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viernes, 16 de diciembre de 2022

¡Vámonos de fiesta!


En el mundo hay dos tipos de personas, Aquellas que al rozar la cuarentena, incluso, antes, aborrecen salir de juerga, y aquellas que cuanta más fiesta, mejor. Como podrán imaginarse yo soy de los segundos, y aunque mucha gente me diga que ya no estoy para estos trotes, yo sigo con mi tole-tole porque puedo y quiero.
Si bien es cierto que mi cuerpo se resiente cuando trasnocho y bebo más de la cuenta, necesito salir y alternar tanto o más que cuando era un chaval. La tarde o la noche. El gentío y la bullanga. Cerveza, cháchara y risas. Música de la buena o de la mala (la cuestión es mover el esqueleto, ¡qué más da! Y si ligas, mejor que mejor.


Seguramente ustedes aboguen por tomarse un buen gin tonic en una terraza a orillas del mar, la paz que habita en las montañas o el calor de un buen libro en el sofá, a lo que les respondo: yo también. Las dos situaciones no son excluibles, practico todas ellas y, además, me va la marcha.
Lo admito. Me gustan verbenas, bares y discotecas. Son lugares en los que el personal se desinhibe, da rienda suelta a su yo menos comprometido, más canalla y divertido, a besos, atrevimientos y verdades, su imaginación e ingenio. Sí, son espacios abarrotados y ruidosos, pero muy generosos.


El mundo de la parranda es pura fantasía, un lugar lleno de monstruos repletos de miserias y sinsabores que, arrastrados por motivos de lo más variopintos, se dejan llevar en un vacío menos normativo por un vaivén de locuras que nos suelen alejar de ámbitos más comedidos como la familia o el trabajo.
No digo que todo sea de color de rosa, pues también hay muchos excesos, algún corazón roto y más de un golpe que, a menos que te pillen de sorpresa, hay que esquivarlos para seguir con el ánimo intacto. Que tontos, desquiciados y buscarruidos también salen y hay que saber identificarlos.


Con todo esto no quiero decir que salgan de farra todos los días, ni mucho menos los señalados (estas fechas, las peores), pero sí que alienten la vida y se animen de vez en cuando aunque las horas postreras no sean muy agradables. A veces merece la pena dejarse llevar por el espíritu festivo que se respira hasta en los libros para niños. Y como muestra, dos estupendos botones: Una fiesta de disfraces, escrito por Catalina González Vilar, ilustrado por Paula Alenda y publicado por Degomagom, y ¡En este libro hay una fiesta! ¡Vamos! ¡Entra!, un álbum de Jamie Michalak y Sabine Timm, editado en castellano por Kókinos.


Como cada verano, la señora Melitona celebra su fiesta de disfraces y todos los que viven en el prado acuden a ella. Los del gran manzano, los de la mata de zarzamora y hasta los del viejo pozal abandonado. Empieza la merienda y cada uno acude con su atuendo monotemático. Verde, rosa, azul y amarillo. Todos comen y bailan al son de la música cuando, de repente, una ráfaga de viento huracanado hace aparición…


En esta elegante y sencilla propuesta, Catalina González Vilar nos ofrece una narración muy alegre pero donde subyace un discurso muy interesante en el que se cuelan colectivismo, diversidad y multiculturalidad sin hacer gala de esa vis empalagosa que tanto detesto y llena montones de libros de valores. Si a ello añadimos la frescura de esas aguadas coloristas que tanto me gustan de Paula Alenda, la cosa se transforma en un deleite visual que no deben perderse.


La segunda historia de hoy nos invita a entrar en una fiesta junto a Limón, su protagonista. Abrimos la puerta y pasamos las páginas. En las primeras hay un ratón, una casa, un calcetín y un pantalón jugando a no pisar el suelo. Aquí no es. Seguimos buscando con Limón. Otra puerta. Solo gatos y zapatos. No hay fiesta que valga. En la siguiente unas frutitas muy arregladitas. ¡Tampoco! ¿Encontrará la fiesta Limón?


Con objetos cotidianos y mucha imaginación, las autoras recrean una historia a base de fotografías donde el sinsentido, el diorama y el knolling son la base de una historia interactiva que puede desbordarse como el lector quiera y donde hay destellos de Hervé Tullet o Christian Voltz. Desorbitado, colorista y muy imaginativo.



martes, 18 de diciembre de 2018

¡Yo quería ser pastelero!



Soy tan galgo que de pequeño soñaba con ser pastelero. No cabe duda de que si alguien desea ganarse mis favores sólo tiene que acudir con un buen pastel (Información para navegantes: nada dulzones y de sutiles sabores, con chocolate y frutas ácidas mediante). Tras una confesión en familia y algunas risas, mi  madre me disuadió de hacer realidad esa idea haciéndome saber que los confiteros no sabían de camas y sueños, ya que, sobre todo en aquella época, vivían a fuerza de madrugones. Yo me lo pensaba, pero seguía en mis trece, más todavía cuando le hincaba el diente a los palos de crema, las milhojas o los miguelitos de La Roda.


Con el tiempo y unas cuantas madalenas de por medio, descubrí que la repostería no es  nada fácil y que, a pesar de recetas y alquimia (muchos comparan cocina con química), te puedes pasar con el azúcar o la harina, y hacer engrudo en vez de auténticas delicias. Así que me dejé de tonterías, que siempre hay tiempo de acudir a una buena pastelería y disfrutar de la buena mano de otros y un par de golosinas.


No obstante, todavía me sigue gustando eso de toparme con una pastelería y asomarme al escaparate. Salivando como el niño que era. Lo mismo sucede con los programas de la tele o los canales de Instagram sobre tartas de boda, “cupcakes” u otras historias (¿No les resultan hipnóticos el movimiento de las batidoras o las mil y una formas con las que decorar a base de manga pastelera?). Y concluyo que sin abusar de los postres (ya saben que hay que guardar la línea), a nadie le amarga un dulce porque bocado que no echas, bocado que no recuperas (no seamos resignados y catemos nuevas experiencias).


Con todo esto y un bizcocho, llegamos a un libro que, además de robarme una sonrisa, me ha trasladado a esos sabores de la infancia que no se olvidan. Y es que Prímula Prim, un álbum de Catalina González Villar y Anna Castagnoli (editorial Los cuatro azules) en el que los protagonistas son una pareja de conejos que regentan una pastelería tiene mucho que contar a través de sus sencillas palabras y sus evocadoras ilustraciones. La historia comienza con la llegada de la primavera y un regalo de aniversario muy especial, casi mágico, continua con muchos vítores (Morir de éxito debe ser bastante triste, ¿no creen?) y termina con un giro inesperado sobre la sencillez de lo cotidiano y el retorno a la felicidad.
Una historia de siempre llena de luz, una historia de calor bajo la que cobijarse en estos días de invierno… Hasta que llegue la primavera y nos impregnen sus aromas.


jueves, 26 de abril de 2018

Leyendo en los jardines



No sé quién dijo una vez que los humanos y la naturaleza se encuentran irremisiblemente unidos por una costura invisible y que la mejor prueba de ello es que, desde tiempos inmemoriales, las civilizaciones humanas se habían empeñado en crear en mitad de sus ciudades, los más hermosos jardines, lugares a imagen y semejanza de  bosques y otros parajes. Desde el mismo jardín del edén bíblico hasta los minimalistas jardines zen, son muchos los parques y espacios ajardinados que se reparten por toda la geografía mundial. Lugares de obligada visita, algunos de culto, en los que se entremezclan muchos intereses, que van desde el juego infantil a la contemplación estética.
Verano, otoño, invierno y primavera pasan por ellos caracterizándolos con diferentes formas de vida, así como desprenden diferentes estados anímicos para con el visitante. Unos prefieren el picnic con la caída del sol veraniego, mientras que otros gustan del colorido otoñal, yo sin embargo conecto más con la primavera, el jolgorio de los arriates, los brotes reventones que llenan los árboles, el cerezo en flor o el olor tras los chaparrones. Esta es la razón por la que me he esperado hasta hoy para reunir tres historias exquisitas que sobre jardines nos ha dado la LIJ de los últimos meses.


El primero de ellos es Teo Muchos dedos, un álbum escrito por Catalina González Vilar, ilustrado por Pere Ginard y publicado por A buen paso. Con una prosa muy rica, no sólo en el aspecto verbal (he aquí la razón por la que se ha optado por definirlo como, lo que yo llamo, álbum narrativo, ese que intenta darle mayor significación al texto), narra la historia de un habilidoso jardinero utilizando la estructura del cuento tradicional. 


Sin lugar a dudas cautivador y muy delicioso, se pueden entrever en él las influencias del folklore y muchas de las funciones de Propp en pro de un alegato por la belleza que guardan los jardines y una defensa de la libertad y su reconocimiento social y comunitario (para mí lo más sabroso de este libro). No les voy a destripar el argumento (¿acaso no les sirve mi palabra de que les va a encantar?) y de sus evocadoras ilustraciones elaboradas con la técnica del collage digital sólo haré referencia al detalle de unas guardas que regalan una sorpresa final y enmarcan temporalmente (entre principios de la primavera y finales del verano) esta bella historia.


En segundo lugar tenemos que hacer referencia a esa explosión de colorido que es El jardín, un álbum ilustrado de Atak y editado por Niño Editor. 


Quizá sea el libro más poético de los tres, sobre todo por la enorme carga estética que guardan las escenas que lo componen y en las que se hace claros guiños a un mundo exuberante donde campan la vida, el amor y las edades del hombre. Asimismo en esta comunión entre humanidad y naturaleza (y donde botánicos y zoólogos se perderían encantados), unas veces dominada, otras salvaje, recuerda en parte a un río desbordado de emociones. Por si esto no fuera poco, en sus ilustraciones aparecen guiños a libros como La isla misteriosa, uno de los cómics de Tintin, o a cuadros como El desayuno sobre la hierba de Manet.



Por último, traigo un poquito de poesía de la mano de Andrea Pizarro Clemo y su Júbilo, un álbum de poesía que fue pergeñado durante la realización del Máster en Album Ilustrado de IconI y fue publicado por la editorial argentina Limonero. 


En él se nos narra en forma de romance el nacimiento de una primavera nueva, no sólo en el jardín, sino en el corazón de su jardinero jubilado, una coincidencia un tanto metafórica que contextualiza el poder de las relaciones intergeneracionales desde un punto de vista humano. Ya saben que cuando ante mí se despliega un libro de versos, prefiero dejarlos cantar a su suerte y que ustedes mismos busquen en las rimas sus propias palabras.


-¿Por qué tu invierno no deja
la primavera acercarse?
Aquí traigo mi impaciencia,
¿puedo con ella sembrarte?