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sábado, 8 de mayo de 2021

Gestionar la imaginación


La imaginación es muy poderosa. Tanto es así que sin ella no podríamos sobrevivir a este mundo. Y no porque esté lleno de miserias, aburrimiento e ignonimia (que siempre estamos muy negativos), sino porque necesitamos evadirnos de la realidad, darle vuelo a todo lo bueno que habita en él, y llenarlo de ideas nuevas que lo desborden y enriquezcan.
Ese es mi santo y seña: “Imagina, beibi. Que la vida nunca se te quede corta.” Me paso el día con la cabeza llena de pájaros. A unos les doy forma y con otros alimento el paso de los años. Unos me dan vértigo y para otros ya no tengo tiempo. Lo que sí procuro es que dejarlos a todos dentro ya que todos ellos forman parte de ese yo inquieto.


No obstante hay que tener cuidado, sobre todo si el castillo de naipes se derrumba en nuestras propias narices y sabemos que la frustración va a adueñarse de nosotros. Si sabemos que no vamos a soportar el bofetón de realidad, lo mejor es contenerse. No mucho, solo lo justo, pero hay que considerarlo. Que las ideas pueden ser contraproducentes, pues más de uno ha salido loco o muerto de pena por culpa de una imaginación volandera.
Hay científicos que de tanto imaginar se han inventado la bomba nuclear, hay parejas que de tanto imaginar se han olvidado de mirarse a los ojos, hay escritores que de tanto imaginar todavía no han escrito ni un libro, hay políticos que de tanto imaginar han perdido las elecciones, y hay personas que de tanto imaginar acaban rodeándose de sí mismas.


Tampoco es que yo esté muy a favor de rodearse de cenizos, esas personas que viven amargadas por diferentes razones. Le quitan la ilusión a cualquiera con sus pensamientos empobrecidos, sus limitaciones, su falta de arrojo y esas desilusiones cotidianas que parecen encantarles. Grises, insulsos y crudos, solo hay que hacerles caso cuando tenemos mucho que perder con nuestras fantasías. Para todo lo demás, denle a la manivela.


Y como es sábado y me hallo con ganas de recomendarles un libro bonito, aquí traigo La búsqueda de Albert, un álbum de Isabelle Arsenault editado por La casita roja esta primavera. Perteneciente a una serie protagonizada por ocho niños que viven en Mile End y que empezó con La búsqueda de Colette, este título se centra en Albert, un niño que es capaz de transportarse a otro escenario con solo mirarlo. Él quiere un sitio tranquilo en el que leer que resulta ser una hermosa puesta de sol a la orilla del mar que está enmarcada en un cuadro que se ha encontrado en la basura. Pero la paz dura poco por culpa de sus amigos que no paran de interrumpir.


Una vez más la autora canadiense logra una fábula más que poética en la que se entremezclan diferentes temas y miradas que sobre la calma y el ruido, la fantasía y lo mundano, la compañía y la soledad, o la lectura silenciosa van y vienen entre sus páginas.
Con una paleta de color muy limitada (esta vez el color azul turquesa y el naranja son los elegidos), unos personajes muy bien caracterizados, recursos propios del cómic, la economía del lenguaje y un formato rítmico (la realidad se representa con viñetas mientas que la imaginación se desborda en la doble página), establece un diálogo con el lector muy ameno y aparentemente sencillo.
Lo dicho: imaginen y compartan, que merece la pena

martes, 15 de diciembre de 2020

Tres de mascotas


Cada vez que meto la oreja en las conversaciones que mantienen muchos de los padres que me rodean, me sale urticaria. No porque sean unos ñoños o estén aburguesados (que también), sino porque creo que con tanto postureo están perdiendo el juicio, que es lo que a fin de cuentas nos habilita para la supervivencia. 
Lo último que se les ha ocurrido como tema de debate entre los columpios del parque es la conveniencia de tener mascotas. Y yo me enciendo, claro, pues no teniendo bastante con aguantarlos a ellos, he de soportar sus disquisiciones mientras los seres vivos que habitan los hogares (in)humanos las pasan canutas a tenor de sus caprichos infames (no se equivoquen: los nenes quieren, pero ellos consienten). 


Y yo, cierro la boca (es a lo que me están enseñando el coronavirus, mi madre y la dictadura de lo apropiado) y rememoro esas charlas matutinas con gente que era más de campo que los ababoles, unos que, a pesar de sentir admiración por las diferentes formas de vida que se retorcían por sus casas, incluidas plantas y arañas, eran conscientes de su egoísmo. 


Lo siento, pero la condescendencia a modo de celofán me repatea. Más todavía cuando la idea que cunde entre los interlocutores es la de erigirse en salvadores, los mismos que abominan de los parques zoológicos, de las macrogranjas o de la industria peletera, tienen bien jodidas a sus mascotas, pues no es cuestión de camas mullidas, piensos de primera o trajecitos invernales, sino de dignidad. 
Que sí, que los tendrán bien cuidados (¡Qué menos!), pero la privación de libertad ya es bastante castigo (si no se han enterado les remito a los últimos nueve meses) para que, además, me cuenten ridiculeces tituladas “Animales de compañía para niños felices”, “Adopta un perro y cambia su vida” o “Siempre en compañía”. 


No me vengan con rollos, justificaciones absurdas y otras necedades. Cómprense una cobaya, el periquito de turno, el perro, el gato y hasta un hámster. Hagan lo que quieran pero sin mandangas. Lo que hacéis, lo que hacen, es igual de reprobable que lo que sucede con los toros o los conejos de laboratorio: utilizarlos. Y el que no lo vea, arreando que es gerundio. 
Esperando que esta navidad no sea la de los caprichos zoológicos, les invito a leer tres álbumes que, además de arrancarme muchas risas (incluso carcajadas) son bastante críticos con esto de las mascotas. 


Marrón, de Mar Ferrero (Edelvives) ahonda en una historia cotidiana, la de las mascotas cuyos cuidados nos desbordan. Haciendo uso de una metáfora basada en el tamaño (Marrón no para de crecer), aborda las consecuencias de tener un perro, sobre todo en lo que respecta al cambio de los modus vivendi familiares que derivan del cariño hacia un perro que se erige como eje esclavizador de las cuatro personas que viven con él. Con cercanía, sentido crítico y mucho humor (el final me chifla), la autora hace un ejercicio notable. 


El segundo título es Quiero un perro de Jon Agee (La casita roja), un libro que se interna en la adopción animal desde un punto de vista humorístico sin olvidar temas de discusión muy necesarios, como la cesión ante los caprichos infantiles o el uso de las especies exóticas como mascotas. 


La protagonista acude a Valle Alegre, un refugio animal, con la clara intención de adoptar un perro, pero se encuentra con serias dificultades: en ese lugar hay de todo menos perros. Osos hormigueros, ranas, serpientes, monos…, pero ni rastro de su perro. Con un final tan sorprendente como acostumbra, Jon Agee hilvana una historia tan absurda, como humana. 


Para finalizar nos adentramos en El proyecto Barnabus (Edelvives), un álbum de Terry y Eric, los autodenominados Fan Brothers (autores entre otros de libros como El jardinero nocturno), que esta vez se adentran en el universo de la hibridación animal y la cría de mascotas de raza (para mi gusto, el sumum de la tontería en lo que a animales de compañía se refiere). 


Aunque el tema tiene miga, es tratado de una manera muy elegante y sin poner en el punto de mira a ninguna especie determinada. Para ello dan forma a unas criaturas extraordinarias, quiméricas, que son fruto de experimentos de hibridación fallidos y deben ser “reciclados”. Barnabus, alentado por las historias del mundo exterior que le cuenta una cucuaracha y siendo consciente del peligro que se avecina, decide escapar llevando consigo a Pelotuga, Oso Abejorro, Parsifal y el resto de proyectos fallidos, lo que desemboca en una aventura con bastante vértigo que añade bastante emoción a un libro que se adecúa a muchas miradas y sugiere diferentes planos discursivos. 


Animándoles a dar con ellos estos días y plantearse sus propias disquisiciones, doy por cerrado el chiringuito hasta una nueva reseña, que será más pronto que tarde.

miércoles, 29 de julio de 2020

Apocalipsis digestivo



Apocalipsis, Armagedón…, llámenlo como quieran, pero el caso es que la cosa está próxima. Y no me refiero a los EREs que vendrán (en lugar de ferias tendremos millones de despidos y algunos se acordarán de lo que han despotricado contra verbenas, miguelitos y tiovivos), ni a esos que se alegran de que el turismo y la hostelería se hayan ido al garete (hay que ser muy malo, muy psicópata o las dos cosas), ni a todos aquellos que se dedican a vigilar la mascarilla del vecino (¡Y usted huele a cuco y yo no me quejo, cansino!) o a vilipendiar a los jóvenes (¡Menos mal que siempre hay quinceañeros a los que echarle la culpa…!). Tampoco aludo a los que se alegran de que aumenten los contagios para justificar su actual modus vivendi (Desde aquí hago un llamamiento al Colegio Oficial de Psicólogos para que abaraten sus honorarios), ni a los políticos miserables (con estos solo hacen falta las clásicas gillotinas), ni a unos medios de comunicación comprados para instaurar más mentiras, el miedo colectivo y las más absurdas consignas. Nada de esto tiene que ver con el fin del mundo.


A pesar de las conjeturas e hipótesis más variopintas, tengo mi propia teoría. La hecatombe que todos andábamos esperando comenzó a pergeñarse allá por marzo, cuando nos encerraron, no supimos que hacer sin bares, sin gimnasios, sin colegios ni clubes de jubilados y empezamos a acudir a los supermercados, desempolvamos los recetarios y conectamos con el Canal Cocina. Nos hinchamos de patatas al montón, huevos fritos, de chorizos y morcillas, de lomo de orza y ajo mataero. Le dimos bien al pan casero, el bizcocho, la empanada y otros levados. Quicos, pipas, palomitas, aceitunas, pistachos y anacardos amenizaron nuestros días. Las tajás de tocino y la tortilla acompañaron las series de Netflix, y las cervezas y el vermú con sifón, las videollamadas con los colegas. Sí señores, ahí es cuando empezó el desastre.


Hicimos lo posible por salvarnos, pero no hubo quien nos parase: nos sigue chorreando la pringue y el chocolate. No hay quién nos menee del sofá (menos todavía con estos calores), hemos empezado a olvidar lo que es la posición vertical y sólo nos desplazamos, como las morsas. Ni CoVID-19 ni leches, ese fue el principio del final. Y si no que se lo digan a la protagonista de Llama destruye el mundo, un libro de la pareja formada por Jonathan Stutzman y Heather Fox, publicada en nuestro país por la editorial (siempre acertada) La casita roja.


Con gran sentido del humor, este álbum del sinsentido nos invita a descubrir cómo es posible que en tan solo una semana, una llama (me refiero al pariente del camello que llena el altiplano andino) sea capaz de cargarse el mundo a base de hincharse a pasteles e intentar embutirse en unos pantalones de baile un tanto pequeños.
Seguro que no encuentran por ningún lado la conexión causa-efecto, pero les puedo asegurar que les va a encantar y les arrancará una carcajada (que nos hace mucha falta), al tiempo que les hará pensar en la evolución de su figura y cómo esta va a afectar a nuestro futuro, que les recuerdo que para llorar, ya tenemos bastante. Así que cierren el pico, no sea que provoquen otro cataclismo.



jueves, 28 de noviembre de 2019

Una de cómic infantil y juvenil otoñal



Aunque tengo la narrativa bastante abandonada últimamente (el vértigo con el que me trata la vida en estos tiempos no me permite largas lecturas), sí les digo que estoy disfrutando mucho del cómic infantil. No sólo porque haya descubierto verdaderas joyas que me han ido encaminando hacia otras, sino porque cada vez se edita más y mejor, algo que bien merece la visibilidad de un género que según me cuentan los bibliotecarios nunca ha perdido aceptación a pesar de su poca renovación.
Si lo recuerdan, ya dediqué un monográfico al cómic infantil y juvenil en el que apuntaba a algunas claves sobre su idoneidad en la formación de los lectores, y en el que debido a la extensión, no pude comentarles muchos de los títulos. Es por ello que incluyo aquí algunos de estos ya clásicos, junto a otros de nueva hornada que no tienen ningún desperdicio, destacando aquellos que me han encantado con las consabidas tres estrellas [***]. Disfrútenlos porque merecen una lectura atenta y siempre enriquecedora.


Jay Lynch y Frank Cammuso. El día que Otto la lía. La casita roja. Empezamos esta tanda con un álbum en clave de humor sobre los anhelos infantiles. Otto recibe un regalo de su tía, una lámpara maravillosa con genio dentro. Al limpiarla el genio sale y le invita a pedirle un deseo. Como Otto está endiabladamente obsesionado con el color naranja (¿Se acuerdan de cuando eran pequeños y usaban la misma cera una y otra vez?). Pero ¿será un mundo enteramente naranja una buena idea? No se pierdan lo que viene después.


Geoffrey Hayes. Benny y Penny en Super-Prohibido. La casita roja. Alguien acaba de llegar a la casa de al lado y Benny y Penny están ansiosos por saber quién es. Ni cortos ni perezosos saltan la valla y se cuelan en el jardín de la nueva inquilina, Melina, una topita con la que no empezarán una relación muy cordial. Una suerte de dimes y diretes desembocará en un enfrentamiento poco agradable… Una historia sobre los encontronazos infantiles que no tienen nada que envidiar a los de los adultos, sino más bien al revés (¡Ojalá aprendiéramos de los niños!).



Sergio Ruzzier. Fox + Chick. La fiesta y otras historias. Liana Editorial. [***] Llega a las librerías la primera entrega de una de las series infantiles que más éxito tiene entre el público anglohablante. Y no es para menos pues Fox y Chick son de esos amigos que no tienen límites para montar las fiestas más extravagantes (si no me creen acudan a la primera historia), degustar las sopas más ricas (y eso que esta no lleva ningún pájaro desplumado) y disfrutar de la pintura al aire libre (a ver quién me pinta algún día un retrato). Unas historietas realmente entrañables que beben del universo absurdo pero maravilloso de los críos.



Gigi D. G. Pepino, héroe de leyenda. El Reino de la Rosquilla. La Cúpula. Basado en el webcomic del mismo publicado por primera vez en 2011, esta historia nos narra las peripecias de dos conejos hermanos, Pepino y Almendra (bastante antagonistas y que rompen con los roles de género) que deben salvar el mundo de Onirolandia de las manos del Señor de las Pesadillas. Es así como se embarcarán en una aventura con mucho chiste y acción acompañados de una cuadrilla “inmejorable”.



Jordan Crane. Por encima de las nubes. Bang Ediciones. [***] Hace poco saqué prestado de la biblioteca este cómic de notable formato (si hubiera sido pequeño, ni lo habría visto) que me sorprendió gratamente. No sólo por una historia que pone en entredicho la institución escolar (lo que mal empieza, bien acaba… ¿o no era así?) y echa mano de la desenfrenada imaginación de Simón y su gato para poner de relieve que muchas veces, llegar tarde al colegio puede propiciar una aventura sin límites. Con este batido de ingredientes actuales y otros tan clásicos como Jack y las habichuelas mágicas o la mismísima Matilda (no sé por qué me ha recordado a estas obras…), un universo de ensoñación que no deben perderse se abre camino en esta pequeña selección.


Katie O’Neill. La sociedad de los dragones de té  [***] / Bahía Acuicornio / Érase una vez dos princesas. La Cúpula. Atravesamos el ecuador de este listado de novedades (y no tanto) de comic infantil con las tres obras de una autora que lo está petando.


El primero de ellos es un álbum que fue la sorpresa de la temporada pasada en lo que a álbum infantil se refiere. Con una historia que destila colorido, cierto aire mangaka, mucho misterio y escenarios evocadores, La sociedad de los dragones de té se adentra en un mundo mágico habitado por unos seres (a veces mitológicos, otras no) que crían unos dragones muy especiales.


En segundo lugar toca hablar de Bahía Acuicornio, una alegato ecologista sobre la contaminación de los océanos embebido en un drama familiar no resuelto en el que la niña protagonista empieza a descubrir el pasado de su propia familia. Como en el caso anterior, es muy agradable a la vista, cierto aire enigmático y unos seres encantadores, los acuicornios, que recuerdan mucho a los dragones anteriores.


Para finalizar esta tríada de títulos apunto brevemente Érase una vez dos princesas, un título que como los dos anteriores pretende ahondar de manera más contundente en uno de los temas estrella de las dos anteriores, la visibilización de las parejas homosexuales. Una narración simpática que me recuerda a álbumes como Rey y Rey de Linda de Haan y Stern Nijland, o al Titiritesa de Quintiá y Quarello.



Bruno Gazzotti y Fabien Vehlmann. Solos. Dibbuks. [***] Hacía mucho tiempo que le tenía ganas a esta serie de cómic. El argumento es sencillo: un grupo de niños muy variopintos se despiertan un buen día y se enteran de que están solos en la ciudad. Todos los adultos han desaparecido y nadie sabe dónde están. Dodji, Leila, Celia, Iván y Terry son un posmoderno club de “Los cinco” (muy equilibrado, como nos gusta) que se entregarán a la aventura con mucho suspense a lo largo de los seis tomos que van publicados. Podría decirse que es una serie televisiva (unos dicen que “Perdidos” pero cualquiera que te haga darle al coco podría valer) en formato de papel, apta para todos los públicos.



Paolina Baruchello y Andrea Rivola. Lluvia de primavera. Liana Editorial. Ponemos punto y final a esta retahíla de títulos con una historia en blanco y negro de dos mujeres, Shu Mei y Chun Yu, que se ayudan, y en la que el kung-fu, es el protagonista. Sencilla y sin pretensiones, la historia se sustenta en el coraje, en el esfuerzo compartido y en el rico simbolismo oriental de las artes marciales donde los animales tienen mucho que decir.



Jean-Yves Ferri y Didier Conrad. La hija de Vercingétorix. [***] Salvat. Se acaba de publicar la nueva entrega del pueblo de bárbaros que resiste a la conquista romana, y yo que me alegro pues ya saben que es mi cómic favorito “ever”. En este episodio la cosa se pone tiznada gracias a la hija de Vercingétorix, el gran líder galo, una chica que me recuerda mucho a mis alumnos (osada, descarada y con muchas ganas de vivir) y heredera del torques de su padre, un símbolo de resistencia que puede reunir al pueblo sometido para encarar nuevamente al César. Astérix, Obélix y el resto de habitantes de la aldea gala, incluidos los hijos quinceañeros, serán los encargados de velar por su seguridad, una cosa bastante difícil siempre que las hormonas se interponen en nuestro camino. Con los detalles históricos a los que nos tenían acostumbrados Uderzo y Goscinny, un humor fino donde los juegos de palabras se suceden, guiños al presente recontextualizados, es una historia muy simpática donde el jipismo sale ganando.


Elisa Macellari. Papaya Salad. Liana Editorial. [***] Estamos sin duda ante una de las obras más aclamadas de la temporada. Una novela gráfica magnífica que no tiene ni un ápice de desperdicio, pues tomando como excusa la ensalada de papaya, Sompong, un anciano, narra a Elisa, una pequeña visitante, una personal historia donde se entremezclan el oriente y occidente de la primera mitad del siglo XX. Con un ritmo espléndido y multitud de referencias, es una forma excelente de conocer un mundo pasado del que somos resultado. Un canto al amor, a la esperanza y a la resistencia humana en la que muchos de esos lectores perdidos deberían sumergirse. Dibujo, color, portada, guardas..., todo es redondo en este libro-objeto exquisito.


martes, 26 de noviembre de 2019

¡Pájaros a volar!



El ser humano cuenta con muchas filias, unas confesables y otras no tanto. De entre ellas una de las que más me llama la atención es esa pasión que algunos, entre los que me incluyo, sentimos por las aves.
Siempre he experimentado una gran atracción hacia los pájaros. Aunque las plantas son mi ámbito de estudio preferido, estos animales emplumados han ocupado un honorable segundo puesto. Si bien es cierto que me sé pocos nombres científicos (abogo por los vernáculos en este caso), sí conozco muchas de las especies que pululan por nuestros bosques y sembrados.


Me preguntarán por las razones que me llevan a ello y les diré que las desconozco. Quizá sea su vuelo (a veces me siento como un Ícaro desemplumado) y otras, sus colores (no me negarán que los hay tan variopintos como el abejaruco o el martín pescador). También es curioso que se hayan adaptado a la mayor parte de los ambientes, y que tengan esos comportamientos tan intrincados (díganselo a los etólogos, que de eso saben un rato).
En dos palabras, me encantan. No puedo entender que algunos les tengan pánico (No creo que se deba exclusivamente a la película de Hitchcock aunque esta hiciera mucho mal). Unos me dicen que son sus movimientos (¿No creen que tienen cierto poso reptiliano?), otros que si el “¡Ay, que me pica!” Los raritos me hablan de plumas (Y yo les apunto que da lo mismo escama, que pelo o pluma, pues tienen el mismo origen dérmico) y los menos de su halo misterioso (¿Verdad que tienen cierta magia?).


Yo me quedo con mis impresiones esotéricas sobre alas (siempre infundadas, evidentemente), con el ave fénix (es bonito algo de estasis) y el trino de los canarios, aunque a veces se pongan pesados. Patos, gallinas, perdices y pavos han sido mis compañeros de infancia (sí, que en mi casa somos gente de campo), de ahí que siempre tuviera envidia de Nils Holgersson y Akka de Kebnekajse (aunque no sé si aguantaría tremendo viaje).


Y así, de tanto batir las extremidades, llegamos al libro de hoy, La búsqueda de Colette, el último de Isabelle Arsenault y publicado en nuestro país por La casita roja, una editorial que se lo está currando mucho. En formato cómic (esta es la antesala de una pequeña selección que publicaré este jueves sobre lo último editado y/o leído del género de las calles y viñetas para pequeños lectores), nos cuenta la historia de una niña que acaba de mudarse a un nuevo vecindario y se encuentra con la sorpresa de que su periquito ha desaparecido. Ni corta ni perezosa se lanza a su búsqueda en un contexto desconocido. Pregunta a todo niño que se cruza en su camino. Nadie lo ha visto pero todos se unen a la búsqueda aportando su pequeño grano de arena para dar con la querida y admirada Colette.


Sencillo y sin pretensiones, es un relato que nos habla de la naturalidad con la que los niños establecen relaciones (mi amigo el Alfon siempre dice que le maravilla el “¿Quieres ser mi amigo?” infantil), también de los recursos e invenciones que desarrollan para hacer frente a sus miedos (de eso, algo sé), y sobre todo de lo extraordinaria que puede ser la imaginación de un crío para construir un universo propio en el que se puedan sumergir los demás.



miércoles, 2 de octubre de 2019

Al otro lado de la aventura



El mundo se está poniendo cada vez más peligroso y nos pasamos el día temiendo lo que nos pueda ocurrir. Ladrones, asesinos, violadores, terroristas, narcotraficantes, estafadores, chantajistas, pederastas, políticos… La verdad es que no es para menos, más todavía si tenemos en cuenta que somos todos unos pobres a quienes la justicia protege más bien poco (la justicia es para quien la paga, sobre todo bajo cuerda, cada vez lo tengo más claro).
Esta especie de psicosis ha traído consigo un enaltecimiento de la seguridad ciudadana que sólo propicia el enriquecimiento de las empresas de vigilancia (¡Que se lo digan a mis vecinos que han puesto cámaras por toda la finca!) y la manipulación de los políticos y multinacionales sobre la población (Estoy hasta las narices de las cookies, de las redes sociales, de las compañías telefónicas y de la ley de protección de datos. Todo se resume en lo mismo: si no firmas, no hay servicio).


Nadie se fía de nadie. Todo está sujeto a las leyes del soslayo y el bisbiseo, de la mala fama y, sobre todo, de la imaginación. Que sí, que sí, que yo soy un confiado, que siempre pienso bien de la gente, pero siempre he pensado que la aventura está bien dentro de unos límites, de la cautela, que nadie es tan bueno ni tan malo, que a veces hay que correr riesgos (tampoco meterse en la boca del lobo, pero sí olvidarse de apariencias y primeras impresiones) y que me encanta llevarme sorpresas -buenas, claro está-.
Estaba yo en estas cuando llega a la redacción de este blog un libro con el que me había topado en Londres este verano, El muro en mitad del libro de Jon Agee y editado por La casita roja en nuestro país. Me alegro sobremanera porque es un libro con mucha chicha, de los que nos gustan a los monstruos. Nos cuenta la historia de un pequeño caballero, de esos que va ataviado con armadura y que se monta su propia película frente a un muro: al otro lado sólo hay peligros y prefiere su zona de confort.


De esta manera empieza una narración que se basa en un recurso sencillo, una pared de ladrillos que el autor construye en la frontera de la doble página y que divide la escena en dos espacios/tiempos que a veces se complementan y otras echan mano de la disyunción. De esta manera, el lector, al identificarse con el protagonista, también se convierte en actor de una historia que invita a aparcar los prejuicios y adentrarse en el bosque, pero al mismo tiempo también es capaz de observar lo que el protagonista no ve, creando así un discurso complejo que invita a la reflexión.
Si a todo lo anterior unimos una caracterización exquisita de los personajes (en cierto modo me recuerda al trabajo de Jon Klassen o Peter Brown), las pinceladas de humor y detalles peritextuales como unas guardas que funcionan como prólogo y epílogo, este álbum está más que recomendado.
¡Y déjense seducir por el otro lado!