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martes, 8 de diciembre de 2020

Un lugar al que pertenecer



Ante la imposibilidad de desplazarme a otros lugares para disfrutar de la distancia, tan necesaria a veces, durante estos días de asueto, además de leer mucho, he tenido tiempo para estar con los amigos y la familia, algo que, en la mitad de los truenos de la noche y desvelado por la tormenta, me llevó a preguntarme a qué lugar pertenezco. 


Es obvio que además de haber nacido hoy por hoy desarrollo mis quehaceres diarios en una ciudad española del sureste peninsular, hoy por hoy desarrollo mis quehaceres diarios en el mismo lugar y podrían concluir en que un servidor pertenece a este lugar. 
Sin embargo y echando mano del refranero popular, les acometo con “No se es de donde se nace sino de donde pace”, lo que hace más difícil una respuesta sobre mi pertenencia, pues he vivido en muchos otros sitios, bien por estudios, bien por trabajo, y de todos ellos guardo experiencias enriquecedoras que forman parte de una idiosincrasia personal muy circunstancial, pudiendo afirmar que también he quedado anclado a lugares como Madrid, Londres o Almadén. 
Para terminar de complicar todo lo que se refiere a la pertenencia física cabría detenerse en otros aquellos lugares que he visitado por mero ocio pero que me han dejado una marca instantánea pero indeleble en mí. 
Apartándonos de lo objetivo -mapas, billetes de tren o abonos de transportes-, sería mucho mejor centrarnos en las vivencias subjetivas, es decir, en todos aquellos momentos, reflexiones, personas, paisajes y sones que alteran nuestros pensamientos y emociones y configuran una suerte de mapa existencialista que nos permite ubicar con todo lujo de detalles nuestro propio yo. 


Y sobre esta idea ha descansado la lectura que durante el largo fin de semana he hecho de Ana la de Tejas Verdes, el clásico (en parte autobiográfico) de Lucy Maud Montgomery, y cuya última edición, la ilustrada por Antonio Lorente, acaba de ver la luz gracias a Edelvives. No es para menos, pues Ana Shirley, la protagonista de esta novela que comparte bastantes rasgos con otros arquetipos de la LIJ clásica (huérfana, pelirroja y salvaje), se halla en una constante búsqueda de identidad a lo largo de una historia que se desarrolla en la provincia canadiense de la Isla del Príncipe Eduardo, un escenario completamente ajeno a ella. 
Desde que es adoptada por Marilla y Matthew, una pareja de hermanos solteros que en principio prefieren un chico (la primera, en la frente), Ana debe conquistar un espacio propio en el que desarrollar su vida. Encuentros, desencuentros, sonrisas y lágrimas se agolpan a lo largo de un camino, unas veces tortuoso y otras tranquilo, pero siempre en un universo cotidiano sin muchos fuegos de artificio ni grandes recursos narrativos. 


Quizá lo más interesante de ese viaje iniciático sobre la pertenencia, son las estrategias que utilizan, no sólo Ana, sino el resto de personajes, para hallar un equilibrio que, si muchas de las veces suena idealista, guarda rincones para los dramas y los miedos personales que se resuelven con imaginación, espontaneidad y sinceridad, elementos que también utilizaría su autora para solventar sus propias tragedias. 
Recuperado en un momento en el que el feminismo parece constituir la piedra angular de unas sociedades occidentales donde priman los relatos autocomplacientes y abundan las heroínas eufóricas, este clásico de LIJ relanza una figura femenina que más que triunfalista, se erige llena de dobleces e ironías, pues nada de lo que piensa se parece a los anhelos de hoy día, véase la profunda defensa del perdón conciliador, de la institución familiar o de esa meritocracia que huye de la discriminación positiva. 


Y si el hogar de Ana es la lealtad de Diana, la amabilidad de Matthew, los chismes de la vecina, el gesto severo aunque cariñoso de Marilla o la sinceridad de Gilbert, el mío son las caricias de mi madre junto al fuego, las bromas de mi padre, las excursiones botánicas, las "braai", las despedidas de soltero, o los besos que se te quedaron en el tintero. Es ahí donde pertenezco.

sábado, 18 de abril de 2020

#Quédateencasa Y SÉ PRODUCTIVO


Cómo es la vida… Mientras algunos viven agobiados en sus casas por la falta de actividades productivas o en su defecto distractores, otros no damos a basto para hacer montones de cosas. Unos se pasan el día teletrabajando, cuidando de sus hijos, estudiando alguna asignatura pendiente, cocinando, colocando sellos o leyendo todo lo pendiente, y otros se pasan el día quejándose del aburrimiento, bacineando en las redes sociales o arrastrándose en el sofá como verdaderas sierpes. ¡Qué mal repartido está el mundo!





Creo que más de uno debería hacer autocrítica constructiva y admitir que tiene menos mueve que una piedra. Ahora me dirán que no, que no son macetas, floreros ni armarios, que ustedes le ponen mucho empeño a disfrutar de la vida y tienen multitud de intereses, cuando lo único que saben hacer es rascarse primero un huevo y, tras unos minutos, el otro. Y claro, así pasa, que terminan pronto sus quehaceres. No me vengan conque tanto tiempo encerrados les aboca a la desidia, que ya me sé la cantinela.





La razón más plausible es que en este país, como en otros, el entretenimiento, aparte de estar fuera de casa, muchos lo asocian con los bares. Y claro, así nos va, que nos encierran y estamos perdidos. Mientras en otros países (véase los nórdicos) están acostumbrados a desarrollar gran parte de la actividad en el interior de las viviendas, nosotros, animales de sol y calle, nos hemos hundido como el Titanic.





¿Todos? No, todos no. Hay algunos profesionales que, acostumbrados a trabajar en sus casas, no han sufrido sustancialmente este gran cambio. Un ejemplo lo tenemos en todos los ilustradores que nos acompañan en esta entrada de hoy (piquen sobre sus nombres y disfruten de sus perfiles en Instagram). Incluso algunos de ellos me comentan que, a pesar del agobio y la claustrofobia, necesitaban este tiempo extra para dar forma a proyectos aparcados u olvidados.







Se lo he dicho una y mil veces: aprovechen este “regalo”. Sáquenle rentabilidad, véanlo como una oportunidad para cambiar sus hábitos, para internarse en universos inexplorados, para desarrollar sus inquietudes, y sobre todo, su curiosidad. Dejen las series, la tele a la carta (yo no sé cómo no se quedan ciegos con tanta pantalla) y sumérjanse en algo nuevo. En el yoga, en la escritura, en la fotografía, en la papiroflexia, en la pintura, en la economía, en la jardinería, en las restauración, en la arquitectura… Y no me vengan con que no hay maestros ni materiales. No quiero que pinten la Capilla Sixtina ni que construyan el Taj Majal. Sean creativos y busquen una pasión de puertas hacia adentro. Todo es posible EN CASA.




jueves, 14 de noviembre de 2019

Javier Sáez Castán o la realidad sobrealimentada



Lo de Javier Sáez Castán siempre me ha llamado mucho la atención. Tanto o más que lo de Francis Meléndez. Aunque si bien es cierto que el primero no anda tan retirado del mundo como el segundo, hay que apuntar que se rodea de cierto halo misterioso, no sólo por el estilo un tanto surrealista y sobrenatural de sus obras, sino porque tampoco se prodiga mucho en los medios ni en las redes sociales.
Nacido en Huesca (¡Cuántos buenos artistas ha dado la tierra maña!) en 1964 aunque alicantino de adopción (lleva muchos años allí), Sáez Castán gustaba de crear sus propios cuentos durante la infancia. Más tardé se marchó a Valencia para estudiar Bellas Artes en la Universidad Politécnica de dicha ciudad, especializándose en dibujo. Posteriormente estableció su campo de operaciones en la provincia de Alicante y empezó a trabajar como ilustrador, sobre todo orientándose hacia la publicidad institucional –realizó trabajos para la Universidad y el Ayuntamiento de Alicante- y algunas empresas privadas.
Su relación con el mundo de la Literatura Infantil comienza en el año 2000, cuando publica su primer libro, Picopelosplumas y el hombre pájaro, con la editorial SM y que en la actualidad cuenta con nueva edición a cargo de Barrett (2019). Esta historia con mucho teatro en la que un pajarraco corre interviene en una historia de odio-amor bastante sui generis, supone su tímido aunque prometedor bautismo como autor de libros para niños, un género que según él mismo nunca ha cultivado (hace libros para todas las edades, que no es poco…).


A este título le siguen otros dos, Pom...Pom...¡Pompibol! (Anaya, 2002) y Los tres erizos (Ékare, 2003). El primero es un libro en el que se hace alarde del sinsentido, un género que siempre ha abundado en los libros infantiles, y desde una perspectiva un tanto cañí (la mortadela y esos almacenes de otra época tienen mucha enjundia) siempre acompañada por las ilustraciones en plumilla y ligeras aguadas del autor. 


El segundo constituye una historia clásica de ladrones (tres erizos se adueñan de unas cuantas manzanas en un huerto ajeno) con cierto tono épico, que en este caso se representa a modo de teatrillo –NOTA: Yo diría que es un híbrido entre el entremés (tono humorístico y breve) y la pantomima (más gestos que palabras)-. En este caso el autor elige la brocha y el medio colorista para dar vida a una historia donde aparecen alusiones a la pintura medieval (volutas) y los latinajos, y que empieza a desbordar su universo personal en el género del álbum.



Mientras tanto, Sáez Castán también ilustra obras narrativas de otros autores como Libros como cuentos, de Hoffmann (Anaya, 2000), Cuentos para niños, de Isaac Bashevis Singer (Anaya, 2004), La pequeña cerillera y otros cuentos (Editorial Anaya, 2004) y El valiente soldado de plomo (Editorial Anaya, 2004), y se prepara para ir proyectando lo que es su corpus de obras más trascendentes.


Empieza con el Animalario Universal del Profesor Revillod, una de sus obras cumbre que realiza junto a Miguel Murugarren (Fondo de Cultura Económica, 2004), y que se considera uno de los mejor valorados dentro del álbum actual. En él utiliza el recurso de los libros de solapas (libros móviles) para internalizar un juego de creación de imágenes en el objeto libro. Este catálogo de seres fabulosos (un total de 4096) que un profesor un tanto chiflado y al parecer auténtico (esto de hacer verosímil lo inverosímil, me encanta) ha ido avistando en sus viajes por medio mundo, es una maravilla. Realizado enteramente a plumilla, encanta a pequeños y mayores, algo por lo que merece un puesto de honor en las bibliotecas y librerías como “Joya bibliográfica de la zootecnia moderna”.



A este título le seguirá su secuela, El animalario vertical (mismos autores y misma editorial), trece años más tarde (2017). En este caso, los autores intentan poner a los animales de pié en un contexto que recuerda a un circo retransmitido por la televisión en blanco y negro de los años 40-50 (otra vez las referencias al siglo XX), un motivo por el que Sáez Castán se decanta por el lápiz para elaborar las ilustraciones.



Y para terminar esta trilogía de libros con solapas, tenemos que detenernos en su Soñario o diccionario de sueños del Doctor Maravillas (Editorial Océano Travesía, 2008), un libro que con el mismo recurso de los dos títulos anteriores (en este caso sólo dos pestañas) busca que el lector-espectador deje volar su imaginación, que se escape a un espacio colorista e (im)posible en el que pasar de la mejor forma el aburrimiento.




Sin duda esta es la etapa más fértil de este autor en el que además de dar vida a títulos como Dos bobas mariposas (Serres, 2007) y Libro Caracol (Fondo de Cultura Económica, 2007) Sáez Castán publica otro de sus libros singulares, La merienda del señor verde (Ekaré, 2007) con el que se ganará el favor de crítica y público. Una historia sobre colores que da una vuelta de tuerca a esta constante argumental de los libros para niños (la teoría del color como generatriz de mundos diversos y enriquecidos), y que por un lado, una pizca de misterio, y por otro, todo un tributo al estilo de René Magritte.


Después de esto, Sáez Castán retoma el lenguaje escénico (cine o teatro) que utilizó con Picopelosplumas y Los tres erizos, en los tres volúmenes de su serie El pequeño rey, a saber, El pequeño rey, general de infantería (Ekaré, 2009), El pequeño rey, director de orquesta (Ekaré, 2010) y El pequeño rey, maestro repostero (Ekaré, 2013), tres libritos de pequeño formato con un protagonista en común, una estructura que recuerda al primer cine mudo, y mucho humor que, como siempre, es bastante absurdo pero igualmente entrañable. Sí me atrevería a decir esta vez que estos libros tienen un carácter eminentemente infantil (¿o no…?).



De esta manera, Sáez Castán se interna en la segunda década del siglo XXI y publica libros como Limoncito, un cuento de navidad (Océano Travesía, 2010), una oda a los juguetes desterrados en la que hace un guiño a la mítica película King Kong y un tributo a un personaje de los años 60, El conejo más rápido del mundo (Océano Travesía, 2010), La venganza de Edison (2010), una obra de narrativa donde Sáez Castán habla de los inventos, de su principio y fin, o simplemente de lo disparatado de la vida, o Nada pura 100% (Anaya, 2011). 



Llega así hasta El armario chino (Ekaré, 2016) un libro especial en el que vuelve a jugar con el espectador (sí, sí, porque ya no sabemos quién juega con quién) utilizando el libro en el libro (¿o debería decir el armario chino en el armario chino…?) y creando una historia circular en la que dos mundos, uno rojo y otro azul, se complementan a modo de bucle intemporal a través de un elemento oriental (esto siempre da un toque misterioso). Un detalle: no se pierdan el papel pintado de las paredes.


Si bien es cierto que todos estos libros cuentan con Javier Sáez Castán como autor principal, este hombre también ha preferido dejarse los pinceles a un lado y dedicarse a la escritura, como bien podemos observar en obras como Dorothy déjale entrar, un álbum ilustrado por Pablo Auladell (A buen paso, 2017) y la recientemente publicada MVSEVM, un álbum ilustrado por Manuel Marsol (Fulgencio Pimentel, 2019). El primero es un libro-álbum con muchas perspectiva, sobre todo por las referencias literarias que contiene y la fuerza de una historia potente y extraña. 


El segundo es un libro poderoso en el que las imágenes tienen un poderío desmedido (aparte de ser un libro sin texto, tiene muchos que contar), tanto es así que parece que Marsol y él fueran uno, ya que se complementan al milímetro en una historia. De este modo dan lugar a una historia inquietante (muchas referencias al cine de terror) de coincidencias y universos paralelos (sobre todo los pictóricos que cobran vida), donde el tributo a la obra de Hooper y las selvas de Rousseau está muy patente.



Y para finalizar por este paseo sobre la obra de este genio del álbum español debemos apuntar hacia Extraños (Sexto Piso, 2014) la única incursión en la novela gráfica de Saez Castán que rinde tributo a los viejos cómics, a la Hammer y a las películas de serie B de los 50 y los 60, y, en especial, a la figura de Vincent Price.


Hasta aquí, las consideraciones bibliográficas. Ahora toca ahondar más en las artísticas… Aunque sus técnicas son bastante variopintas, destacan sobre todo el lápiz, la tinta (plumilla o estilográfica) y el óleo sobre tabla o, en algunas ocasiones, sobre planchas de aluminio. Este hombre domina el dibujo clásico a la perfección y se decanta por el estilo figurativo, mayormente surrealista con influencias que van desde los barrocos hasta los vanguardistas, y sobre todo, por el lenguaje posmoderno donde el cine y la televisión tienen cierto peso. Sus composiciones son estudiadas y volumétricas con predominio de la escena y el espacio circundante. Así mismo, destacan elementos lingüísticos muy variopintos (inscripciones en latín, alemán o inglés) o las referencias a la iconografía publicitaria (¿Se han fijado alguna vez en la etiqueta de la lata que aparece en El Pequeño Rey maestro repostero?).



Y para terminar, algunos puntos de vista de sí mismo y de los enteraos que, como yo, hablan maravillas de él… Sáez Castán ha admitido en alguna ocasión que él prefiere alejarse de esos universos fantásticos que priman en la Literatura Infantil para crear un universo propio basado en sus propias experiencias, como él dice que la ficción nos ayude a reinventar la realidad. De ahí que casi todas sus historias surjan de lo mundano y cotidiano, de la misma observación del mundo que nos rodea. Me encanta como transforma las miserias humanas en escenas de gran plasticidad a caballo entre lo mágico y lo deleznable.


Sobre el género del álbum Sáez Castán, comenta que se interesa mucho por la relación entre texto e imagen, y apunta que por su formación en el campo de las artes visuales, presta mucha más atención a todo lo que rodea el arte secuencial que constituye un libro-álbum como generatriz de un discurso en el lector-espectador.
Aunque muchos especialistas, incluso él mismo, han definido muchas de sus obras como álbum para el público adulto, la verdad es que el lector infantil se identifica mucho con su lenguaje, bien por descubrir en él un universo onírico diferente, bien por encontrarse a gusto entre la multitud de referencias de todo tipo.


Por todo esto y mucho más, no nos debe extrañar que haya recibido numerosos premios de ilustración, como la Mención de Honor del Premio Iberoamericano de Literatura Infantil de la Fundación SM (2008), el Premio Nostra en la FIL de Guadalajara del 2009. A ello hay que añadir el reconocimiento de sus libros por parte del Banco del Libro de Venezuela o la Internationale Jugendbibliothek de Munich (White Ravens), sus nominaciones para el premio Astrid Lindgren en dos ocasiones (2011 y 2012) y el Premio Nacional de Ilustración en 2016 por su creatividad y talento narrativo que implica la dimensión objetual del libro; por su capacidad para construir mundos y contagiarlos; por la calidad de sus obras, muchas de las cuales son grandes clásicos contemporáneos de dimensión internacional y por su generosidad como formador.


 P.S.: Y si pasan por Alicante durante las próximas semanas, no se olviden de visitar la exposición de obras originales de este genio de la ilustración en la librería Pynchon & Co. (Yo que voy este sábado... ¡Lo que daría por una entrevista y dedicatoria de este hombre!)


viernes, 14 de junio de 2019

Peter Pan en los jardines de Kensington, el principio de una leyenda



Como cualquier amante de la Literatura Infantil guardo una estrecha relación con personajes como Alicia, Momo, Dorothy o Pinocho, pero si tuviera que elegir alguno, ese sería Peter Pan. Sí, supongo que ya lo habían imaginado, más todavía teniendo en cuenta que soy de esos monstruos que siente una enorme debilidad por el universo de la LIJ anglosajona. Es por ello que estoy más que contento de que Edelvives haya publicado una inmejorable edición de esta historia de James Matthew Barrie con ilustraciones a cargo de Antonio Lorente y el mismo prólogo de la edición de Peter Pan y Wendy de la ya descatalogada colección Laurín de Anaya a cargo de Juan Tébar.
Contento por esta edición de lujo que ha entrado a formar parte de mi biblioteca personal, tengo que añadir que me ha parecido acertadísimo incluir en él, Peter Pan en los jardines de Kensington.
Aunque todos conocemos Peter Pan y Wendy -la idea que todos tenemos de la historia se basa en esta obra-, son pocos los que conocen Peter Pan en los jardines de Kensington, una precuela que ha sido poco editada en castellano pero que es muy necesaria para entender la idiosincrasia del segundo libro protagonizado por Peter Pan.


Esta historia nació en una obra anterior de Barrie que llevaba por título El pajarito blanco (1902), una novela dirigida al público adulto y de carácter un tanto satírico donde el escritor incluyó una serie de capítulos que pretendían aligerar un poco esa vis crítica de la obra en cuestión, concretamente los capítulos trece a dieciocho en los que se habla del origen de Peter Pan.
Dándose cuenta de que esta historia podría tener como destinatarios a los niños, J. M. Barrie la publicó en 1906 bajo el título que hoy conocemos, Peter Pan en los jardines de Kensington, después de crear su obra de teatro Peter Pan o el niño que no quería crecer y que bebía también de esa historia primigenia incluida en la novela.
Son dos las inspiraciones de esta historia. Por un lado la omnipresente familia Llewelyn Davies, pues es a partir de 1897-1898 (dos años antes de escribir estas páginas) cuando Barrie entró en contacto con George y Jack mientras disfrutaban al cargo de su niñera Mary Hodgson de los citados jardines. Por otro hay que hablar del poema Kensington Gardens de James Tickell, la primera obra que, aunque un tanto espesa, hace alusión a los seres mágicos que habitan estos jardines y a la que también rinde homenaje la estatua de Peter Pan que se erige en dicho lugar (y con la que Barrie no quedó muy satisfecho… averigüen la razón).
Muchos hablan de esta pequeña novela como una obra menor de Barrie, pues es cierto que a veces resulta algo compleja y no capta la atención del lector como su secuela Peter Pan y Wendy, pero a mi forma de entender la idiosincrasia del personaje y todo su complejo entorno, es muy necesaria.


En primer lugar entendemos por qué Peter siente una animadversión extrema hacia el ecosistema adulto, hacia sus necesidades y enseñanzas. Peter Pan se siente traicionado por su madre, un estado emocional que todos hemos sentido alguna vez ante las decisiones de nuestros progenitores, que si bien es cierto que aquí son extremas, también pueden ser comprensibles desde el prisma adulto, desde la posición de una mujer que suple la pérdida de un hijo.
El segundo punto en el que hay que detenerse es en la figura de Maimie Mannering, la antecesora de Wendy. Maimie es una niña que, perdida en los citados jardines, acaba haciéndose amiga de Peter para comprometerse con él. Una vez esta se da cuenta de que su madre la echa mucho de menos, regresa con ella y deja al protagonista sólo, no sin antes regalarle una cabra (véase aquí una alusión al dios Pan de la que luego Barrie prescindiría). Gracias a este pasaje entendemos lo complejo de la posterior situación con Wendy, pues Peter es abandonado una y otra vez por aquellas personas que quiere y admira (curiosamente todas mujeres… ¿Podríamos asimilar esta situación a algún complejo psicológico del autor?).


En tercer lugar hay que llamar la atención sobre el mundo de las hadas y los duendes, de esos seres que habitan los jardines y a los que Barrie, además de idearles un ecosistema propio, pone en tela de juicio. Su comportamiento es algo reprochable pues está a caballo entre lo infantil –juguetones y despreocupados- y lo adulto –vengativos e irritables-, algo que nos permite mirar a estos seres desde un punto menos positivo que el que nos han hecho creer los estudios cinematográficos y los cuentos.
Como guinda del pastel quería llamar la atención sobre una nota curiosa que ensalza la capacidad creativa de Barrie, esa que logra hacernos creer lo increíble, pues en muchas guías y portales turísticos dan como cierta una historia que se menciona al final de la obra. Según Barrie, las dos tumbas que se pueden encontrar en estos jardines fueron erigidas por Peter Pan para honrar los cuerpos de dos niños fallecidos en ellos y tal y como rezan las iniciales grabadas en ellas, “W. St. M.” y “P. P.”, que corresponden a Walter Stephen Matthews y Phoebe Phelps respectivamente. Romperé la magia cuando les diga que en realidad son dos mojones de término que marcan los límites de “Westminster St Margaret” y el “Parish of Paddington” hoy conocido como “Metropolitan Borough of Paddington”.


Para finalizar mi recorrido por esta obra y atendiendo a las ilustraciones, he de decir que han dado completamente en el clavo al elegir al artista almeriense, pues se recrea en unos personajes que no son niños ni adolescentes (me gusta porque parece dirigirse a otro público que no sea el puramente infantil), con ese halo de misterio, incluso algo perturbadores, con mucha fuerza y melancolía. En parte me recuerdan la intensidad que tienen las imágenes de Arthur Rackham para la primera edición de la obra y que afianzaron todavía más la idea de ese mundo complejo y mágico que es la niñez, donde no todo es de color de rosa, sino que se puede sufrir y reír a partes iguales.

jueves, 21 de febrero de 2019

La importancia de llamarse Francisco Meléndez



Inmerso en la época de exámenes (esto de que los políticos nos presionen para tener un éxito escolar palpable nos va a quitar la vida), necesito algo con lo que distraerme mientras corrijo, así que, dejando a un lado el mermado mercado de novedades (es lo que tienen los primeros meses del año) y habiéndome percatado de que nunca me había detenido en uno de mis ilustradores españoles favoritos (me declaro absoluto fan), aquí me hallo, trayendo a la palestra al genio y figura de Francisco Meléndez.
Seguro que los recién llegados al mundo de la LIJ, muchos de los que se pirran por Benjamin Chaud, Shaun Tan y Oliver Jeffers, este nombre les sonará a chino, pero el caso es que este señor ha dado al mundo del álbum en particular, y de los libros infantiles en general, títulos sobresalientes que deberían publicarse sin parones en muchas lenguas del mundo. Pero como esto no es así (ya saben: las modas, los intereses comerciales, el mismo rollo de siempre…), le toca al Román hacer un poco de justicia con la obra de este maño.



Francisco Meléndez (Zaragoza, 1964) ingresa a los quince años en la escuela militar como corneta. Aunque allí practica el dibujo y cultiva la música, la literatura o la historia, abandonó a los pocos meses la idea y piensa que lo mejor será surcar los océanos como marino mercante y viajar por el ancho mundo. En el camino se le cruza el amor y se tiene que quedar en Aragón. Entre pitos y flautas cumple la veintena y realiza sus primeros trabajos como ilustrador para el Ayuntamiento de Zaragoza, un tríptico y El hombre del aire libre (1984), un libro editado por la misma entidad, con texto de Rafael Gastón y de clara orientación ecologista, por el que (según cuenta Meléndez) le timan.


Después de este primer trabajo, se encarga de ilustrar El valle de los cocuyos, un evocador relato de la colombiana Gloria Cecilia Díaz Ortiz enmarcado en el realismo mágico y que es galardonado con el premio Barco de Vapor en 1985. Aquí ya se puede observar su trabajo delicado y detallista en el que da buena muestra del proceso de investigación sobre la iconografía precolombina que impregna sus imágenes.
Un año más tarde (1986), trabaja para La oveja negra y demás fábulas, un libro de Augusto Monterroso (Alfaguara), por el que recibirá el premio Nacional de Ilustración de libros infantiles y juveniles al año siguiente, un reconocimiento institucional que le hace despuntar entre los nuevos ilustradores que continuaban la labor renovadora de la llamada generación del 70.


Es así como Meléndez se prepara para la que, bajo mi criterio, es una de sus mejores obras, las ilustraciones para El cascanueces y el rey de los ratones, de E.T.A. Hoffmann, publicado por Montena en 1987. Sí, les confieso que para mí es una de las ediciones más bellas de la obra, no sólo por el estilo de esas ilustraciones con aguadas planas que recuerdan a otro tiempo, sino por las composiciones tan estudiadas que beben de la tradición. Sí, lo digo tal cual: forma un trío inmejorable junto a las versiones de Maurice Sendak y Roberto Innocenti.


Meléndez sigue ilustrando y en 1989 publica El verdadero inventor del buque submarino (Ediciones B), que firma como Annibal Gobelet, uno de los personajes del libro. Esta historia de corte clásico que narra la creación del submarino como producto de la inspiración amorosa (¡No me digan que no es bonito!), es para mí, su mejor obra, ya que constituye un inmejorable ejemplo de álbum ilustrado moderno en el que ilustraciones, texto y ¡caligrafía!, se conjugan armoniosamente para crear una producción única e irrepetible. 
Llamo la atención sobre el gran trabajo de investigación previo (denótese el deje barroco en él), el uso del color y su genial composición. Así es como el libro obtiene una mención al libro mejor editado en la feria LIBER (1990), el Premio Nacional de Ilustración (segunda vez) en 1992, y la Medalla de Plata en la exposición Schöntes Bücher Alles Welt (les traduzco: Los libros más bellos del mundo) de Leipzig, lo que llama la atención de editoriales afamadas internacionalmente como la neoyorquina Harry N. Abrams (N.B.: Edición en inglés que poseo pero que les aviso, carece de algunos elementos caligráficos maravillosos que sí recoge la edición española).


Un año más tarde, 1991, ve la luz Leopold: La conquista del aire, un libro que, como en el caso anterior, va firmado bajo el nombre de Oskar Keks y nos cuenta la historia de tres estudiantes universitarios que descubren los apuntes de un profesor un tanto chiflado que les invita a volar (¡Acudan a una biblioteca y descubran quién de los tres lo consigue!). En esta obra mucho más colorista que la anterior (las aguadas son más intensas), encontramos cierto aire victoriano y perspectivas cinematográficas que provocan que la productora Walt Disney/Touchstone Pictures adquiera los derechos de este libro para su adaptación cinematográfica, probablemente por el director Tim Burton (No sé yo si se merecería tanto este director, la verdad), un proyecto que hasta la fecha se desconoce (Y lo que te rondaré, morena...).


Tras estos dos álbumes deliciosos ven la luz otras tres obras de su autoría bastante llamativas, El viaje de Colonus (Aura Comunicación, 1992), Kifuko Yep-yep Nami-gu (Yep-yep, el primer Homo sapiens) (Ikusager, 1992) y El peculiar Rally París-Pekin (Aura Comunicación, 1993). Los tres son muy diferentes pero igualmente interesantes. El primero es un libro en acordeón (unos cuatro metros de largo) que narra el viaje del almirante hacia el descubrimiento del Nuevo Mundo, el segundo bebe de la estructura del libro-manual sobre antropología estrambótica (también lo pueden llamar pseudo-informativo si quieren), y el tercero trata sobre una carrera donde el humor es el santo y seña.


No hay que olvidar el buen puñado de ilustraciones para obras narrativas como Jacobo no es un pobre diablo de Gabrielle Heiser (SM), Los buscadores de tesoros un clásico de Edith Nesby (Alfaguara), Los cuentos de mis hijos de Horacio Quiroga (Alfaguara), Los viajes de Gulliver de Jonathan Swift (SM,), Los Machafatos de Consuelo Armijo, los Ocho cuentos del perrito y la gatita de Josef Capek (Austral Juvenil), la serie de Cuentos del pastor de E. Monterde (Montena), La isla de las ballenas de Juan Ignacio Herrera (Júcar), Sacha en el reino de los árboles, y Once animales con alma y uno con garras ambos de Ciro Alegría (Alfaguara), La huída de Antonio Martínez Menchén (Espasa-Calpe), Cuentos que me contaron de Gabriela Sánchez (Fundación Nueva Empresa), La noche de las papeleras de Eugenia Marquina (Diputación General de Aragón), Viaje a una casa tradicional aragonesa del valle medio del Ebro de José Aznar Grasa (DGA), las Aventuras de Mr. Boisset entre otras. A todo esto hay que añadir la portada de un vinilo sobre folklore.



Tras una década de trabajo desenfrenado, Francisco Meléndez desaparece, un hecho un tanto misterioso que acrecenta todavía más su leyenda. Según cuentan sus notas biográficas en los perfiles editoriales de Espasa-Calpe y Libros del Zorro Rojo, Meléndez se recluye en silencio y abandona su oficio tras la muerte de un ser querido. Elige vivir en un monasterio (dicen que de monjes Cartujos) y se dedica a otros menesteres, sobre todo espirituales y filantrópicos, entre los que destaca la fundación de la agrupación socioeducativa ’ãl-May’ãrî-Valmadrid, que promueve el trabajo artístico entre niños y adolescentes al margen de los cánones académicos. Les recomiendo que se pasen por el sitio de esta asociación pues alberga trabajos gráficos excepcionales entre los que destaco uno dedicado a la mineralogía más que notable (y que he utilizado en mis clases).


La últimas noticias que tenemos de él son la publicación de Los diarios de Adán y Eva (Libros del Zorro Rojo, 2010), un excepcional regreso al mundo editorial de este hombre que elige el dibujo a grafito como único vehículo comunicativo. No olvidemos tampoco algunos trabajos y publicaciones para la Universidad de Zaragoza y revistas especializadas.


Se ha hablado mucho y bueno de las ilustraciones de este hombre, para mi gusto atemporales pero muy fácilmente reconocibles, pues Francisco Meléndez sabe moverse, saltar por diferentes temáticas y tiempos, algo que se relaciona con la faceta de investigador y estudioso de la ilustración. Al mismo tiempo hay que llamar la atención sobre la época en la que desarrolla la mayor parte de su obra, los años 80 y 90, algo que le aupa como un autor de transición entre la cantera de ilustradores de los setenta que revolucionan y abren al mundo la ilustración infantil española, como Miguel Ángel Pacheco o Asun Balzola, y las nuevas tendencias gráficas que trae el nuevo milenio, a las que indudablemente también puede adscribirse Meléndez. De los primeros tomaría el auto-didactismo, el tándem tradición-vanguardia que tanto abunda en Europa, y una búsqueda por la originalidad. De los segundos la universalidad y el diálogo interior. En resumen, Meléndez pertenece a una posmodernidad con un gran abanico de recursos contemporáneos, que Ana G. Lartitegui ha definido como "un valor extemporáneo, una voz inimitable". 
Sobre las impresiones que percibo de su obra, quiero destacar, por un lado, la capacidad que tiene para transmitir los estados más íntimos del ser humano -la soledad de sus personajes me embriaga-, y por otro, la facilidad con la que capta el lado más animal de nuestra naturaleza, pues algo salvaje, descontrolado y desequilibrado, emerge de sus escenas, pues todo se desborda cuando habla de fiesta, los rostros se desencajan en las peleas, y el amor es rotundo. Y todo ese exceso, me encanta.


Lo han comparado con ilustradores como  Dusan Kallay o Fréderic Clément, han dicho que su estilo tiene elementos del falso naïve, de la pintura religiosa italiana, del surrealismo, la pintura barroca, e incluso de los artistas indígenas. También que es fantástica, onírica y evocadora. Han dicho tantas cosas de él (a las que ha restado importancia, según comentan los que lo conocen), que yo creo que es único, que bien pensado, no es poco.



Para saber más sobre este artista, unos cuantos enlaces:

La obra del ilustrador zaragozano Francisco Meléndez