En el mundo hay dos tipos de personas, Aquellas que al rozar la cuarentena, incluso, antes, aborrecen salir de juerga, y aquellas que cuanta más fiesta, mejor. Como podrán imaginarse yo soy de los segundos, y aunque mucha gente me diga que ya no estoy para estos trotes, yo sigo con mi tole-tole porque puedo y quiero.
Si bien es cierto que mi cuerpo se resiente cuando trasnocho y bebo más de la cuenta, necesito salir y alternar tanto o más que cuando era un chaval. La tarde o la noche. El gentío y la bullanga. Cerveza, cháchara y risas. Música de la buena o de la mala (la cuestión es mover el esqueleto, ¡qué más da! Y si ligas, mejor que mejor.
Seguramente ustedes aboguen por tomarse un buen gin tonic en una terraza a orillas del mar, la paz que habita en las montañas o el calor de un buen libro en el sofá, a lo que les respondo: yo también. Las dos situaciones no son excluibles, practico todas ellas y, además, me va la marcha.
Lo admito. Me gustan verbenas, bares y discotecas. Son lugares en los que el personal se desinhibe, da rienda suelta a su yo menos comprometido, más canalla y divertido, a besos, atrevimientos y verdades, su imaginación e ingenio. Sí, son espacios abarrotados y ruidosos, pero muy generosos.
El mundo de la parranda es pura fantasía, un lugar lleno de monstruos repletos de miserias y sinsabores que, arrastrados por motivos de lo más variopintos, se dejan llevar en un vacío menos normativo por un vaivén de locuras que nos suelen alejar de ámbitos más comedidos como la familia o el trabajo.
No digo que todo sea de color de rosa, pues también hay muchos excesos, algún corazón roto y más de un golpe que, a menos que te pillen de sorpresa, hay que esquivarlos para seguir con el ánimo intacto. Que tontos, desquiciados y buscarruidos también salen y hay que saber identificarlos.
Con todo esto no quiero decir que salgan de farra todos los días, ni mucho menos los señalados (estas fechas, las peores), pero sí que alienten la vida y se animen de vez en cuando aunque las horas postreras no sean muy agradables. A veces merece la pena dejarse llevar por el espíritu festivo que se respira hasta en los libros para niños. Y como muestra, dos estupendos botones: Una fiesta de disfraces, escrito por Catalina González Vilar, ilustrado por Paula Alenda y publicado por Degomagom, y ¡En este libro hay una fiesta! ¡Vamos! ¡Entra!, un álbum de Jamie Michalak y Sabine Timm, editado en castellano por Kókinos.
Como cada verano, la señora Melitona celebra su fiesta de disfraces y todos los que viven en el prado acuden a ella. Los del gran manzano, los de la mata de zarzamora y hasta los del viejo pozal abandonado. Empieza la merienda y cada uno acude con su atuendo monotemático. Verde, rosa, azul y amarillo. Todos comen y bailan al son de la música cuando, de repente, una ráfaga de viento huracanado hace aparición…
En esta elegante y sencilla propuesta, Catalina González Vilar nos ofrece una narración muy alegre pero donde subyace un discurso muy interesante en el que se cuelan colectivismo, diversidad y multiculturalidad sin hacer gala de esa vis empalagosa que tanto detesto y llena montones de libros de valores. Si a ello añadimos la frescura de esas aguadas coloristas que tanto me gustan de Paula Alenda, la cosa se transforma en un deleite visual que no deben perderse.
La segunda historia de hoy nos invita a entrar en una fiesta junto a Limón, su protagonista. Abrimos la puerta y pasamos las páginas. En las primeras hay un ratón, una casa, un calcetín y un pantalón jugando a no pisar el suelo. Aquí no es. Seguimos buscando con Limón. Otra puerta. Solo gatos y zapatos. No hay fiesta que valga. En la siguiente unas frutitas muy arregladitas. ¡Tampoco! ¿Encontrará la fiesta Limón?
Con objetos cotidianos y mucha imaginación, las autoras recrean una historia a base de fotografías donde el sinsentido, el diorama y el knolling son la base de una historia interactiva que puede desbordarse como el lector quiera y donde hay destellos de Hervé Tullet o Christian Voltz. Desorbitado, colorista y muy imaginativo.
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