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jueves, 13 de octubre de 2016

Acoso escolar, una historia de oscuridad


Cuando los orientadores escolares se echan a temblar (y esos tiemblan poco), es que el acoso escolar planea sobre nuestras cabezas. De unos años a esta parte, el vocablo inglés “bullying” se utiliza con demasiada frecuencia dentro y fuera de las aulas. Por un lado, tanta normalización asquea, mientras que por otro, aporta visibilidad a un fenómeno acallado históricamente y que, lo pensemos o no, ha truncado la vida de muchos niños y adultos.
El problema del acoso escolar no es algo nuevo (parece que algunos han descubierto América de unos años a esta parte) sino que viene de tiempo atrás, no sé si inmemorial, pero lo que está claro es que es un fenómeno que hay que, si no erradicar, al menos paliar.
En primer lugar hay que tener en cuenta un factor natural. Los niños, como las crías de cualquier otro mamífero (no es que quiera yo compararlos con los animales, que también, pero no está de más recordar nuestra naturaleza animal) se encuentran en constante cambio y adoptan el juego y la lucha como meros patrones de comportamiento y aprendizaje para la posterior vida adulta. Es así como se hacen eco (a todas horas y en cualquier punto cardinal) de los estereotipos que ellos mismos se crean gracias a los estímulos del entorno, bien sea por sí mismos o por imitación. No deja de ser instintivo y, aunque hay que tomarlo con reservas, en cierto modo está justificado.


Lo truculento de este tema llega cuando esos comportamientos vienen modelados por un mundo adulto que les provee de ejemplos y mensajes (in)deseables, unos que los niños adoptan como suyos en un contexto diferente (véanse los patios de recreo o los parques infantiles, y no los despachos o los andamios), lo que resulta peligroso si tenemos en cuenta que los pequeños desconocen ciertas normas y convenciones crípticas de los mayores... Y emergen prejuicios que no se deben a su condición, sino a la de otros. Es así como la sociedad infantil pasa a ser un reflejo de la adulta en un contexto un tanto ficticio; es así como surgen categorizaciones que, aunque no se relacionan directamente con la hegemonía monetaria, el estatus social y sus artefactos, sí pueden estar modelados indirectamente por estos factores (se me ocurre citar la ropa de marca o el teléfono móvil), que contaminan y envilecen a los niños y recrudecen el acoso escolar hasta un punto de no retorno.


Existen niños que tienen otras preferencias: niños que prefieren leer a jugar, otros con sobrepeso, con orientaciones sexuales diferentes, con un espíritu crítico hiperdesarrollado, aficionados a la ciencia o a la música clásica; unos niños que son más susceptibles de recibir los ataques de indiferencia y marginación del resto, y que la mayoría de las veces acaban en acoso escolar. Mientras que muchos de ellos logran socializarse con otros semejantes o hacen frente a la situación con diferentes estrategias entre las que destacan la invisibilidad o convertirse en acosadores (sí, sí, no se sorprendan), otros no encuentran su lugar, su refugio en otros iguales, y es ahí cuando pueden comenzar los problemas de acoso escolar por la falta de un apoyo manifiesto, que se traducen en fobias, animadversiones, secuelas psicológicas y/o físicas (tanto en el presente, como en el futuro, ese al que siempre van los monstruos del pasado), e incluso la muerte por homicidio o el suicidio.


Aunque somos muchos los que pensamos que, en cierto modo, el niño debe aprender a relacionarse con sus iguales y a enfrentarse a los problemas que surgen de las interacciones humanas en pro del enriquecimiento personal y la buena socialización (algo que se figura cada vez más adverso, todo hay que decirlo), hay que ser consciente del drama diario que suponen el sufrimiento y la indiferencia a las que lleva el acoso escolar.
Es de este modo cómo podemos pensar en posibles soluciones a esta realidad que, aunque la mayor parte de las veces pasan por el proteccionismo y las campañas de sensibilización, deberíamos empezar a plantearlas desde la inteligencia emocional, asignatura cada vez más necesaria en sociedades exentas de escrúpulos, para dotar así a los acosados de estrategias sencillas que les facilitaran, si no insertarse en una sociedad que no está hecha a su medida, sí hacerle frente a situaciones que pueden ser comprometidas, tanto para su integridad física, como psicológica. Respecto a los acosadores, no sólo creo que sería más efectivo un endurecimiento del marco legislativo (las leyes están al servicio de los intereses comunes y son mutables ante nuevas realidades sociales como estas, en las que la niñez deja de serlo), sino en un marco conceptual en el que primasen planes integrales donde los acosadores se impregnaran de la realidad diaria de los acosados, se pusieran en el lugar del otro y empatizaran ante las consecuencias de sus acciones.


Es obvio que este tema es sumamente delicado y que las dificultades, como bien he apuntado en todo lo anterior, se hacen más punzantes conforme se complica una sociedad falta de valores y principios, huérfana y somera, pero a veces, veo la luz al final del túnel cuando leo libros como el de hoy.
Jane, el zorro & yo, un libro de Isabelle Arsenault y Fanny Britt recién publicado en España por Salamandra y que ha cosechado mucho éxito fuera de nuestras fronteras, se podría catalogar como novela gráfica, aunque haya dobles páginas que bien podrían pertenecer a un libro-álbum. En ella se hace uso de técnicas propias del cómic (la viñeta y el diálogo) para narrar la historia de acoso escolar de Hélène, una niña que pasa de estar integrada en un grupo de amigas, a ser menospreciada y ridiculizada por estas. Sumergida en una oscura e interiorizada soledad magistralmente ilustrada por Arsenault a base de grafito y aguadas de tintas grises y ocres, la protagonista decide refugiarse en la Jane Eyre de Brontë y establecer un paralelismo con su dolorosa situación, cuyo final me reservo. 
Este libro, a pesar de sumergirse en un bonito viaje emocional narrado en primera persona y desde los diferentes puntos que se puede abordar el acoso escolar (acosados, acosadores, familias y entorno), no deja de ser un canto a la esperanza, al futuro, ese que ve representado por la figura de un zorro y luz. Mucha luz.


viernes, 22 de febrero de 2008

Lecturas en voz alta


Desgañitarse no es una buena afición para ningún docente, más que nada por el desacato que supone hacia las cuerdas vocales, verdaderas autoridades en nuestra delicada profesión. Conozco tantos maestros y maestras con voz de cascajo, tos desértica y carraspeos infrahumanos, que creo que jamás obtendremos, como gremio, premio alguno reconociendo nuestra melodiosa faena. Y es que los logopedas tienen un arduo trabajo con semejante afonía, de hecho, creo que he oído en algún que otro pasillo sindical, que se van a editar unas pegatinas cuyo lema rece “Pon un foniatra en tu vida”, y la verdad es que tamaña declaración no es nada despreciable.
El otro día, sin ir más lejos, me encontré con una de estas voces cazalleras, y hablando de la mejoría que estaba experimentando su voz, se me ocurrió recomendarle que acudiese a un curso al que asisto entre estos montes de singular belleza. La tía, lejos de amedrentarse, se animó a leer en voz alta, que es el tema sobre el que versa dicho curso y a eso de las seis y pico, ha aparecido por la Casa de Cultura.
De lecturas anda el juego, así que, ni cortos ni perezosos nos hemos enzarzado en dicha empresa. De Benedetti y Gerardo Diego han sido algunos de los textos utilizados en la sesión de hoy, Gonzalo Darabuc nuestro guía y maestro, y la voz, tanto nuestra, como de algunos invitados insignes, la protagonista.
Me sorprende la lectura de viva voz puesto que rompe la intimidad del idilio entre las palabras y uno mismo. No es una sorpresa non grata, pero si me extraña en cierto modo leer para el oyente, ya que, no es sólo perder ese espacio exclusivo entre el libro y yo, sino interpretar para la colectividad de los oyentes. Aun así, considero que la lectura en voz alta es un buen mecanismo para formar lectores, esto no quiere decir que las masas se rindan al libro de forma inminente, pero sí para hacer frente al abandono que sufre la literatura. Leer cuesta. El acto de coger un libro entre las manos, abrirlo, seguir las líneas con la mirada, procesar la información, utilizar la imaginación, humedecer el pulgar con la lengua y pasar la página ya leída, entraña una serie de movimientos que necesitan trabajo y energía, por no hablar del tiempo, aunque, como bien dice Daniel Pennac, el tiempo para leer es siempre tiempo robado.
Como colofón, recomendar El Principito de Saint Exupery, del que ayer leímos un fragmento, una obra que no deja indiferente a nadie. Unos odian y otros adoran ese cuento de aquel principito preocupado por sus rosas y encontrar un amigo.