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miércoles, 13 de marzo de 2013

Lección de ecología




Es bastante común que muchos de ustedes se queden sorprendidos cuando les hago saber que un servidor es de ciencias, ya que cabría esperar que un tipo que habla de literatura con tanta frecuencia sea filólogo, humanista o bibliotecario. ¡Pues no! Y hoy, para demostrarles que también sé algo de ecología, ecosistemas, homeostasis y equilibrio, les hablará el biólogo que llevo dentro.
Gracias a los medios de comunicación, las revistas divulgativas y largometrajes con fines políticos (hoy no me adentraré en esa disparidad entre ecólogos y ecologistas), se acostumbra a pensar de una manera colectiva que la deforestación se encuentra directamente relacionada con el cambio climático, un error garrafal desde cualquier punto de vista, ya que la tala de las grandes masas boscosas tiene más relación con la explotación, bien sea maderera, agrícola, ganadera o industrial, que con el aumento de dióxido de carbono, aunque séanlos vegetales quienes lo capturan mediante la fotosíntesis. También son muchos los que piensan que la solución a la tala descontrolada es la repoblación, y que los responsables pueden poner freno plantando el mismo número de árboles que el que han arrasado. Seguramente eso sea beneficioso para detener el avance de la desertización, pero no lo es a la hora de frenar la pérdida de biodiversidad, la mayor de las razones. Mantener la riqueza (siento usar mal este concepto ecológico, lo hago por ser  más didáctico…), no sólo redunda en la conservación de las especies que andurrean por cierto ecosistema, sino que debe ser una acción obligada para mantener nuestra propia existencia. El amor a nuestros bosques no debe partir del cariño a los animales o de la sensibilización por el reciclaje (que también), sino que debe nacer del puro egoísmo, pero… ¿de dónde? Para ello recapitulen una mañana cualquiera, cuántos objetos de su día a día tienen relación con el mundo biológico… Sabanas de algodón, esponja natural o guante de crin, colonias y perfumes, miel, bizcocho, papel higiénico, tostadas, mermelada, ese jersey de lana, la corbata de seda, zapatos y cinturón de piel vacuna, incluso el caucho de las ruedas de su coche… Todo tiene su origen en los seres vivos, organismos capaces de vivir en un medio determinado, con unas condiciones determinadas y que establecen una serie de relaciones con su entorno, llámese este taiga, selva o desierto, unos lugares que, de ser esquilmados o alterados, ocasionarán graves pérdidas de información dentro de esa entidad que Lovelock denominó Gaia.
Si necesitan alguna forma de ilustrarse les doy dos opciones. Por un lado tienen Los últimos días del edén, largometraje exquisito dirigido por John McTiernan y protagonizado por Sean Connery. Por el otro tenemos uno de los mejores libros de pop-up de los últimos meses que lleva por título En el bosque del perezoso, de Anouck Boisrobert y Louis Rigaud (editorial Hipótesi), un título de narración circular en el que, a pesar de contar con una selva que desaparece y aparece, se enseña a los pequeños lectores unas pinceladas de ecologismo.


lunes, 23 de noviembre de 2009

Gestando ciudades


Según un estudio (¿o era una encuesta?) realizado recientemente sobre diferentes aspectos y servicios de las ciudades españolas, véase transporte urbano o programaciones culturales, la población en la que vivo, Albacete, se encontraría en la sexta posición en lo que se refiere a calidad de vida. No sería bueno eso de disentir, ya que uno siente verdadero apego por sus concurridas calles y bajos precios, pero a veces no puedo evitar ser carcomido por la ira del verdugo y tratar mal a mi ciudad natal. Escrutando con cercanía, nunca con la mirada distante de un turista, lo que es Albacete, se podrían extraer numerosas conclusiones que echarían para atrás a más de un japonés, pero como no me interesa recibir comentarios grávidos y poco sutiles, prefiero dejar la apostasía ciudadana para otro momento de más ira y dejadez.
Es innegable que ciudades hay de todas las clases, para todos los gustos: unas más apagadas, otras exultantes de sabor, gigantescas o pequeñitas como cajas de fósforos, repletas de gente o tristemente fúnebres, de grata fisionomía, de geométrica utilidad o con mucha solera y tronío. Sean de un tipo u otro, todas, a la postre, se resumen en montañas de ladrillos, acero, asfalto y cemento… ¿O no? ¿O quizá una ciudad es algo más? Puede que una ciudad sea el latido de todos los corazones que la pueblan, puede que sea una melodía orquestada por las vidas que por sus calles corren, puede que sea un mero invento… Mientras lo piensan, les dejo con Popville (Anouk Boisrobert, Louis Rigaud y Pablo Guerrero), un libro de la editorial Kókinos muy colorido, dinámico y bien gracioso, que habla de eso, de ciudades: cómo se gestan, cómo nacen, crecen y se transforman.
Y si les resta algo de tiempo, dibújense dentro de sus páginas, los autores se olvidaron de lo más importante en las ciudades: quienes las habitan.