto aire a cómic, algo que se
puede entrever en la composición de cada escena, también la hacen
divertida y apta para todos los públicos.
No obstante y a pesar de
las diferencias narrativas y artísticas que lucen estos dos libros,
ambos se pueden adscribir a la esfera gatuna y sus peripecias,
pertenezcan a quien pertenezcan y llámense como se llamen. Eso sí,
ya saben que por mí, gatos, a sus ratones.
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