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sábado, 20 de abril de 2024

¿Libertad? ¿Dónde?


Lo que más me gusta de este blog, es que puedo decir lo que me apetezca. No sin consecuencias, claro está, pues ya saben ustedes que, quien dice lo que no debe, oye lo que no quiere. Y yo no voy a ser menos. La independencia tiene esas cosas y uno tiene que sopesarlas previamente.
Hay gente que prefiere cerrar el pico y seguir medrando a la chita callando. Y otros que, opinando, nos ponemos la soga al cuello sin haber dicho tanto. Todo depende de nuestras convicciones y de lo dispuestos que estemos a limpiarnos el culo con ellas. También del tacto y las intenciones, pues a veces hablamos sin maldad, por mero divertimento, y la piel fina de los demás nos juzga sin piedad.
Por mi parte, odio la tibieza, a ese tipo de personas que juegan en todos los bandos. No te miran a la cara, dicen y se desdicen, corruptos y taimados, tan esclavos y abundantes... Prefiero mi canto aunque suene vulgar. Al menos trina en libertad.

Cuando una canción
sale de un pico,
de un hocico
o de una boca,
nadie puede sospechar
lo que ocurre
con sus notas.

Podrían pasar de puntillas,
invisibles,
como si tal cosa.
O podría suceder
que se vuelvan contagiosas.

Quién sabe qué decía
la canción del pájaro toc.
De lo que no hay duda
es que su canto
sobrevoló cada rincón.

Y es que,
si la tonada
es pura y verdadera,
no hay muro que la detenga,
ni rejas
ni barreras.

Fran Pintadera.
La canción que voló.
En: La canción del pájaro toc.
Ilustraciones de Anna Font.
2024. Barcelona: Akiara Books.


miércoles, 26 de abril de 2023

Un hambre voraz


Con esto de la inflación, ir a comer por ahí se ha convertido en todo un despropósito. En primer lugar, porque los precios están por las nubes. Las materias primas, la mano de obra o el coste de la energía se han convertido en la coartada perfecta para desplumarte por un menú del día tirando a normalito.
En segundo lugar, tenemos la calidad. Si antes te cobraban lo más grande por un sabroso tomate acompañado de un poco de ventresca y un chorreón de aceite virgen extra, ahora hay que extrapolar la realidad a un tomate insípido, caballa tiesa y aceite de orujo. No sé si mis vísceras están preparadas.
Y, para terminar, la cantidad. Si hay algo que me saque de mis casillas, es gastarme treinta lereles y quedarme con el estómago vacío. Y no es que yo acostumbre a hinchar el buche a base de gamba roja o caviar iraní, no. Arroz con conejo, judías con perdiz o gazpachos manchegos son los platos de los que me alimento. ¿Qué coste supondrá añadir un puñado más al perol?


Me niego a quedarme con hambre en España. Si algunos están empeñados en la dieta keto, el ayuno intermitente o las recomendaciones nutricionales de la OMS, es su problema. En este país siempre nos hemos puesto finos y es una pena que, desde ciertos sectores, se contribuya a un despropósito parecido al que sucede en Dinamarca, Holanda o Bélgica.


Y con esta crítica voraz, llegamos al Niño caníbal de Fran Pintadera y Guridi, un álbum que acaba de editar Takatuka y que es toda una oda al apetito. Es la historia de un crío que pertenece a una tribu que devora a todo el que pilla. A las mascotas, a sus propios congéneres, e incluso a la maestra cuando manda demasiados deberes. Todo gira en torno a hincarle el diente a la carne humana, hasta el amor…


Con mucho juego verbal, una caracterización de personajes estupenda y un tema muy sugerente (Esto de comerse a los congéneres siempre ha sido un punto de partida sin igual para desarrollar todo tipo de conjeturas), es de esos libros que arrancan una carcajada y te invitan a desarrollar la inventiva.
Basado en una canción del cantautor cubano Virilo, esta canción que ha sido versionada por multitud de autores como por ejemplo Luis Pescetti, se transforma en álbum de la mano de Pintadera, que adapta la rima de un texto con montones de posibilidades, y Guridi, que con su inconfundible estilo le aporta más comicidad si cabe.

sábado, 22 de enero de 2022

Volando y hablando


Una de las primeras cosas que aprendí en mis primeros días como universitario fue la de calcular la fuerza de sustentación que permite volar a las aves, un mecanismo físico producido por la acción de flujo a través de la superficie de sus alas. Aunque este proceso es el mismo en todas ellas, cada especie tiene su manera particular de hacerlo. Movimientos ascendentes y descendentes, planeando a modo de parapente, revoloteando incansablemente. Una forma de hacer suyo el cielo, como si de un lenguaje antiguo se tratase. Para comunicarse entre sí, para hablar con nosotros. Ese vuelo infinito que nos emboba con sus cadencias y versos.


Sobre el lienzo celeste
parecemos letras.
Garabateamos suspendidas en la nada.
El aire nos mece
improvisando nuevas formas
y, con cada giro,
el cielo cambia con nosotras.

Somos un alfabeto efímero,
el lenguaje secreto
de quienes aprendieron
a levantar la cabeza.
Basta con mirar a las nubes
y leer
las palabras de nuestra historia.

Fran Pintadera.
Palabras en el aire.
En: El vuelo infinito.
Ilustraciones de Alejandra Acosta.
2021. Pontevedra: Kalandraka.



lunes, 11 de enero de 2021

Buscando culpables


A cuenta del COVID, hay que buscar un culpable. Y no ha habido pocos… Los chinos, bien en sus laboratorios militares, bien por consumir murciélagos, el calentamiento global (o eso nos dijo Greta), los niños (por guarros, por inconscientes, por juguetones), los italianos (nada mejor que echarle la culpa al vecino), o Trump, que hasta hace unos días ha sido el comodín perfecto. 
A cuenta de Filomena, hay que buscar un culpable. Que si los ingleses por haber consumado el Brexit y haberse adueñado del anticiclón de las Azores. Que si el calentamiento global (a este paso va a tomar el testigo de Trump). No nos olvidemos de la Ayuso, que ha contratado a unos chinos para que provoquen el temporal. Y por qué no, la Pedroche, esa gran culpable que necesitaba hacer yoga desnuda en mitad de su jardín nevado. 


La cosa es que en este país eso de tirar balones fuera se nos da de maravilla… Si la luz sube un 27%, la culpa es del consumidor que no se fija en lo que contrata (total, unos eurillos arriba, unos eurillos abajo, ¡qué más da!). Si el aeropuerto de Barajas se paraliza durante 48 horas porque no hay suficientes quitanieves, la culpa es de Aznar (otro como Trump). 


Aunque mi teoría sobre por qué esto está enquistado en la sociedad española se las trae, se la voy a contar. Todo se resume en el catolicismo, esa religión que lleva siglos lacerándonos por pecadores. Y acabamos tan hartos de culpa y expiaciones que cargamos con el muerto al primero que pasa. Da igual que sea en mi casa, en la tuya, en el colegio, en el ayuntamiento o en Cataluña, lo suyo es que la penitencia la lleve otro, que lo único que queremos es subir al cielo con el expediente limpio como una patena. Eso sí, sentido crítico, cero patatero.


Llego así a uno de esos títulos con los que da gusto empezar la semana. Porque te trae muchas vivencias cercanas a la cabeza. Porque te partes de risa trasladando su historia a tu día a día. Se busca culpable es un álbum de Fran Pintadera y Christian Inaraja (editorial Libre Albedrío) que nos cuenta la historia del señor Ponte, un tipo con muy malas pulgas que se encuentra un pelo en la sopa. Como se podrán imaginar, monta en cólera y pide explicaciones a todo quisqui. Acude la camarera, después el cocinero, la frutera, el hortelano… ¡Menos mal que tras mucho investigar aparece el culpable! 


Con un tono muy distendido y recordando a las retahílas poéticas por su fórmula repetitiva y acumulativa, no se pueden perder un libro que tiene mucho de detectivesco. Acompañado de unas ilustraciones coloristas y desenfadadas (¡Atención a las guardas!), seguro que les da pie a jugar con sus hijos, nietos o alumnos, y descubrir el color, la longitud y la forma de su pelo, algo muy necesario para no llevarnos una sorpresa con eso de advertir la paja en el ojo ajeno aunque no veamos la viga en el nuestro.

lunes, 21 de enero de 2019

Un Blue Monday sin lágrimas



En este Blue Monday (se supone que el día más triste del año) me he percatado de que llevo mucho tiempo sin llorar. No sé si eso es bueno o malo. Por un lado creo que está bien vivir en un estado de felicidad, no creo que absoluta, pero sí con viento favorable. Por otro lado también pienso que echar una lágrima de vez en cuando viene bien, más que nada porque dejas aflorar tus emociones y la cosa funciona a modo de catarsis.


Hay gente que es muy llorona y a la mínima se deshacen en un mar de lágrimas, mientras que a otras les cuesta horrores humedecer las mejillas. Yo creo que lo mejor es quedarse en un punto medio y visitar ese estado de vez en cuando, cuando surja. He de reconocer que los ojos se me aguan con facilidad (es ver gente unida por una causa y me entra un no-sé-qué…), pero nunca de la forma que lo hacen las grandes plañideras.


Se puede llorar por múltiples causas. Hay personas que lloran de alegría (muy bonito de ver), hay otras que se ponen a llorar de la risa (también los hay que se mean), mucha gente llora de rabia (creo que es un buen ejercicio, sobre todo para no contenerla y que la cosa vaya a más), también tenemos a los que lloran de dolor (sobre todo las criaturas…, por algún sitio tiene que salir el chichón y liberarles de la mala sensación) y por último los que lloran de pena (No me gusta nada esta última. La tristeza, la congoja, minan a cualquiera).


Dicen que los hombres no lloran, pero yo sé que es una mentira de las grandes. Lloramos bastante aunque no lo digamos. Todos lloramos, mujeres y hombres, no sólo porque hay que mantener la córnea húmeda (ya saben que si no, habrá que echar mano de la lágrima artificial), sino porque es una capacidad del ser racional que es el humano. Así que déjense de rollos y lloren si les place. Y si no encuentran razones aquí les traigo el ¿Por qué lloramos? de Fran Pintadera y Ana Sender (Akiara Books), un libro con una gran carga de sensibilidad (era lo que cabría esperarse de un título que habla de algo tan íntimo) que puede ser un buen comienzo para ir entrenando el lacrimal.


Creo llega al fondo de la cuestión de una manera bastante elegante (es lo que tiene el lado poético de las cosas) y que conjuga bastante bien la carga verbal con lo simbólico de las ilustraciones. Una bella historia que al final tiene que ver con muchas cosas, no sólo con las cosas del llorar, sino también con las del amar…


Las imágenes de esta entrada son propiedad del blog Pájaros en la cabeza.

jueves, 13 de diciembre de 2018

Nosotros y los demás



Que cada uno somos de nuestro padre y madre lo tenemos muy claro. Tanto que muchos lo utilizan como excusa para hacer lo que les viene en gana. Somos muy variopintos, muy diferentes. Sí. Pero, ¿es eso suficiente para justificar nuestros comportamientos? Unas veces pienso que sí, otras que no, y las menos que da igual, porque nada cambiará apelemos unas veces al sentido común, otras al respeto, y las más a la libertad.


No es fácil convivir, aguantar al resto de seres humanos. Solemos pensar en nosotros mismos porque cada uno (con)vive con sus circunstancias aunque estas se llamen Rosarito o Alfonsito (Todo muy orteguiano, para que luego digan que no filosofamos). Los altos no quieren sillas bajas y los bajos no llegan a las estanterías más altas. Los gordos sueñan con butacas de tren más amplias y los escuchimizados con rellenar las mangas de esa camisa de Zara. Las del pelo rizado se pasan el día con las planchas y las morenas con las mechas rubias a cuestas. Mi padre quiere usar ropa amplia y mi madre que sea fácil limpiar las ventanas. A la Gema le gusta el Atiko, a la Pili el Velouria, al Pedro que no le mareen y a mí, disfrutar…


Con tantos deseos y pareceres es muy difícil ponerse de acuerdo (Nunca llueve a gusto de todos), más todavía cuando uno no sabe quién es. Sí, sí, como lo oyen. Hay gente que se pasa el día a la gresca porque no es consciente de  sí mismo (yo sé que soy algo impertinente y deslenguado) y, queramos o no, nuestras relaciones sociales pasan por conocernos, porque si no lo hacemos serán los demás quienes nos hinchen a empujones y puntapiés, recordándonos que no estamos solos y (no) sabemos qué queremos.


Y así llego a Cándido y los demás, un libro de Fran Pintadera y Christian Inaraja que ganó el último Premio Internacional Compostela para álbumes ilustrados convocado por la editorial Kalandraka. En él tenemos a nuestro protagonista (cualquiera de nosotros), Cándido, un hombre que, a pesar de ser especial, se diluye entre la gente. Que tiene sus miedos respecto a los demás pero también unos cuantos anhelos. Ser y seguir siendo. Ser y cambiar, para bien o para mal. Aunque no todo es tan complejo, siempre hay cosas que compartir. “Román, ¿siempre?...” Sólo tienen que leer el libro y dar con la respuesta.