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viernes, 4 de mayo de 2018

¡Feliz Día de la Madre (combativa)!



Se ve que este domingo es el día de la madre por lo que se avecina la inmejorable excusa de comprar una bandeja de pasteles (ya saben que me encanta la galguería… un buen palo de crema, miguelitos, merengue con fresas…) y ponernos a tragar como auténticos cerdos. Y seguramente, en algún momento de la sobremesa, alguna palabra será la chispa adecuada para desencadenar un cisma familiar.
No se crean que hay dinero de por medio (nos apañamos con poco) ni tampoco cuestiones religiosas (tenemos clara la postura) ni discusiones políticas (¿acaso merece la pena?), lo nuestro, como buenos manchegos, son las chorradas. Podemos reñir por quien sujeta a las criaturas para que los demás coman con tranquilidad, enfrentarnos porque uno tiene más barriga que el otro, y se puede liar la de San Quintín por quien se come la última onza de chocolate. El caso es liberar tensiones y dejar salir los malos rollos que todos llevamos dentro, como si de una cura terapéutica se tratase.
Así que ya saben, concédanse un capricho el domingo, denle alas a sus pasiones (las más odiosas, por supuesto) y suelten la lengua en pro de la relajación muscular. Y si no saben qué palabra mágica pronunciar para desatar la tempestad, echen mano de “malacatú”, un vocablo maravilloso.


Aunque el Malacatú de María Pascual (editorial A Buen Paso) tiene mucho que ver con los “malacatús”de la tradición oral, nos acerca a un universo enriquecido más que interesante donde estas retahílas se transforman en el hechizo idóneo para esgrimir en caso de discusión entre padres e hijos. La batalla entre una madre y su vástago ante la negativa del segundo de no lavarse los dientes, me recuerda al enfrentamiento intergeneracional que el Max de Sendak y su madre tienen a la hora de cenar. Asimismo y siguiendo con la referencia a Donde viven los monstruos, podríamos decir que en este caso, el universo onírico al que Max acude para sufrir su catarsis de manera individual, es sustituido por un duelo de sortilegios, un juego compartido que tiene el mismo fin: ese tratado de paz entre el mundo adulto y el infantil.


Además del desarrollo del argumento hay que hacer una llamada de atención sobre el formato, en este caso apaisado o a la italiana (como la Squilloni). Esto permite desplegar un espacio panorámico contextualizado en mitad de una cocina (¿cotidiano, no?) y en el que observamos dos planos de acción (se podría hablar de tres teniendo en cuenta la habitación, pero prefiero no liar más al personal). Mientras que en el primer plano madre e hijo recitan en voz alta (no se olviden de hacer lo mismo cuando lo lean) y alternativamente sus rimas fantásticas (me encanta esta sensación de cadencia, de oleaje) para transformarse en los más variopintos engendros, en segundo término se despliegan multitud de detalles, de otras historias que tienen que ver con juguetes, personajes del ideario infantil actual o pasado - hay muchos guiños al siglo XX que me chiflan, como los indios y vaqueros, la lucha entre Luke Skywalker y Darth Vader, o los dinosaurios de Jurassic Park... ¿Será que esta madre tan combativa ronda la cuarentena?-, utensilios de cocina vivarachos y una atmósfera colorista (les llamo la atención sobre este punto porque si se dan cuenta, el color se centra en todos los personajes animados y no en el escenario, algo que le confiere cierto aspecto de diorama) que crean otros planos discursivos en un texto enriquecido en el que el lector puede perderse durante largo rato.


Como ven, hay más de una razón por la que este álbum de la siempre sorprendente María Pascual recibió el "Premio Internacional de Álbum Ilustrado de la Biblioteca del Cabildo de Gran Canaria", y sobre todo, para regalárselo a alguna madre que otra en los próximos días, y que seguro que leerá junto a sus hijos (después de lavarse los dientes, claro…).



martes, 22 de septiembre de 2015

¡Vivan los juegos de calle!

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Una vez hemos dejado atrás los terrores del verano (que no han sido pocos...), ha terminado la mejor feria de España, y he sentado a mis más de 140 adolescentes en sus correspondientes pupitres (cuando quieran se los presto y dan buena cuenta de que los maestros SÍ trabajamos), me congratula dar comienzo, un curso más, a este espacio lleno de tapa dura e ilustraciones a go-go, para hablar así de todo lo que nos incumbe (y lo que no... -ya saben que me encanta andurrear por las ramas-) a los monstruos.
Aunque serán conscientes de que tengo más vicio que un gato en las uñas (¿Quién duda de que haya visitado alguna que otra librería o devorado alguna que otra novela durante los meses estivales?), deberán creerme cuando les digo que he pasado el verano rascándome la panza, una parte de mi anatomía que, aunque poco protuberante, necesita de los más exquisitos cuidados, algo que no me ha restado mucho tiempo a la hora de darle cuerda a la cocorota (los que conocen el placer de pensar a la orilla del mar, me comprenderán con facilidad). No es dejadez lo que me embriaga (¡a un lado mojigaterías!, ¡lo mío son las cervezas frías!), ni me he dejado llevar por la pereza (¡qué cosa tan triste esa...!), sino que más bien he preferido envolverme en el aroma contemplativo de la vida mientras algunos se afilian a los nuevos partidos (ahora hay más despachos a los que entrar y más oportunidades para rapiñar), otros lloran un poquito en el mostrador de la trabajadora social de paguica en paguica (si no fuera por estos jetas no podríamos cotizar para la jubilación) y los últimos venden su alma al diablo con tal de que les publiquen un libro.

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Menos mal que ya ha llegado la Escuela, esa que da esplendor a los niños (algunos difieren aduciendo que siega las personalidades sobresalientes y homogeneiza a la prole) y llena de paz a los padres (en eso están todos de acuerdo..., ¡que los hijos dan mucho la vara!). Vomitonas, forro a raudales (Qué gastazo... ¡Docentes del mundo! Luzcan este lema en su solapa: “¡Yo también detesto los libros de texto!”) y, sobre todo, mucho olor a humanidad, llenan las aulas estos días. También me encantan esos cartelitos de caligrafías variopintas que colocan los alumnos sobre la mesa y nos ayudan a aprender sus nombres -¡con lo difícil que es recordarlos y lo fácil que resulta olvidarlos!- y lo desorientados que parecen yendo de un pasillo a otro, pero sin duda, cuando más me divierto es a la hora del recreo, cuando la algarabía llena el patio y algunos se atreven con juegos con los que se divertían no hace mucho. Y es que, a pesar de la vergüenza, todos nos envalentonamos cuando del escondite, el pañuelo, el balón prisionero y el churro (¡menos amagar, me encantaba todo lo que tenía que ver con este juego!) se trata, algo que nos recuerdan María Pascual (he de felicitarla por sus ilustraciones de técnica mixta sobre tabla, sencillamente exquisitas) y la editorial Narval en su ¿Sales a jugar? Así que ya saben, acompañen a sus vástagos al parque (que ya están bastante encerrados) y, mientras ellos botan, brincan, corren, riñen y gritan, disfruten de este veranillo tan agradable que aún nos suena. Yo, por mi parte, creo que me uniré a la fiesta..., a ver si bajo barriga...

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martes, 3 de abril de 2012

De gafas y gafotas


Uso gafas desde que contaba seis años. Una historia que, aunque a los adultos nos parezca anecdótica, no es ajena para cientos de niños que ven cambiar su aspecto físico por dos lentes enmarcadas en un esqueleto de plástico o metal que provocan el cachondeo y las carcajadas del resto de la clase, cosa que sigue inmutable desde tiempos inmemoriales… ¡Y eso que hoy día las hay preciosas! De tonos alegres y divertidos, como la infancia de la mayor parte de los mortales… ¡Tendrían que haber visto los primeros anteojos que vistieron mi cara redonda y sonrosada… ¡y sufrir un patatús!

Por mucho que cientos de miopes acomplejados vean en las gafas una antítesis de la belleza, y aboguen por lentes de contacto y operaciones de cirugía ocular, un servidor se erige acérrimo defensor de las gafas y los gafotas, seres de aire intelectual que adornan su cara con todo tipo de materiales sintéticos y naturales para poder verles mejor (como el lobo de Caperucita Roja). No negaré que usé lentillas hace años, sobre todo en esa etapa humanoide llamada pubertad y con fines más etológicos que prácticos, pero a tenor de la aparición repentina del glaucoma, decidí desterrarlas de mi personal moda visual, abandonando así todo tipo de molestias, picores, llantos y disoluciones lacrimales artificiales.

Que si el vaho es una lata… Que si no veo torta debajo del agua… ¡Tonterías, más que tonterías! Las gafas, más que aparato de tortura, añaden valor a la mirada, la realzan y acompañan, aportan cierto toque culto al globo ocular e incrementan los guiños más condescendientes… Sí, sí, es cierto que agrandan o achatan el ojo, y que los entristecen con el tiempo, pero de entre todos los remedios, prefiero aquel de quita y pon, ese que no consista en pasar por el quirófano y que no ponga en peligro la poca vista que me queda. A lo que sólo me resta añadir una razón más: de entre todos los oftalmólogos que he conocido, ni tan siquiera uno ha dejado de usar las gafas en pro de otra solución.

Por último, y tras esta oda en forma de alegato a esas que me han acompañado, tanto en los momentos felices, como en los más compungidos, las gafas, decir que, para mi gusto, sólo les encuentro un intrínseco defecto: perderlas.

Pascual, María. 2012. ¿Dónde están mis gafas? Barcelona: Thule.