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martes, 27 de junio de 2023

Jóvenes y fachas


Con las elecciones generales a la vuelta de la esquina, los medios de comunicación (¿Alguna vez fueron neutrales?) comienzan a lanzar sus consignas para que sus respectivos partidos se hagan con el pastel. Entre los mensajes con los que nos bombardean estos días me ha llamado mucho la atención las noticias que se refieren al aumento del llamado sentimiento ultraderechista entre los jóvenes de nuestro país, y con una clara intención de voto hacía partidos como Vox.


En mi opinión, y en contra de lo que muchos medios afirman, nada tiene que ver con TikTok o con que los candidatos electos de estos partidos se estén adueñando de las concejalías y consejerías de educación. Lo primero porque esos puestos son los que no quiere nadie (Poca pasta con la que especular y prevaricar: olvídate), y lo segundo, porque el ámbito educativo está gobernado por la secta del progresismo más recalcitrante y no hay quien meta mano en ella.
Los que chupamos pizarra lo tenemos claro: los jóvenes se acercan cada vez más a la derecha, pero por motivos a los que muchos colegas llevamos apuntando cierto tiempo y que no pocas veces he traído a esta casa de monstruos (ver AQUÍ y AQUÍ algunos ejemplos).


Antes de empezar con el desguace, les diré que este no es un hecho aislado, sino que se correlaciona con la tendencia que se observa en países como Alemania, Francia, República Checa, Hungría o Italia. Por esto, debemos suponer que la Unión Europea ha propiciado un situación favorable gracias a las políticas económicas y sociales que se están llevando a cabo durante los últimos años. No obstante, cada país tiene sus peculiaridades y el nuestro no iba a ser menos…


En primer lugar, debemos referirnos al contexto histórico. Si bien es cierto que podríamos hablar de montones de situaciones, me centraré en dos hechos más o menos recientes: el fiasco de la izquierda y el sentimiento patriótico.
Hasta los más anclados en el comunismo se han visto defraudados por unas políticas que nada tienen que ver con aquel llamado espíritu del 15M en el que, echando mano de pensadores como Zygmunt Bauman, nos vendieron como cuña publicitaria la revolución social y otras falacias. Si tenemos en cuenta que aquello sucedió hace 12 años, los adolescentes de hoy día han sido los espectadores del ascenso al poder de esos salvadores y su posterior cataclismo a consecuencia de otro proceso de corrupción más que sufre cualquier partido político con el paso del tiempo. Desencanto, llámenlo desencanto.
Por otro lado, hay que tener en cuenta que la selección española ganó el mundial de fútbol en 2010. Y por mucho que a algunos nos resbale el deporte rey, fue la primera vez en décadas que el fervor por la nación recorrió todo el país, un hecho histórico que marcó a toda una generación de niños embelesados por un espíritu triunfalista donde el orgullo, la base de muchos movimientos como el LGTBI, era el santo y seña. Fue entonces y solo entonces, cuando la bandera, emblema que había caído en desuso y olvido, se recupera y reinstala en una sociedad que ya no se embebe de los prejuicios pasados.
Aunque estos dos hechos pueden parecer una solemne estupidez para analistas y tertulianos que todo lo solucionan con el desempleo y la falta de oportunidades, lo que esta claro es que los jóvenes no se mueven por los intereses creados del mundo adulto, son más viscerales y pasionales, entienden el mundo desde escalas de valores más básicos, aunque igualmente profundos. Aplauden la autenticidad y castigan la hipocresía.


El segundo aspecto que debemos tratar es la acción-reacción. Teniendo en cuenta, y como ya he dicho, la omnipresencia de los discursos y programas progres en el ámbito educativo, las aulas se llenan de perspectiva de género, #blacklivesmatter y cambio climático. 
Esto no ha cambiado desde tiempos inmemoriales en nuestro país (hace más de 20 años que yo abandoné el pupitre y ya entonces era igual) y los jóvenes de hoy día, unos que toman más distancia de la política (para bien o para mal) gracias a un modus vivendi donde redes sociales, individualismo y capitalismo son su credo, optan por desligarse de un discurso donde no se ven incluidos ni representados. Algo que recuerda al Get woke, go broke que ha diezmado las ganancias de compañías como Disney o Budweiser a cuenta de la corrección política.
Mujeres, negros, chinos, transexuales, discapacitados, pobres y huérfanos conviven en las aulas de uno u otro modo y no perciben esos muros que se esgrimen desde el poder para la división social. Ellos ven otro catequismo más. El mismo que otrora esgrimían la sección femenina y las JONS, es leído actualmente por hipster de capa caída que se debaten entre Sabina, Rosalía y Amazon.


Por último, hay que hacer hincapié en lo reaccionario. Los jóvenes viven enfrentados a las normas impuestas por sus padres, en particular, y por el universo adulto, en general. Rebeldes e insumisos, los teenagers siempre han ido en contra de los dictados de sus progenitores y profesores.
Pósteres del Che, tatuajes, septum o peinados mohicanos han sido el fruto de una naturaleza contestataria a ese conservadurismo adulto que hace décadas representaba el crucifijo y hoy se fundamenta en el arco iris. Es algo visceral, cuasi instintivo que invita a imponer un nuevo orden, el suyo.
Si buscan un símil en el ecosistema adulto, ahí tienen las agencias de verificación de datos que tanto proliferaron durante la pandemia para amordazar a ciertos sectores y blanquear el relato que interesaba a las altas esferas. Y así les fue…


Por todo ello y desde esta reflexión, deberíamos plantearnos si ese bombardeo temático por el que abogan muchos sectores de la LIJ progre y bienhechora que tanto nos quiere, ayuda al cambio social, o si, por el contrario, genera el efecto diametralmente opuesto en unos lectores que se debaten entre su verdad y lo políticamente correcto. 
Teniendo en cuenta que las reglas del juego están cambiando y ciertos partidos ofrecen propuestas mesiánicas renovadas, urge considerar cuestiones como esta, dejarse de credos buenistas y otros mantras para evitar que nuestros lectores pierdan ese espíritu crítico del que tanto hablamos todos.

*    *    *    *    *

Todas las imágenes que acompañan a esta entrada son obra de Ephraim Rubenstein y pertenecen, concretamente, a su serie Used and Discarded Books.

martes, 4 de enero de 2022

J. K. Rowling o rebota, rebota, y en tu culo explota


Como he pasado tantos días incrustado en el sofá, me he mantenido al tanto de todas vuestras miserias gracias a las redes sociales. Entre las penas que os afligen me he topado con la polémica suscitada por la casi total ausencia de J. K. Rowling en el especial de Harry Potter emitido estos días con motivo de los 20 años del estreno de la primera película de su versión cinematográfica. Tan solo 30 segundos apareció esta mujer en pantalla, el cenit de la censura impuesta por HBO y Warner Bros a consecuencia de que hace unos meses, la autora se hiciera eco en Twitter de un artículo que hacía referencia a las mujeres con el término “personas que menstrúan”. Instantáneamente los colectivos transexuales se abalanzaron a su pescuezo y, apoyados por los palmeros de turno, liaron la de San Quintín. Tanto, que una de las que fuera abanderada de la llamada causa feminista ha recibido amenazas de muerte como para empapelar su casa.


Dejando a un lado los dimes y diretes de los actores, me uno al circo (para una vez que la cosa tiene que ver con la llamada Literatura Infantil, no puedo hacer menos) y echo más leña a la hoguera de estas vanidades. 
La verdad es que me importa muy poco lo que opine esta señora, y me preocupa menos todavía que la saquen o no en el citado especial (Seguramente haya accedido muy gustosa teniendo en cuenta el negocio que se ha montado. A nadie se le ocurre perder 1200 millones de dólares de su cuenta corriente por una torpeza). Lo que sí me preocupa es el nivel de la peña, máxime teniendo en cuenta que la inmensa mayoría de quienes entran al trapo en estos asuntos tienen menos de 35 palos.


A mí, que siempre me han enseñado a buscarme las castañas por cuenta propia, que, como a mucha gente, no me han regalado nada, y que he aguantado carros y carretas, todas estas gilipolleces son como recibir una patada en el hígado. Las llamadas minorías, otro instrumento más de una ingeniería social que solo intenta dividir a la ciudadanía en facciones y continuar perpetrando esos juegos del hambre en los que se ha convertido occidente, me dan mucha pereza. Ese macro-negocio donde la moral ha quedado distorsionada por ismos, pandemias y complejos, y donde el supuesto bienestar se alcanza gracias a la pérdida de libertades, es sencillamente asqueroso.


Yo no me las he tragado dobladas para que estos niñatos que usan el teléfono móvil desde que maman y a los que nadie ha enseñado a gestionar su vida para vivir sumisos a los dictámenes del sobreprotector y omnipresente papá Estado, me tengan sometido a sus caprichos de púberes mimados, mantenidos y lobotomizados. No. Necesitamos ciudadanos maduros que sepan pensar por sí mismos, que dejen de parafrasear discursos de televisiones, psicólogos y asistentes sociales, que dejen de clamar censura y venganza, y, sobre todo, que aprendan a respetar a todo el mundo. A los antivacunas, a los transexuales, a las amas de casa, a los negros, a los de derechas y a los de izquierdas. Yo no quiero vivir en la dictadura de lo políticamente correcto ni haciendo uso de sus artimañas ni censuras (aquí un artículo extenso sobre este tema). Me apetece decir, oír y leer lo que quiera. No necesito cortapisas, ni que me arrullen con cantinelas inertes para vivir en un mundo de fruta escarchada. Necesito animación, disensión, un poquito de guerra, pero nunca que me impongan una ideología creada ad hoc y que me recuerda a ese “anillo para gobernarlos a todos, para atraerlos a todos y atarlos en las tinieblas”... 
Y el que quiera una vida de color de rosa, que se meta en una burbuja que probablemente, y ni aun así, se librará de los sinsabores de este mundo.


¡Ah! Y querida, J. K. Rowling: aunque te hayan dado de ostias, sé que tú eres una tipa lista y rápidamente le darás la vuelta a la tortilla. No voy a negar que siento una pizca de satisfacción al saber que te has llevado un rapapolvo, ya que tú, con tu (para)literatura -una que otrora consumí como lector y espectador-, has contribuido en parte a crear este mundo buenista y absurdo. Así que, como dicen en mi pueblo, donde las dan, las toman. Creo que ha llegado el momento de hincharte con tu propia medicina.


*N.B.: Todas las ilustraciones son obra de Jim Kay y pertenecen a las ediciones ilustradas de los libros de Harry Potter que edita en nuestro país Salamandra.

jueves, 19 de noviembre de 2020

El discurso literario en la Literatura Infantil


Seguramente muchos de ustedes se preguntan de dónde saco las ideas para estas reseñas tan sui generis mías. Que cómo pijo relaciono la subida bursátil con un álbum sobre los virus o qué tiene que ver un libro sobre la belleza con el programa televisivo de moda. Lo cierto es que programo poco, hago muchas asociaciones de ideas y tiro de creatividad. Es lo que yo llamo desbordar el discurso literario, es decir, leerlo a mi manera. Si de paso les lanzo a modo de proyectil una buena cantidad de libros y que ustedes agarran alguno al vuelo, dos veces bueno. 
Estando en estas, La Bea, alma mater de Va de cuentos, una asociación alicantina con mucho tirón, me llama y me dice que si estoy interesado en participar como ponente en el II Congreso online de creatividad y literatura infantil. Yo, que soy muy golismero y bien agradecido le contesto que sí, que cuenten conmigo. Que allí estaré hablando de libros. “¿Y qué tema propones?” me dice. A lo que yo respondo que una clase de cocina. “Sí, no pongas esa jeta, que los libros tienen más sabores que lectores. Y tanto los buenos mediadores, como los buenos cocineros, además de los clásicos pucheros, los platos resultones y alguna que otra receta exótica, tienen que saber sazonar y acompañar convenientemente la historia, que si no, el comensal llena el buche pero no aprende a disfrutar de lo que come.” “¿Y cómo lo llamamos, julai?” “¿Cueces o enriqueces? El discurso literario en la LIJ” “Perfecto, entonces”
La cosa se desarrolló tal y como se esperaba y yo dividí mi participación en dos partes, una primera donde exponía el marco teórico y otra posterior donde daba alas a lo práctico. Como soy buen amo de casa y aprovecho mi trabajo como se me antoja, he decidido traerles esa contextualización previa, pues si bien es cierto que a lo largo de todos estos años he hilado disquisiciones sobre política y LIJ, utilitarismo en los libros para niños, libros de valores, censura y literatura infantil, emociones y más emociones, feminismo y otros ismos en los álbumes ilustrados, nunca había establecido un punto de partida desde el que mirar todas ellas. He aquí un buen comienzo que pueden leer desde ya. 



El discurso literario, una breve aproximación. 

Grosso modo y sin querer meterme en barrizales semióticos de los que no pueda salir, el discurso consiste en generar ideas a partir de otras ideas, una cosa que sucede en muchos ámbitos de nuestro existir, pero que suele adscribirse al medio cultural, más concretamente al del arte. Teniendo en cuenta que para expresar una idea se utilizan diferentes tipos de vías y lenguajes, podemos adscribir el discurso al lenguaje musical, al lenguaje gráfico o el lenguaje textual. Si además tenemos en cuenta el soporte y medio sobre el que queda reflejado, podemos concretar más el tipo de discurso. Es así como nace el discurso literario. 
Refiriéndome siempre a la literatura de ficción, el discurso literario es un acto en el que se desarrolla las probabilidades que tiene el lenguaje, bien textual, bien en imágenes (como bien saben, la realidad del álbum pisa fuerte en estos tiempos). En ese encuentro, el locutor, generalmente llamado autor, es la voz que pone sobre la mesa de juego -en este caso en el libro- una serie de instrumentos a partir de los cuales el lector creará una idea. Es decir, el discurso es una propiedad emergente que surge de la interacción de muchos elementos que, engranados, trabajan en pro de un mensaje más o menos complejo que generalmente entraña belleza en fondo y forma. 
Si además tenemos en cuenta que ese libro queda enmarcado en un contexto mucho más amplio (sociológico, cultural, histórico…), el discurso adquiere una complejidad notable y se suele decir que como tal, está articulado sobre unos planos discursivos, que suelen agruparse en tres categorías: el plano lingüístico, el plano estético y el plano social. 
Por todas estas razones, a lo largo de la historia de la literatura han existido diferentes escuelas que se han centrado en el estudio del discurso literario, como los formalistas y los estructuralistas. Mientras la llamada escuela rusa, con Shklovski a la cabeza, se centra en el concepto de literariedad y el pensamiento social y cultural, los estructuralistas como Genette defienden que la literatura no se desvía del plano coloquial y es capaz de producir el mismo efecto que la lengua culta. 
Y hasta aquí, una parte de teoría académica. 



¿Tiene la literatura infantil un discurso propio? 

Aunque es una pregunta difícil de responder debido a la controversia y debate que por sí solo genera el término “literatura infantil”, me meteré un poco en harina.
Mientras algunos autores como Carmen Bravo Villasante y Juan Cervera apelan a la tradición histórica y el marco teórico que genera el corpus de obras dirigido a la infancia para defender ese discurso, otros como Lolo Rico o Rafael Sánchez Ferlosio apuntan a elementos como la carencia estética, el persistente discurso moral, el carácter comercial o la adaptación de gran cantidad de obras, para poner en tela de juicio ese discurso literario presupuesto a los libros para niños. 
Además de muchas otras teclas, en todo esto de la LIJ interviene un concepto de base que los estudiosos llaman el "lector implícito", ese lector al que se dirige un mensaje y que, a priori, es quien legitima la voz del autor, y que en el caso que nos ocupa es el niño lector. Entonces ¿puede extenderse la producción literaria infantil al lector adulto? ¿Es capaz el niño de rellenar los huecos de los libros para adultos? Piensen en ello y me van contando en los comentarios.
A mi juicio, este debate quizá podría buscar soluciones echando mano del concepto de discurso que subyace bajo el binomio "literatura-paraliteratura (traducido para el vulgo como "buena literatura-literatura regulera") y hacerlo extensivo a los tres tipos de categorías que define Juan Cervera en la llamada LIJ: la literatura ganada (literatura), la literatura creada para los niños (literatura vs. paraliteratura) y la literatura instrumentalizada (paraliteratura). 
Si al mismo tiempo metemos en la batidora este tándem literario-paraliterario con las denominadas tesis liberal y tesis dirigista, la cosa se complica aún más. Mientras que la liberal parte de la condición independiente de toda literatura y nos dice la literatura infantil no existe y que el lector elige la que desea leer (independientemente de su buena o mala calidad), la tesis dirigista aboga por una literatura específica para los niños que entrañaría manipulación e instrumentalización de ese corpus de obras. 
Ahí les dejo con este debate por si se animan a darle al coco. 



¿Cómo generan el discurso los lectores infantiles? 

En cualquier lector, el acceso y la construcción al discurso depende de una serie de estrategias cognitivas, la llamada “inteligencia”, un denominador común que a su vez se divide en diferentes categorías como la matemática, la lógico-deductiva o la emocional, todas ellas con diferentes grados de adquisición y desarrollo para cada individuo y que además se relacionan entre sí. Si bien es cierto que el niño elabora el discurso literario de manera bastante parecida a la de un adulto, hay que apuntar a las diferencias y particularidades cognitivas (no tanto limitaciones) de los lectores en formación, sobre todo en lo que se refiere al plano lingüístico del discurso. En cuanto al estético o social, hay que recordar que el lector infantil también vive en el mundo, se rodea de unas circunstancias similares a los adultos (como colectivo, no como individuo), y adecua su mirada en base a los estímulos recibidos e integrados.
Además de estos procesos cognitivos quiero llamar la atención aquí sobre otros elementos que intervienen de manera directa en ese constructo. En primer lugar, la llamada "suspensión de la incredulidad", un término del que ya hablé AQUÍ y que podríamos resumir como el proceso mediante el cual el lector toma como real lo fantástico. Aunque se puede hacer extensiva a cualquier lector, este proceso es mucho más patente en el niño, ya que adscribe sus procesos cognitivos a una parcela menos encorsetada de la realidad. 
Y en segundo lugar hacer referencia a la creatividad. Si bien es cierto que las dos premisas anteriores son inherentes a todos los lectores independientemente de su edad, quizá este sea el ámbito que más diferencia a niños de adultos, pues el niño lector, uno que vive ajeno a la serie de normas que rigen la sociedad entendida desde un prisma global, inserta espontaneidad e imaginación en la construcción de los discursos, incluido el literario. Si además tenemos en cuenta que este hecho tiene su máximo exponente en el juego, debemos entender lo lúdico como herramienta diferenciadora y generatriz en el discurso de la literatura infantil de ficción. 



Manipular y silenciar el discurso en la LIJ 

Teniendo en cuenta que el lector infantil es un lector en formación, lo deseable sería que el discurso literario infantil fuera plural y no sesgado, pero la realidad es otra amén de la actitud del universo adulto. Esto sucede, a mi juicio, por dos razones. 
Primero hay que atender a lo que me he permitido denominar la “paradoja de la fragilidad” y en la que podemos encontrar dos facetas bastante definidas. Por un lado, y teniendo en cuenta los procesos intelectuales que llevan hasta el discurso y a los que nos hemos referido en el anterior epígrafe, el universo adulto (representado por padres o autores), presupone que están menos desarrolladas en el lector infantil, es decir, el niño tiene una carencia en las destrezas cognitivas, algo que justifica el difícil acceso al discurso literario propiamente dicho y desemboca en reduccionismo, sesgo y manipulación de la propia obra cultural. 
Por otro lado esto no es exclusivo de la ficción dirigida a los niños, pues también sucede en la literatura orientada a jóvenes y adultos, sobre todo durante el último siglo en el que se afianzan las sociedades occidentales posmodernas, insatisfechas y cautivas, llenas de individuos sensibles, vulnerables y lábiles que exigen productos que, además de salvaguardar sus necesidades, los defiendan de la vida. 
He aquí otra visión de la citada paradoja, una en la que el cobarde se cree valiente en un ecosistema literario donde abundan las complacencias, las cortapisas y los ismos de la corrección que han traído a las librerías la literatura feminista, la “queer” o la “black literature” pretendiendo invalidar y/o silenciar los reflejos incómodos que libros como La recta y el punto proyectan. 
Y precisamente es en el contexto de esta paradoja donde cabría preguntarse ¿Quiénes son frágiles, los niños o los adultos? Solo les recuerdo que los primeros hace décadas que se adueñaron de La isla del tesoro, de Robinson Crusoe o de Alicia en el país de las maravillas, obras maestras de la literatura adulta. Saquen ustedes sus propias conjeturas… 
En segundo lugar y además de la ya citada paradoja, hay que referirse a lo que algunos autores denominan "intencionalidad discursiva", una característica inherente a cada esquema discursivo que tanto el contexto cultural, como el industrial, establecen para un repertorio. En el caso de las obras infantiles, esa intencionalidad discursiva puede ser doble, pues -y volviendo a la clasificación de Juan Cervera- mientras la literatura ganada incluye voces que pueden generar discursos muy diversos y diametralmente opuestos en diferentes lectores, en la literatura creada para niños y en la literatura instrumentalizada no ocurre así. Como su propio nombre indica, aligeran o prescinden de las voces, limitando y centrando un discurso que limita el campo de visión y optimiza la mirada (vemos con más claridad una parte, pero no el todo). 
Si bien es cierto que esto ocurre desde que la literatura es literatura, más todavía en la infantil, una en la que ha cundido la pedagogía escolar y religiosa, los esquemas discursivos empiezan a estar cada vez más definidos en las obras para niños y quedan todavía más restringidos a ciertos planos, algo que está llegando a su cenit durante los últimos años con el didactismo emocional y político, piedras angulares para terminar de robotizar a las nuevas generaciones en pro de los intereses adultos creados, el compromiso mal entendido y, sobre todo, la propaganda. 



¿Y tú? ¿Cueces o enriqueces? Un apunte para los mediadores de lectura 

Si algo me queda claro de todos estos años como observador del ecosistema lector es que la mayor parte de las actividades de mediación de lectura que se realizan a lo largo y ancho del orbe no contribuyen al desarrollo del discurso literario. En otras palabras, los mediadores no propiciamos ese encuentro entre lector y lectura, ese ejercicio reflexivo que parte de un diálogo con nosotros mismos y un producto cultural que es el libro. 
Acostumbrados a participar de la obviedad argumental, muchas veces nos dejamos elementos importantes por el camino. Damos vueltas y vueltas sobre el tema que supuestamente hemos elegido para inculcar la lectura, pero nos olvidamos de que los lectores somos más que eso: un cúmulo de circunstancias que no sólo buscamos recocer los grandes temas existencialistas o el ismo de moda, sino enriquecer nuestro universo propio con algo más. 
No es una cuestión de culpas ni mucho menos de malas intenciones. En sí misma, la mediación lectora ya es un acto generoso para con el libro y los demás, pero sí deberíamos empezar a preguntarnos si además de seleccionar lecturas libres (punto que traté en su día AQUÍ), deberíamos participar en eso que llamamos el desbordamiento discursivo, es decir, dejar que los lectores participen más de la creación del mensaje a través de sus propias experiencias y destrezas. 



Una anécdota como epílogo 

En cierta ocasión me encontraba realizando un actividad de mediación con niños de entre 6 y 8 años. Tras la lectura de El libro triste de Michael Rosen y Quentin Blake, a mi juicio uno de los mejores álbumes sobre el duelo que existen, me puse a “cocer” el discurso en mi papel de "adulto preocupado por la muerte". Pregunté a los asistentes que de qué forma creían que había muerto Eddie, el hijo del autor. Tras recibir las típicas respuestas, unas que perfectamente podrían haber dado sus padres y maestros, llegó el turno de una niña que espetó "Ese niño se murió comiendo un plato de guisantes".  Aunque nos reímos de lo lindo, aquello me hizo reaccionar al instante descubriendo que era mucho más interesante escudriñar en los miedos y deseos de los lectores, que convertirlos en roedores que dieran vueltas sobre la noria de un discurso vago y encorsetado. Automáticamente cambié la pregunta. “¿Por qué comida os moriríais?”


* Todas las imágenes que acompañan este artículo incluyen esculturas de Brian Dettmer, artista que experimenta con las posibilidades del libro tallado.

Bibliografía

- Bravo Villasante, Carmen. 1985. Historia de la literatura infantil española. Madrid: Escuela Española.
- Cervera Borrás, Juan. En torno a la literatura infantil. Cervantes Virtual.
- Sánchez Corral, Luis.1991-1992. (Im)posibilidad de la literatura infantil: hacia una caracterización estética del discurso. Cauce, 14-15: 525-560.
- Vygostki, Lev S. 1982. La imaginación y el arte en la infancia. Madrid: Akal.




miércoles, 31 de mayo de 2017

¿Por qué buscamos utilidad a los libros infantiles? ¿Sirven para algo?



No es de extrañar que algunos padres piensen que los libros infantiles sirven para muchas cosas. Se supone que inculcar valores, modificar hábitos o enfrentarse a la muerte de un ser querido son algunas de las funciones de los libros para niños. Ya hay libros para todo (que no “de todo”). Para ir a la cama, para aprender a contar, títulos para combatir el racismo, que sirven para luchar contra el acoso escolar o el machismo, sobre la diferencia de clases o para dar visibilidad los refugiados de los conflictos bélicos.
Más que harto de constatar esta realidad tan presente en puertas de colegios y parques de recreo, empecé a darle a la manivela... ¿Qué nos ha traído hasta aquí? ¿Cómo hemos llegado a esta concepción tan utilitarista de la LIJ? ¿Cuáles son las causas de tamaño, a mi juicio, despropósito? ¿Está la ficción al servicio del mundo real?
He tenido ciertas ideas al respecto, y aunque no he podido contrastar muchas de ellas, aquí les dejo estos apuntes por si les sirven de ayuda a la hora de plantearse más interrogantes,... Ya saben, enriquezcan, rebatan o compartan sus opiniones... ¡Preparados, listos... YA!


Dos consideraciones iniciales:
El utilitarismo de la lectura y los libros para niños escritos por adultos

Para sentar la base de todo lo que apuntaré después, me gustaría llamar la atención sobre dos hechos que, aunque resultan bastante obvios, se nos olvidan siempre que hablamos de cuestiones como esta.
En primer lugar les pregunto: ¿Para qué sirve la lectura? ¿Es útil? ¿Nos hace más libres? ¿Mejores personas o peores ciudadanos? ¿Más inteligentes? ¿Menos? ¿Guapos por dentro? ¿Feos por fuera? Seguramente cada uno tendrá sus propias respuestas, pero también les diré que encuentro excepciones a todas ellas (objetividad, poca). Leer vale para todo y para nada. Leer es importante pero al mismo tiempo una chorrada. Leemos para leer. Nada más. Unos leen (con sus razones o no, por supuesto) y otros no leen (idem que en el caso anterior). No obstante y si quieren profundizar más en esta controversia, les animo a que lean No es para tanto o La manía de leer de Víctor Moreno (mi autor favorito a la hora de desconectar del mundo de lectores meapilas) y se acuerden de un servidor cuando los terminen.
En segundo lugar quiero hacerles caer en la cuenta de que los llamados libros para niños no son creados por niños para que otros niños los lean, sino que son invenciones pergeñadas por adultos pero dirigidas el pequeño lector. Es decir, en su concepción misma, los libros para niños, no tienen su origen en la infancia, sino en el mundo adulto, uno que con frecuencia los despoja de cierta libertad y les sirve en bandeja lo que piensa que puede gustarles. Para qué les voy a engañar, la verdad es que veo ciertas similitudes con los caprichos de las deidades olímpicas para con los mortales. No me extraña que muchos niños quieran rebelarse ante semejante yugo...


Una pizca de historia...

Aunque podemos pensar que este utilitarismo del libro infantil es cosa de última generación, hemos de mirar hacia atrás para ver que esta situación no es nueva, sino que viene de lejos, de una época pasada.
La cosa empezó bien. Corrían tiempos en los que los seres humanos, las tribus, las familias, se reunían alrededor del fuego y contaban historias en las que la fantasía y la realidad aunaban sus fuerzas para entretener a todos los que allí se congregaban. Conforme crecía este acerbo cultural, las narraciones se volvieron más complejas y maduras, se enriquecieron de la vida misma.
No sabría decir si la cosa mejora o empeora cuando nace la escritura, esa que, al mismo tiempo, permite la conservación de estos primeros vestigios de la literatura infantil al paso que los prostituye en pro de la doctrina. Folcloristas como Perrault empiezan a incluir en estos relatos cambios que tienen que ver con los preceptos morales o las lecciones de vida. Es el germen de la literatura infantil al servicio de la pedagogía. (N.B.: Para profundizar más en el tema les indico esta entrada del blog de Pedro C. Cerrillo).
Si añadimos que la escuela se desarrolla y la lectura queda ligada más todavía a la adquisición de conocimientos que forman a los niños en diferentes disciplinas, la cosa se complica más todavía. Vamos, que lectura y aprendizaje se hacen inseparables desde entonces. Y si además añadimos que el colegio, esa institución en la que mucho tiene que decir el poder, está dirigida por la Iglesia y/o por lo que hoy día llamamos Estado, la lectura realizada por los niños, además de para aprender, queda adscrita al dogma, la moral, la fe o la ética. La infancia y su literatura nunca son independientes del mundo adulto y quedan supeditadas a un entorno en el que la intencionalidad es el fin. Los niños se pueden divertir a través de las palabras pero a cambio de obtener una serie de preceptos sociales, didácticos o dogmáticos.
Finalmente y para acabar medio bien, hace un par de siglos nacen los libros para niños como divertimento, para disfrutar y pasarlo bien, y se puede hablar así de una literatura infantil con dos vertientes que siguen vivas hasta el día de hoy, la del ocio y la de la didáctica.


Censura casera

Teniendo en cuenta lo que se ha dicho y desgranando más todavía esas cuitas que sobre la literatura infantil ha tenido el poder adulto (léase familiar, estatal o eclesiástico), no es una cuestión baladí la de prestar atención a la serie de mecanismos que se han ido desarrollando para “mantener a raya” (entrecomillo para que sonrían) a los pequeños lectores.
Censura, intervencionismo paterno, reprobación..., pueden darle el nombre que quieran, pero todas ellas se refieren a la capacidad de seleccionar, en este caso, las lecturas de nuestros hijos, sobrinos y nietos. Seguramente ustedes ya están pensando en las tretas del fascismo o el comunismo, y se les ocurren un sinfín de obras infantiles censuradas a lo largo de la historia (Además de La cocina de noche de Sendak o la última edición de la colección Los Cinco de Enyd Blyton, vean este post monográfico sobre la censura en la LIJ), pero lo cierto es que nadie habla de la censura privada, esa que tiene lugar en escuelas, bibliotecas públicas, jardines de infancia o sobre la estantería del salón. No es necesario que en la censura intervengan los gobiernos de un vasto territorio. No. La censura se puede llevar a cabo desde posiciones más modestas como las que ocupan todos aquellos que pululan en torno al libro. Padres o docentes, libreros o editores, pueden funcionar como agentes censores.
Muchos de ellos apelan a la capacidad empática de los alumnos (“¡Como esto lo lean mis alumnos se echan a llorar!”) o a las posibilidades comerciales de ciertas obras (“Es una maravilla pero seguro que si lo publico no vendo ni un ejemplar”) para no salirse de ciertas tipologías y aferrarse a lo que ellos consideran apropiado, pero lo cierto es que todo tiene el mismo nombre.
No creo que utilizar las preconcepciones sobre los lectores para justificar nuestros miedos, vergüenzas y prejuicios sea una forma sana de aupar la lectura, sino más bien de coartarla. Sería más sencillo ofrecer, guiar y que él niño seleccione, a reprimir el deseo lector con tal de quedar en paz con nuestras más profundas etiquetas.


El buenismo o la dictadura de la piel fina

Hablando de etiquetas no estaría mal que nos despojáramos de unas cuantas. Vivimos en un mundo global donde el encasillamiento es una constante. Pertenecemos a asociaciones de vecinos, grupos de consumo y hasta a partidos (¡Yo que tenía la esperanza que esto acabaría con el nuevo milenio!, pero se ve que no...). Nos definimos gracias a una serie de clichés y estereotipos que sintetizan de un modo u otro nuestra forma de pensar y de actuar. Esta serie de preceptos que otrora definían a unos, se han hecho extensivos a todos. El miedo a la perdida de votos, la necesidad de complacer a todos para seguir en el candelabro (¡Echo tánto de menos a la Mazagatos!), lo apropiado en política, eso de “lo pienso pero me callo”, es generalista y se palpa en todos los ámbitos, incluido el de la LIJ, uno si cabe más sensible a este tipo de fruslerías de lo correcto e incorrecto.
Por si todo esto les pareciera poco, hay que hablar de cierta paradoja dentro del buenismo imperante (sí, sí, ¡más madera!) que merece algo de atención... Últimamente han proliferado títulos sobre el emponderamiento de la mujer o el animalismo, pero sin embargo libros como El topo... de Holzwarth y Erlbruch son denostados por padres y educadores. No por escatológico, no, sino por hablar de algo tan humano como ¡la venganza! Ojo al panojo...
Pero... ¿Por qué? ¿Por qué negarse a leer libros sobre la guerra preventiva? ¿Por qué hay tantos libros con personajes negros? ¿Por qué tantos libros políticamente correctos? Cuestiones como la violencia, la venganza o la envidia que otrora estaban bastante presentes en cualquier libro infantil, han empezado a ser mirados con lupa en ese estado de sitio que llamé hace unos meses la LIJ edulcorada. Preferimos echar mano de productos paraliterarios en los que los nuevos lectores descubran las emociones o los estados anímicos, que abrirles la puerta al mundo. ¿Perdona?
Toda forma artística, llámese como se llame, tiene algo de transgresor. Romper con las normas, saltarse las concepciones, rebelarse contra lo impuesto, es algo bastante común en lo verdaderamente literario. La mayor parte de las veces con buen gusto, otras a bocajarro, los escritores tratan de ser críticos consigo mismos o con lo que les rodea, sin autocensuras o maneras. Perdónenme si les digo que lo que nos jode y nos hace mella es que no nos den la razón.
En una sociedad infantilizada (N.B.: ¡Cuántas paradojas hay en esto de la LIJ!) en la que vivimos, nos comportamos como críos que dan pataletas ante la primera negativa, ante cualquier colleja. Queremos vivir inmunes ante la realidad, ante los demás y sus maldades, ponernos una venda y ser felices, vivir en exceso de las maneras. Duele todo, todo pesa. Si ya no podemos leer palabras en los libros, palabras como “cigarro”, “amanerado” o “metralleta”, ¿dónde está el mundo? ¿dónde se queda? Sólo esperemos que obras como “La isla del tesoro” o “El guardián entre el centeno” no sean condenadas por ofensivas e insanas.
¿Y las consecuencias de todo esto? ¿Cuáles son? Nuestro espíritu crítico acaba guiado por un discurso artificial y vacuo que poco tiene que ver con la experiencia personal y la realidad que nace cada día, sino con la supuesta perfección que se espera de nosotros, algo que nos coarta y nos lleva a establecer prioridades inexistentes. Tenemos que cumplir con la sociedad y por ello reprimimos la lectura libre de nuestros hijos. Retroceso, puro y triste retroceso.


Crianza + Responsabilidad = ¿Exceso + Postureo + Mimetismo + Autocomplacencia?

No me digan lo que es un niño o un adolescente. Ya lo sé. Llevo trabajando en la educación muchos años. Criar a un niño no es sólo alimentarlo y vestirlo. Ofrecerle herramientas para desenvolverse en el mundo, empujarle a conocerlo, sosegar sus impulsos, enseñarle a ser uno mismo o enfrentarse a sus miedos, son algunas de las responsabilidades del adulto para con ellos.
Todo eso poco tiene que ver con eliminar de la faz de la tierra su propio papel dentro de este proceso. El niño también forma parte de esta sociedad, no es una marioneta, no es ningún muñeco, algo que empiezo a observar cada vez más desde que la crianza de los hijos se ha convertido en la obsesión de muchos/as, una carrera de fondo en la que todos compiten (“Si tu nene es muy listo, ¡el mío más!” “¡Ay, mi niño, el más guapo del mundo!”), un mundo excesivo donde hijos muy deseados son el último peldaño hacia la gloria divina.
A esta realidad hay que unir la omnipresencia de las redes sociales y los medios de comunicación de masas. Estamos bombardeados por opiniones e información de todo tipo. Cada día aparece un nuevo gurú que nos aconseja o alerta sobre esto o lo otro. Que si el aceite de palma, que si el dame teta, que si las papillas de cereales transgénicos, que si los libros de Gerónimo Stilton... A ello hay que añadir que Facebook e Instagram son los escenarios elegidos para hablar de las experiencias maternales, para alardear y enseñarle al mundo los maravillosos padres que somos, y claro, la cosa se torna postureo (¿Por qué se me vendrá a la cabeza eso de “Excusatio non petita accusatio manifesta”?).
Llegados a este punto hablemos del mimetismo del que participamos en estos foros. El mundo ilusorio de las redes sociales nos empuja a una homogeneización, a lo ideal. Todos queremos ser los padres perfectos, sin taras, dichosos y felices. Pero también hay que tener en cuenta que este panorama irreal donde es difícil encontrarse y estar cómodo tomando como ejemplo figuras de referencia que parecen sacadas de catálogos de Prenatal y no de la Calle Ancha, nos condena a una serie de dualidades a las que es difícil hacer frente. ¿Y si erramos? ¿Y si fracasamos? Dios quiera que no tengamos que echar mano de psiquiatras y psicólogos para ayudarnos.
En el fondo creo que este hiperpaternalismo tiene más de autocomplaciente que de práctico (Inciso: No hay termino medio. Antiguamente todo el mundo pasaba de los críos y ahora el empalague es casi repugnante), ya que acaba con la independencia de los críos en pro de las expectativas adultas, algo que también se relaciona con los libros. Los libros infantiles han pasado a ser un capricho de los padres, una herramienta proteccionista que los encapsula en un mundo deseado, etéreo, fútil y frágil. Que los niños lean lo que nosotros queremos, que construyan sus gustos y anhelos en base a los nuestros es un sinsentido ya que al final no podrán construir los propios, y su mundo y lecturas serán gobernados para satisfacer a los adultos.


La varita mágica de la LIJ: Píldoras, terapias de choque y libros que funcionan como padres

En los tiempos que corren parece que el libro infantil es el remedio de todos nuestros males. El bullying, la falta de apetito, el abuso sexual, la incontinencia urinaria o la falta de sueño son problemas que acucian a los niños y que los álbumes u otros artefactos deben resolver implacablemente, pero ¿es eso cierto?
No dudo del poder terapeútico de los cuentos infantiles, ni de que estos puedan abrirnos puertas o cerrar ventanas, pero pretender que sustituyan a los fármacos, las terapias o las figuras de referencia paternas, es algo que se me figura descabellado. El objeto libro puede ser un apoyo a la hora de afianzar hábitos y de modificar costumbres poco deseadas, pero presuponer que a través de la lectura los niños sean capaces de enfrentarse al mundo es demasiado pa'l cuerpo.
Hurgando en el pasado creo que no me equivoco al afirmar que esta concepción maniquea de lo emocional y psicológico en la LIJ tiene mucho que ver con tres cuestiones:
a) el psicoanálisis de los cuentos de hadas cuyo mayor exponente se encuentra en la obra de Bruno Bettelheim y que ha sido muy defendido por psicólogos y estudiosos de la semiótica,
b) las tendencias de animación a la lectura que se desarrollaron en los entornos educativos y bibliotecarios de la segunda mitad del siglo XX y el presente siglo (se me vienen a la cabeza la celebración de los días de la paz o la mujer como reclamo para potenciar la lectura), y
c) la producción de obras infantiles que buscaban una ruptura con ciertos estereotipos antiguos y que han servido de acicate para una visión progresista de la LIJ (Seguro que han leído Arturo y Clementina y Rosa Caramelo... pues ya saben...).
Quizá todos estas realidades tengan su razón de ser y estén más que justificadas en ciertos contextos, pero lo cierto es que, hoy por hoy, no han ayudado a la percepción que la sociedad tiene de los libros infantiles y la orientación utilitarista que se les da desde el ámbito familiar o escolar.
Por último y como síntesis, les traslado con cierta mezcla de sorna, surrealismo y tristeza, la anécdota que narraba hace poco Ana Cuesta, una compañera librera. Contaba que unos abuelos habían acudido a ella para adquirir un libro dirigido a prelectores que dijera palabras. Ella les recomendó todo tipo de libros sobre retahílas, juegos corporales o canciones, pero los clientes le espetaron con crudeza que no les servían porque los padres de la criatura jamás iban a perder el tiempo en esas cosas por mucho que ellos se empeñaran. En definitiva, ellos quería un libro que hiciera las veces de mamá o papá y le enseñara a hablar a su nieto.
¿Llegará el día en el que los libros hablen, arropen a los niños y les preparen el biberón? ¿Se publicarán libros para acabar con la impotencia sexual, la obesidad mórbida o la esquizofrenia? Si todo esto acontece algún día, una honda tristeza calará en mi corazón.


Modas literarias pasajeras

Aunque toda forma de literatura ha sido creada en un contexto espacio-temporal concreto y por lo tanto se adscribe a una forma y estilo de vida, la buena literatura tiene la capacidad de ser universal y atemporal, es decir, puede ser asimilada e interpretada por un lector independientemente de cuándo o dónde fuera gestada, y el discurso, aunque moldeable, permanece en el ideario colectivo.
Esto no sucede así con todos los libros, sino que solo unos pocos trascienden para que el resto caiga en el olvido, algo que también le ha sucedido con ciertas prendas de ropa o músicos de cualquier estilo. Es lo que llamamos las modas literarias... Pero Román, si como bien tu dices, dentro de unos años, nadie se acordará de todos estos libros evanescentes, ¿por qué te preocupan tanto?... Vamos a ver, melón, lo que me preocupa es la regla de la repetitividad, esa de la que habla la teoría de la justificación. El hecho de que este tipo de libros abunden instaura cierta justificación para con ellos que sí acaba siendo peligrosa ¿acaso no lo ves?
Tampoco debemos olvidar que las tendencias son también instrumentos comerciales. El libro infantil es un negocio en toda regla en el que autores, distribuidoras o editoriales son los primeros beneficiados y les interesa vender lo que el público reclama. Un plumero que se les ha visto a muchos con la moda de los emocionarios y los libros de valores.
Así es como entramos en el eterno conflicto entre negocio y arte... ¿Tiene responsabilidad la industria en esta realidad? ¿Las editoriales de literatura infantil están comprometidas con la lectura o consigo mismas? ¿Adaptar o ser fieles a las versiones originales de los clásicos tan poco solicitadas por el público? ¿Deben los autores escribir para comer o por amor a lo literario, para sí mismos o para los lectores? ¿Son lícitos, literariamente hablando, los encargos paraliterarios? Todas estas preguntas y muchas más en ese juego que enriquece a la industria pero empobrece al lector... ¡¿O es al revés?!


¿La literatura al servicio del mundo o el mundo al de la literatura?

Siempre he defendido que la literatura, ficticia o no, se alimenta de las vidas de los hombres, de lo que les rodea, de lo que imaginan, sienten y observan. El libro literario es la extensión poética del mundo. Es por ello que muchas veces nos resulta difícil abstraernos de la realidad para interpretar un libro, para conocer su esencia. Todos sentimos afinidad por ciertos libros dependiendo de nuestras vivencias, pero también escogemos otros por nuestros prejuicios o complejos, los valores que defendemos, nuestra formación académica o lo que detestamos. Algunos preferimos tendencias más poéticas, otros más transgresores, los de más allá se decantan por la discriminación positiva y un número ¿reducido? leen por lo que les transmite la portada.
Sin embargo y aunque no lo creamos como adultos, lo verdaderamente difícil para un niño es elegir, es no titubear ante varias propuestas de lectura, decidir qué es lo que quiere, algo que no consiste en frases publicitarias del tono “Leer te hace más libre”, sino ser libre a la hora de elegir, una tarea en la que niños y adultos entramos a formar parte, esa en la que el mundo se pone al servicio de la literatura y de paso, al de los lectores, grandes y pequeños.

*Todas las imágenes que acompañan a esta entrada pertenecen a la obra ¿Para qué sirve un libro? de Chloé Legay y publicada en castellano por la editorial Bira Biro.