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lunes, 13 de mayo de 2019

Sueños sobre los árboles



Con la alergia algo más atenuada (gracias a las múltiples bonanzas de la orilla del mar, of course) y los ánimos chispeantes, parece que las ganas de primavera empiezan a despegar, que es lo que tocaba. Tumbarse sobre el pasto mullido, dejar que pasen las horas. Sin preocupaciones, sin más compañía que uno mismo y las hormigas y otros insectos que, como los escarabajos, trajinan incesantemente. Que te arrulle el trinar de los pájaros, contemplar las puestas de sol con la esperanza de que los días próximos vengan cargados de más luz. Vivir es el verbo de esta época del año.
En mi memoria se agolpan los recuerdos de esas primaveras en las que la bicicleta era mi mejor compañera, cuando mi hermana me llevaba a la guarida de la perra recién parida, y surcábamos los campos de cebada entre las espigas que verdeaban. Recogíamos flores y, a falta de florero, mi madre las colocaba en un vaso. Corríamos detrás de las gallinas y sus pollos recién nacidos, pelábamos los ajos tiernos -montones de ellos-, también guisantes. Tortillas de porrines, también de espárragos, caracoles, fresas con nata y flanes de huevo. Eso era la primavera.


Solo nos faltaba una casa en lo alto de un árbol, o mejor dicho árboles lo suficientemente grandes como para hacer una casa sobre sus ramas, porque claro, teniendo en cuenta que sobre La Mancha rala no abundan, y que por aquí no hay muchos jardines particulares (la vida española es lo que tiene), teníamos que buscarnos las mañas en otros rincones. Entre las cañas, alguna cuevecilla o un bosquete asalvajado eran los lugares para construir una pequeña choza o un espacio más amable.


No echábamos mucho de menos el árbol pues, aunque la altura siempre ofrece más enjundia –véanse Ewoks o elfos de Lothlorien-, la cosa no consistía en hacer una obra de ingeniería, sino en crear un espacio amable en el que sentirnos a salvo de las decisiones adultas, de su omnipresente mano. Se trataba de idear un ecosistema personal, quizá caótico, imperfecto, donde dar rienda suelta a nuestros miedos y deseos, y que, sin mucha arquitectura, nos fuéramos encontrando unos a los otros, para reñir, entendernos o amarnos.


Esa es la idea que me ha recorrido mientras leía Como hacer una casa en un árbol, un álbum poético de Carter Higgins y la conocida ilustradora hawaiana Emily Hughes (ya saben, la misma de Salvaje, El pequeño jardinero o Charlie y Ratón) editado en castellano por Libros del Zorro Rojo.


En él se despliega esa exuberancia del mundo natural de la que hablamos, no sólo desde un punto de vista contemplativo, sino desde lo pragmático y lo fantástico. La naturaleza envuelve este libro en cuyas páginas se ofrecen una serie de consejos, las instrucciones necesarias para dar forma a ese hogar sobre el árbol, o lo mejor de todo, a deconstruirlo una y mil veces, pues cada niño tiene su árbol particular sobre el que construir un futuro personal e intransferible, un andamio sobre el que disfrutar de mil aventuras, hacer las piruetas más imposibles, escuchar historias inverosímiles y soñar bajo el cielo estrellado.




miércoles, 27 de marzo de 2019

De felices vividores



Nos empeñamos en ser infelices, en no disfrutar de lo poco o mucho que tenemos. Todo el día a la gresca con amigos, con la novia, con los compañeros de trabajo y, sobre todo, con la familia. No sacamos partido alas horas, al tiempo libre. Vivimos enganchados al móvil cuando deberíamos sentir la brisa fresca que nos trae la mañana, leer a la orilla del mar o invertir el tiempo con nuestros hijos, sobrinos o nietos.
Quizá es el destino del ser humano: sufrir viviendo, vivir penando. Yo hace tiempo que dije basta. Porque la vida son dos días, porque lo que viene conviene, porque qué-más-me-da. Si uno de ustedes me dice que ese libro no vale un duro, si otro me espeta cualquier bordería: por un oído me entra y por el otro me sale. La cuestión es estar contento con lo que uno hace, siendo honesto, sin faltar a nadie. Opiniones encontradas hay en todos los bares, lo mejor es no dejar que te afecten.


Les ilustro… Hoy ha llegado un chavalito nuevo a clase. No medía más de cuatro palmos y todos en clase le sacaban dos cabezas (imagínense el percal). Se ha sentado en primera fila con mucho desparpajo, a él le daba todo igual. El tío, listo como él solo, se atrevía con todo. Ejercicio por aquí, ejercicio por allá. Al principio se oían las risitas de fondo y he tenido que empezar a chistar. Luego el ambiente se ha tornado indiferente (¡Qué poco dura la novedad!), y por último la admiración ha hecho acto de aparición, pues no hay nada que asombre más, que una mezcla de inteligencia, arrojo y buen humor. Me daban ganas de aplaudir, de darle una medalla y no-sé-qué reconocimientos más. A eso le llamo yo, un vividor profesional.


Y por citarles a otros dos, hoy les traigo a Charlie y Ratón, una pareja de hermanos que hacen irrupción en el panorama “lij-erario” en castellano de la mano de Laurel Snyder, Emily Hughes y la editorial Impedimenta.
Aunque se podría haber optado por un álbum-serie (atentos a la publicación de mañana), las aventuras de estos dos pájaros se han editado en un mismo volumen, bien por cuestiones del guión, bien por tener más que ver con el álbum narrativo. En sus páginas podemos encontrar cuatro historias que entre el sinsentido y la lógica, nos abren las fronteras del vitalismo y la subversivo de la infancia. Bajo las sábanas, montando una fiesta, limpiando los jardines de piedras o comiendo antes de ir a la cama, nos hacen partícipes de una visión inocente pero en absoluto desechable.


El caso es que me he hinchado a reír con sus ocurrencias y las situaciones disparatadas ; también me ha dado por pensar en lo cotidiano con los mensajes hermosos que nos transmiten desde su universo particular (¿Acaso no ven en el episodio de la fiesta ese sabor que a todos nos encanta compartir en las reuniones improvisadas? ¿Y en la de las piedras se han fijado en las paradojas del azar?).
Me han caído genial esta pareja, como la mayor parte de los pícaros, pillos y truhanes que, como un servidor, intentamos colorear los sinsabores de este mundo inhóspito.



jueves, 5 de mayo de 2016

Agricultura ecológica y magia primaveral


Ya estamos en mayo y, agradecidos por las últimas lluvias, los campos andan teñidos de verde (¿será la única época del año en la que la sub-meseta sur no parece un erial?) y la primavera se puede cortar en el aire, no sólo por las hormonas en suspensión, sino por el vigor que en huertos, bancales y cultivares dan a entender que llega el fuego reproductor. Y para celebrarlo, he creído conveniente unas pocas consideraciones sobre la agricultura ecológica y/u orgánica, tal olvidada por algunos, tan vitoreada por otros como un servidor.


Seguramente muchos piensan que lo de la agricultura ecológica y orgánica está más relacionado con la prohibición de pesticidas y herbicidas que con otra cosa, pero me gustaría llamar la atención sobre algunos aspectos igualmente importantes en este tema... Sí, es cierto que este tipo de agricultura opta por el uso de productos naturales (aprovecho para proponerles una reflexión: ¿lo natural es sinónimo de inofensivo?) o inocuos para el ser humano (véase el caso del jabón de sosa o potasa diluido para controlar el pulgón o la ceniza diluida para la roya), así como por un control natural de las plagas (por ejemplo el uso de depredadores naturales como la Coccinella semptenpunctata para controlar el pulgón o las rapaces en el caso de los devastadores topillos), pero el concepto “ecológico” tiene el cuenta todo el equilibrio del sistema, y por tanto, multitud de factores inter-relacionados entre sí en pro de esa homeostasis...


Es por ello que debemos prestar mucha atención a las técnicas de laboreo, unas que pueden degradar el perfil del suelo y que, en muchos casos, no son auditadas para la certificación ecológica (ya saben, la ecoetiqueta) de los productos frutícolas u hortícolas. Con ello quiero decir que la presión a la que se sobre-expone el suelo en ciertas explotaciones, dista mucho del óptimo ecológico que se esperaría en estos productos, véase el uso del arado de vertedera (inversión de la estructura natural de un suelo) o el empobrecimiento mineral y orgánico del suelo y la consecuente adición de abonos (se supone que orgánicos...). Probablemente, todo esto se solventaría con una adecuada rotación de los cultivos y una técnicas de laboreo menos agresivas, así que, ya saben: el sustrato también importa.


También hay que tener en cuenta el tipo de semillas que se utilizan, ya que hoy día es muy difícil encontrar semillas no modificadas genéticamente (existe cierta diferencia con “seleccionadas artificialmente”, ya que el Hombre lo ha hecho desde que optó por el sedentarismo) o transgénicas, algo que tampoco suelen incluir muchas certificaciones de este tipo. Si desean variedades y cultivares tradicionales, les recomiendo acudir a cualquier encuentro-feria de semillas tradicionales o ponerse en contacto con alguno de los múltiples bancos de germoplasma agrícola (aquí les dejo el enlace con todas las redes de semillas españolas para que brujuleen) y proveerse así de estas variedades, no solamente adaptadas a un terreno y climatología concretas, sino que también favorezcan la viabilidad de la cosecha siendo resistentes a ciertas enfermedades.
Igualmente me gustaría hablar de un dato importante que no se considera en la mayoría de los productos ecológicos: el uso del agua. En un país como el nuestro donde predomina el clima mediterráneo, uno caracterizado por la marcada estacionalidad y la escasez de precipitaciones en verano, época de mayor productividad horto-frutícola, urge el acondicionar los cultivos a dicha disponibilidad para no derrocharla en exceso a merced de una producción que poco tiene que ver con los parámetros climáticos de una zona determinada (plantar maíz o espárragos en zonas con balance hídrico negativo es una atrocidad). Debemos adecuar los cultivos a las caraterísticas de cada zona, no sólo por la productividad, sino por respetar los recursos disponibles, así como utilizar métodos de riego de ahorro, adaptados a la zona y rentables.


Para terminar comentar algo que me ronda: ¿Todos los productos ecológicos son sostenibles? Es decir, ¿aportan su pequeño grano de arena a la sostenibilidad económica, ecológica y social?... Se podría decir que la mayor parte de ellos contribuyen en mayor o menor grado al parámetro ecológico, pero no ocurre lo mismo con la faceta económica (por ejemplo: si estamos acostumbrados a tener disponibilidad de todo tipo de alimentos a lo largo del año, algo que es imposible de manera natural ya que dependemos de las distinta temporadas, favorecemos el aumento de los costes y por consiguiente, el precio final del producto) o con la social (imagínense que vivimos en una zona en la que el pepino se cultiva de manera tradicional y ecológica pero el producto final es un poco más caro que el procedente de Marruecos, ¿Qué compra intervendrá más a nivel social? Si compramos el que proviene del país vecino seríamos doblemente insostenibles; por un lado fomentaríamos la continuidad de los bajos salarios que, probablemente, son la causa del precio competitivo, y denostaríamos nuestro propio producto en detrimento de las familias productoras del entorno; por otro lado auparíamos un transporte mayor, el elevado consumo de combustible y más producción de contaminantes y residuos, lo que, a la larga sería menos sostenible, tanto ecológica, como socialmente.


A pesar de tener en cuenta estas consideraciones, les diré que, lo mejor para conseguir unos aceptables tomates ecológicos es echarse p'alante y cultivarlos uno mismo. Sigan el ejemplo de El pequeño jardinero, el protagonista de otro álbum de Emily Hughes (Impedimenta) que con mucho tesón, perseverancia y algún que otro disgusto (raro es el agricultor que no los sufra), ve florecer su trabajo. Disfruten de esta preciosa oda al trabajo agrícola en la que la naturaleza interviene con todos sus mecanismos; y si no me creen, déjense seducir por la magia que tiene el ver germinar una habichuela.

martes, 9 de diciembre de 2014

Deshaciéndose de las cadenas sociales


Vivimos en un mundo en el que las buenas formas y lo políticamente correcto nos alejan cada vez más del sentido común. Hacer lo que dicta el saber estar, prima sobre cualquier situación y uno se ve en la encrucijada de elegir entre sus sentimientos o agradar a la sociedad.
Yo hace mucho que decidí: prefiero lo subversivo. Esto no quiere decir que abomine todos los estereotipos que marca la vida social, pero sí me gusta estar en equilibrio con lo que pienso, lo que siento y lo que hago, algo que, créanme, es bastante complicado en un tiempo como este, en el que las falsas palabras y las formas extremas envuelven con una niebla edulcorada cualquier parcela de nuestra vida.


Lo que más le jode a la gente que me rodea es que soy un monstruo, y lo admito. Allá ellos, yo, mi, me, conmigo… No pretendo caerles bien, sino ser sincero con quien toca, con uno mismo. Sé lo que quiero, lo que me gusta y, más importante todavía, quien soy, algo que no consiste en un proceso de introspección bajo la supervisión de un psiquiatra, sino más bien en concluir que uno es uno y debe convivir con sus circunstancias para sacarle el mayor rendimiento posible al paso por lo terrenal.
Lo malo es que soy de los pocos que elucubra (debería decir “lubrica”) de semejante manera, ya que la inmensa mayoría prefiere la verborrea convencional, muchas manos acariciando el lomo, palabras de aprobación y muchos halagos, muchas promesas, mucha evanescencia…, una receta que, si bien te deja sobrevivir a familias putativas, amigos tocapelotas y compañeros envidiosos, también cabe destacar que ha encumbrado a incontables pequeños Nicolases (y todo lo que ello conlleva a sus damnificados).


Este post es una oda a lo fiel, a lo veraz, a lo natural, porque bien es sabido por todos que, solo lo auténtico trasciende, mientras que lo falso, lo forzado y lo artificial (algo que detesto), cae en el más absoluto de los olvidos y pudre el alma de quien lo lleva consigo.
Y como muestra de este discurso contra los cánones pre-establecidos y otras menudencias del amaneramiento occidental, aquí les dejo con un álbum ilustrado que me ha dejado con las patas vueltas. Salvaje, de la hawaiana Emily Hughes (editorial Libros del Zorro Rojo) nos cuenta la historia de una niña criada por los animales del bosque a la que un afamado psicólogo intenta domar sin percatarse de que las personas libres y consecuentes luchan con fiereza para deshacerse de sus cadenas.