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sábado, 18 de marzo de 2023

Desastres campestres


Cada vez que mis sobrinos se presentan en la huerta, mi padre se echa a temblar. Y no es para menos, pues los críos no paran de enredar. Sí, cosas de la edad, pero bien que joden la marrana. Se meten por cualquier sitio, caminan por donde no deben, meten en las narices en todo lo que pueden, y se ponen a jugar sin encomendarse a Dios ni a su padre.


Malgastan el agua, se acercan demasiado al pozo, azuzan a las gallinas, hacen saltar las trampas de los ratones, dejan abierta la puerta del corral, pisan los espárragos y los guisantes, y mueven las macetas de sitio. Que se llenen de barro es lo de menos, que para eso están las lavadoras. Lo que importa es mantener a raya el terremoto que desencadenan.


Y no solo eso. El campo está lleno de peligros. Herramientas afiladas, puntiagudas y pesadas. Mangueras, carretillas y depósitos de agua. Espinas, ramas, zarzas y maleza. Venenos, productos químicos y montones de inventos caseros. Cientos de peligros rodean al incauto que se piensa que el campo, por el mero hecho de ser un lugar abierto, es inofensivo.


A pesar de todo siempre se agradecen las risas infantiles en los yerbazales, entre los nazarenos y las amapolas, que se confundan con los cacareos y el sonido de los cencerros, el trino de los pájaros.
Algo parecido sucede en el libro de hoy y que lleva por título Imagina que…, un álbum de André Marois y Gérard Du Bois que nos trae a las librerías Libros del Zorro Rojo.


Secuela de otra historia que sucede en el interior de una casa y que esta inédita en castellano (On aurait dit), los autores se decantan en esta ocasión por una serie de peripecias sin paredes de por medio.
Alentados por un adulto, los chavales se encaminan al jardín de la casa tomando como hilo conductor un cuento de hadas inventado sobre la marcha. Hay castillo, príncipes y princesas, enemigos, un banquete final e incluso extraterrestres.



sábado, 12 de noviembre de 2022

Animales sociales


Hubo un tiempo en el que el sentimiento de comunidad era mucho más grande. Interaccionábamos de forma más activa con nuestros vecinos. En el bar, la parroquia, el parque o en los comercios. El barrio era un ecosistema que se autorregulaba y podíamos vivir sin necesidad de salir de él.
Los unos y los otros nos necesitábamos más que ahora, o mejor dicho, seguimos necesitándonos del mismo modo, pero hacemos como que no. Somos más recelosos de nuestra vida privada, tenemos un círculo social más amplio, los niños pasan mucho menos tiempo en la calle donde viven, y el vértigo cotidiano no nos ofrece muchas coincidencias.


No creo que sea cuestión de idealizaciones (cualquier tiempo pasado no siempre fue mejor) ni de pandemias. Hace mucho que no practicamos de manera palpable nuestra condición de animales sociales (que mucho Instagram y mucha app pero en vivo y en directo, na' de na').
Sí, amigos, hay que empezar a retomar buenas costumbres. Esta es la razón por la que las bibliotecas se estén vaciando, que los centros sociales parezcan geriátricos, que en las discotecas el alterne esté demodé, o que los parques sean meros solares. La misma razón por la que hoy les traigo un libro especial.


Más allá del bosque, de Nadine Robert y Gérard Dubois acaba de ser publicado por Pípala y a los monstruos nos ha hecho muy felices porque estábamos deseando hablar de él.
Protagonizado por dos conejos (¡Cuántos libros de conejos estamos encontrándonos en las librerías este otoño!), un padre y su hijo, que viven en un pueblecito situado en mitad del bosque, anhelan saber qué hay detrás de todos esos árboles. ¿Lobos, osos, tejones gigantes? Ni corto ni perezoso el padre idea un plan para poder mirar allende el bosque: horneará pan a cambio de piedras.


Con líneas finas y precisas y colores planos, las ilustraciones beben de un estilo sobrio que recuerda al grabado, una especie de fotogramas tranquilos que destilan un cierto sabor añejo y desdibujado que bien podría recordar al trabajo de autores orientales como Komako Sakaï.
Ambientado en un mundo rural que se aleja de otros que gustan por el abarrotamiento anglosajón (véanse los universos de Beatrix Potter o Jill Braklem) no está exento de detalles hermosos como la vida en la tahona, la recreación de la indumentaria popular, los juegos infantiles (esa fiesta final es una delicia) o los pájaros azules que sobrevuelan las páginas.


Galardonada en el salón del libro infantil de Montreal, esta historia sobre la familia, la determinación, la cooperación, los deseos, discurre por una nueva senda hacia la lectura sosegada y reflexiva, esa que abre espacios discursivos que se alejan de la moralina y los ismos. Hablar de solidaridad sería reducir mucho para un libro donde el reflejo que cobra lo humano es mucho más complejo gracias a detalles silenciosos que hablan de muchos matices.