miércoles, 29 de julio de 2020

Apocalipsis digestivo



Apocalipsis, Armagedón…, llámenlo como quieran, pero el caso es que la cosa está próxima. Y no me refiero a los EREs que vendrán (en lugar de ferias tendremos millones de despidos y algunos se acordarán de lo que han despotricado contra verbenas, miguelitos y tiovivos), ni a esos que se alegran de que el turismo y la hostelería se hayan ido al garete (hay que ser muy malo, muy psicópata o las dos cosas), ni a todos aquellos que se dedican a vigilar la mascarilla del vecino (¡Y usted huele a cuco y yo no me quejo, cansino!) o a vilipendiar a los jóvenes (¡Menos mal que siempre hay quinceañeros a los que echarle la culpa…!). Tampoco aludo a los que se alegran de que aumenten los contagios para justificar su actual modus vivendi (Desde aquí hago un llamamiento al Colegio Oficial de Psicólogos para que abaraten sus honorarios), ni a los políticos miserables (con estos solo hacen falta las clásicas gillotinas), ni a unos medios de comunicación comprados para instaurar más mentiras, el miedo colectivo y las más absurdas consignas. Nada de esto tiene que ver con el fin del mundo.


A pesar de las conjeturas e hipótesis más variopintas, tengo mi propia teoría. La hecatombe que todos andábamos esperando comenzó a pergeñarse allá por marzo, cuando nos encerraron, no supimos que hacer sin bares, sin gimnasios, sin colegios ni clubes de jubilados y empezamos a acudir a los supermercados, desempolvamos los recetarios y conectamos con el Canal Cocina. Nos hinchamos de patatas al montón, huevos fritos, de chorizos y morcillas, de lomo de orza y ajo mataero. Le dimos bien al pan casero, el bizcocho, la empanada y otros levados. Quicos, pipas, palomitas, aceitunas, pistachos y anacardos amenizaron nuestros días. Las tajás de tocino y la tortilla acompañaron las series de Netflix, y las cervezas y el vermú con sifón, las videollamadas con los colegas. Sí señores, ahí es cuando empezó el desastre.


Hicimos lo posible por salvarnos, pero no hubo quien nos parase: nos sigue chorreando la pringue y el chocolate. No hay quién nos menee del sofá (menos todavía con estos calores), hemos empezado a olvidar lo que es la posición vertical y sólo nos desplazamos, como las morsas. Ni CoVID-19 ni leches, ese fue el principio del final. Y si no que se lo digan a la protagonista de Llama destruye el mundo, un libro de la pareja formada por Jonathan Stutzman y Heather Fox, publicada en nuestro país por la editorial (siempre acertada) La casita roja.


Con gran sentido del humor, este álbum del sinsentido nos invita a descubrir cómo es posible que en tan solo una semana, una llama (me refiero al pariente del camello que llena el altiplano andino) sea capaz de cargarse el mundo a base de hincharse a pasteles e intentar embutirse en unos pantalones de baile un tanto pequeños.
Seguro que no encuentran por ningún lado la conexión causa-efecto, pero les puedo asegurar que les va a encantar y les arrancará una carcajada (que nos hace mucha falta), al tiempo que les hará pensar en la evolución de su figura y cómo esta va a afectar a nuestro futuro, que les recuerdo que para llorar, ya tenemos bastante. Así que cierren el pico, no sea que provoquen otro cataclismo.



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