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miércoles, 11 de octubre de 2017

La necesaria sencillez que nos rodea


No estamos acostumbrados a ver el mundo como se supone que deberíamos. Bien porque nuestro orden altera las percepciones que sencillamente no llegan, bien porque otros se encargan de que prestemos atención a lo que no importa, o bien porque vivimos muy atentos en el yo-mi-me-conmigo, hemos perdido esa capacidad de sorprendernos con lo que nos rodea.
No crean que es una realidad exclusiva de los adultos. No. Cada vez veo más niños que viven en un mundo ficticio que poco tiene que ver consigo mismos. La pérdida de curiosidad, esa que insta a quehaceres cotidianos como abrir cajones, tocar la nieve, acariciar un perro o probar el agua del mar, se hace cada vez más patente en nuestros niños y jóvenes.


Muchos lo achacan a que los niños no se crían como antes, han dejado de estar en el mundo para vivir es jaulas de oro, en algunos casos urnas de metacrilato donde su interacción con el mundo se limita a lo permitido por unos progenitores (y sociedad) sobre-protectores. Otros tantos hacen distinciones entre diferentes entornos educativos y de crianza (Mire usté, no es lo mismo ver los pollos pelados y destripados sobre una bandeja de poliestireno, que criarlos y hacerles el cuello uno mismo). Y los menos (quizá los más acertados) aseveran que, preocupados por crear generaciones perfectas, nos estamos olvidando de que todos, incluidos los niños, pertenecemos a un mundo imperfecto y ya son viejos desde que nacen.


Yo, con mis estudios de campo, les diré que lo del hiper-paternalismo tiene mucho que ver, sobre todo en lo que se refiere a padres preocupados por ser buenos padres (¿eso existe?) y aparentarlo (signos de distinción social al canto). Sobre la dicotomía pueblo-ciudad no sé qué decirles... Llevo más de doce años de pueblo en pueblo, de ciudad en ciudad y la verdad es que, lo que otrora era un entorno diferenciador palpable, ahora se ha diluido gracias a lo que llamamos la aldea global, una abanderada por las redes sociales, la televisión y los móviles. Y sobre los aspirantes a que la felicidad desborde a toda su familia (¡Qué miedo me dan estas cosas...!), les podría dar numerosos ejemplos, pero me quedo con aquello de “Todas las familias felices se parecen entre sí; las infelices son desgraciadas en su propia manera.” y que cada uno extraiga sus propias conclusiones.


¡Madres y padres del mundo! ¡Escuchadme! Dejad a vuestros hijos jugar en paz. Que salten sobre los charcos, que se rebocen en el barro, que peleen y se rompan el brazo. Que saboreen la nieve, que se rompan algún diente, que se escondan tras los árboles, que aprendan a pedir un helado, que vayan a un campamento de verano, que coman puré de patatas y pastel de verduras, que es muy sano. A mirar las estrellas y también alejarse los barcos. Que lean libros prohibidos, que duerman a la intemperie y que los mosquitos se hagan un banquete con ellos en las noches de verano.


Y si ni aún rogándoselo me hacen caso, no se les ocurra darles el libro de hoy, porque seguramente empezarán a preguntarse qué serán todas estas cosas que terminarán experimentando. Sobre todo porque Un... mundo maravilloso, un delicioso álbum de Antonio Ladrillo (Editorial Fulgencio Pimentel), les está esperando.

martes, 1 de noviembre de 2016

Fantasmas de todos los colores


Con esto del cambio horario hoy me he levantado un poco zombie. No doy pie con bola y mil cosas que hacer... Empiezo a creer que lo de mover las manecillas del reloj tiene más que ver con una estrategia europea para ambientar nuestros pueblos y ciudades en la llamada noche de Halloween, que con el ahorro energético. Menos mal que ayer los triunfitos eclipsaron a la fiesta imperialista para devolver algo de caspa al panorama musical. Eso sí, el mismo estupor y los mismos temblores...
¿Será que llenando todos los rincones de falsas telarañas, tallando calabazas y montando algo de jarana, está todo resuelto? Teniendo en cuenta que las cosas no están para tirar cohetes y que se avecina un recrudecimiento de la crisis económica mundial, los gobernantes podrían dejar de fomentar el “pan y circo”, parar de hacer el mono y el espantajo y, sobre todo, dar ejemplo, que esto no tiene mucho que ver con lo que decía la canción (“Que todo va bien. Marcha, marcha. Vamos a hacer una fiesta en el mundo de Wayne...”).


A lo que voy... Ojalá y pudiese convertirme en fantasma por un día. Caminar entre las sombras, ser invisible a los ojos de los mortales y meterme en algunos despachos, en ciertas camas y retretes, los menos, para constatar lo que maquinan muchos, la realidad de las cosas. Los fantasmas de verdad siempre tienen la exclusiva (acuérdense de los que atormentaron al señor Scrooge durante la Nochebuena o de las cadenas del fantasma de Canterville), están bien informados y pueden actuar de manera impune. Nada que ver con los seres de ultratumba que nos acechan a diario desde todos los angulos. Sentados en sus escaños o conduciendo coches caros, el fantasma del cuñado, del compañero de trabajo. También hay alumnos fantasma (Llevamos dos meses de clase, ¡y todavía no han hablado!), algún que otro padre (¿Para qué tendrán hijos? No les he visto el pelo en todo el año) y bastantes cuentas bancarias e hipotecas fantasma. Pero lo que nunca deben olvidar es que en cada bar, hay de media de diez a doce fantasmas (si no se me ha olvidado contar...).


No les doy más la chapa en este día de difuntos. Sólo decirles que me uno a lo que reza el título del último libro-álbum del siempre genial Antonio Ladrillo, Ser un fantasma es lo mejor (editorial Fulgencio Pimentel). Una historia que tiene como protagonista a un fantasma de lo más afable y simpaticón. Aunque yo prefiero pasar más desapercibido (¡Oh! ¡Un fantasma tricolor!), no me importaría unirme a su fiesta..., eso sí, dentro de unos cuantos años, que ya tendré tiempo después de muerto.