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jueves, 13 de enero de 2022

El mundo de Mr. Wonderful


Con frecuencia, muchas seguidoras me preguntan por qué no he reseñado este o aquel libro, que son una preciosidad, que han vendido montones de ediciones, que ellas no paran de regalarlos, y que les encantan. Yo, como no sé de qué libros me hablan pero tengo consideración con mis fieles, les hago caso y me dirijo a las librerías. Empiezo a hurgar en los estantes y me sumerjo en La vida ilustrada de Lisa Aisato, o en libros como Hijo, Hija o Hermanos de Ariel Andrés Almada y Sonja Wimmer.


Lo cierto es que son libros bien editados. Cartoné y papel de calidad. Impresión a todo color. Buena apariencia, mejor tamaño. Empiezo con el texto. Una voz maternal, algo vacía, que recuerda a la de un mantra que nos repite una y otra vez lo bonito que es todo. Condescendiente, suave, redundante, muy redundante. Da el pego. Me habla, pero no me interpela. 
Sigo con las ilustraciones, la artillería pesada de estos libros, la razón de su existencia. Coloristas y apasteladas, hermosas y de elevada carga estética. Composiciones vaporosas, ámbito festivo, flores a go-go, animalitos juguetones, líneas sinuosas que imprimen movimiento, y formas desdibujadas a modo de ensoñación. Tienen todos los elementos para ser agradables a la vista y además, son muy narrativas. De hecho, si no existiera el texto y fueran libros de imágenes, tendrían el mismo efecto sobre el lector-espectador y todo sonaría más honesto y poético. Para ellas mi aplauso.


He ahí lo peliagudo, lo que sucede entre el libro y mi cabeza, la llamada elaboración del discurso. No me funcionan. Me atrapan pero me dicen poco. El mundo no es eso. No todo es bonito ni positivo. Hay cosas feas, muy feas. La vida está llena de turbidez, de tragos amargos, de cuestiones peliagudas y sentimientos encontrados. ¿Y por qué se hacen cada vez más libros de este tipo que sólo nos presentan las cosas buenas de la vida o, al menos, lo que queremos creer de ella?


Quizá todo tenga que ver con la super-idealización de una vida que no es tal, con una promesa vana, esa que todos necesitamos en algún momento de nuestra existencia en el que nos dicen que todo puede ir a mejor. Como el enfermo de cáncer que ve la solución en la quimioterapia o como la madre que pierde un hijo y acude a un médium. En cierto modo se relaciona con algo atávico, con una especie de creencia que necesitamos reafirmar mediante la sola contemplación de lo que de verdad anhelamos, el edén perdido, ese Valhala donde las parras chorrean miel y las plantas crecen a nuestro paso.


A veces comprendo que todavía haya lectores que vivan embelesados por este tipo de libros que no suponen una ruptura con la imagen ñoña y empobrecida que arrastra la Literatura Infantil. Otras, también entiendo que padres, docentes y bibliotecarios sucumban a estas sagradas escrituras por un mero acto de fe, como se hace con los libros de autoayuda, con los cuencos tibetanos o las piedras curativas. Pero lo que siempre tengo muy claro es que sigo abogando por un mensaje polifónico que, como lector-observador, me enriquece de una versatilidad discursiva. Creo que tender a proyectar nuestros deseos en este tipo de idealizaciones de la vida, no nos ayuda nada. Yo no quiero hijos perfectos, hermanos que se lleven bien o parejas que se amen hasta la eternidad. No los quiero porque sí. Si eso ocurre, estupendo, pero si no, deberemos aguantarnos para no caer en la frustración o el postureo, algo que cada vez tenemos más interiorizado.


Para mí (puede que para ustedes no) estos libros aluden una vez más a la necesidad de la credulidad. Eso sí, aquí están por si alguien necesita un poco de chicha para alcanzar ese paraíso llamado Mr. Wonderful.



martes, 7 de abril de 2015

Grandes ciudades vs. pequeñas localidades


Se han terminado las vacaciones y muchos habrán regresado al mundanal ruido con la melancolía propia de los niños. El ajetreo, el gentío y el sinvivir de las grandes ciudades poco tiene que ver con el sosiego y recogimiento de los pueblos (sean de interior o costeros… eso, a gusto del consumidor…) que muchos creen encantadores y maravillosos… No les llevaré la contraria cuando se trate de tretas turísticas que poco nos sumergen en el día a día local, pero discreparé con todas mis fuerzas cuando se atrevan a decirme que prefieren lo cotidiano de una pequeña localidad a la vida en la urbe.
Los que me conocen saben de mi acérrima enemistad con aldeas y villorrios, unos lugares que, a pesar de necesarios (también hay que reconocer sus bonanzas, no soy tan necio, ni abogo por cerrarlos), no permiten el aperturismo a nuevas ideas y otros menesteres, léanse comerciales o educativos. Quizá a muchos les encante pulular en un microcosmos donde todo es conocido y todo se esconde, donde dar buena cuenta de la casa ajena es más necesario que conocer las miserias propias, donde los amigos son a la vez enemigos y donde la envidia alcanza su cota máxima (un pobre teniendo en deseo lo de otro pobre... Pa’ morirse…).


Aunque lo de algunas ciudades tiene usía (no todos los males son exclusivos de villas y poblaciones de pequeño calibre), un servidor prefiere las temibles temperaturas del asfalto, unas que, aunque acogen el corazón con menos pasión y más silencio, permiten al individuo ejercitarse en eso de la independencia, lo llevan por caminos desconocidos (igual de buenos o igual de malos aunque menos transitados) y permite preservar el anonimato (¡que ya está bien de tanto chisme innecesario!). Eso de salir a la calle, de ver gente pasar, de sentarse en un banco e imaginar lo que mueve el tránsito de los desconocidos, de ponerse a hablar con cualquiera, de que los corsés no aprieten…, eso no tiene precio.


Es por ello que hoy, para todos aquellos que sufren en soledad los agobios del tráfico, el ir y venir de los transeúntes, los andenes a rebosar del metro y los altos edificios que tapan el sol, les traigo El pequeño Elliot en la gran ciudad, un álbum de Mike Curato (Ediciones B – Colección B de Block) que nos trae una hermosa historia de amistad que empequeñece las ciudades y engrandece los corazones.