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martes, 27 de noviembre de 2018

De niños y naúfragos



Si me siguen con asiduidad, sabrán de la historia de amor que tuvo este menda con Robinson Crusoe. La he contado muchas veces. La de ese niño que, animado por su padre, rebuscaba en los cajones de saldos de las extintas Galerías Preciados algún libro con el que mitigar su voracidad lectora. Es así como echó mano de la obra de Defoe. La versión íntegra en una edición de la editorial Orbis en la que casi me dejo la poca vista que tenía (y tengo, que la miopía sigue su cauce) debido a su letra minúscula.
Era pequeño. Unos nueve años. Los libros ilustrados hacía un tiempo que se me habían quedado pequeños y le iba tirando a las novelas. Unas veces con enjundia y otras de chichinabo, lo mío era levantarme temprano y darle al vicio, que para eso la casa estaba en silencio (siempre he sido muy maniático respecto a eso).


Robinson me cogía de la mano y me llevaba de un lado a otro. Haciendo y deshaciendo, inventando y reinventando. Me encandiló su manera de darle forma al barro, de defenderse de las bestias, de buscar sustento en cualquier lado. Yo no veía en Robinson todo eso que dicen sobre el sexo, la religión y la justicia. Me daban exactamente igual. Yo sólo veía un hombre con afán de sobrevivir, que no cejaba ante la derrota. Al creador de un microcosmos particular donde la creación de lo cotidiano era un regalo.
Me jodió que Viernes hiciera acto de presencia, no lo voy a negar. En calidad de voyeur había establecido una estrecha relación con aquel tipo tan inteligente, y la llegada de un tercero me rompió los esquemas. Estaba celoso de aquel aborigen que compartía páginas y peripecias con el héroe.


Devoré el libro hasta el final. Me quedé lleno. Lleno de lo salvaje de la naturaleza, de nuevas y antiguas formas de habitar el mundo, de tantas cosas que tienen que ver conmigo mismo, que años más tarde, cuando empecé a darle vueltas a la crítica literaria me molestó que relacionaran la obra cumbre de Defoe con temas tan escabrosos como el colonialismo y el imperialismo (aunque fueran verdad). Para mí, Robinson siempre sería Robinson, una idea que ha regresado a mi cabeza estos días cuando de golpe y porrazo me he topado con Robinson el nuevo libro de Peter Sís cuya versión en castellano está al cargo de la editorial Ekaré.
Se ve que el genial ilustrador y un servidor comparten (super)héroe de niñez, algo que me sorprendió gratamente pues no es una coincidencia muy frecuente (¿Existirá una explicación?). Después de sonreír contemplando la hermosa portada (ese niño, esa barca, esa vela…), me adentré de nuevo en el universo más autobiográfico de Sís, ya que en esta historia nos narra un episodio de su infancia en el que el autor acude a una fiesta de disfraces caracterizado como Robinson y recibe las mofas y chistes de sus compañeros entre los que se encuentran sus propios amigos.


Es bastante interesante observar cómo el autor hace de esta anécdota un inmejorable hilo conductor para establecer paralelismos entre el naúfrago y el niño protagonista, entre sus amigos y los piratas rescatadores, entre la isla salvaje de Martinica y su propio aislamiento emocional.
Aparte de esta historia sencilla que también nos habla de la literatura y sus recovecos (sueños, imaginación y poder terapéutico aparte), hay que llamar la atención sobre las técnicas que Sís utiliza para iluminar el texto. Es así como deja fluir las aguadas y el pincel para retomar lo libertino de la infancia, su frescura y colorido, alejándose en cierta medida de las formas definidas (hay imágenes muy desdibujadas y fluidas) la también presente técnica tradicional de su plumilla puntillista que tanto nos encandila.


Les recomiendo su lectura, sobre todo a todos aquellos que trabajan por y para la lectura y los libros desde un estadio más emotivo que el propiamente académico, pues siempre quedan en uno los reflejos de aquello que se ha leído.


martes, 16 de octubre de 2018

Viajando sin moverse del barrio


Estaba un día de cháchara con mi padre cuando me salta con que el mundo se rige por centros de interés demográfico y no por países, algo a lo que nos han acostumbrado a pensar. Yo suelo hacerle el caso necesario (que ya saben cómo se ponen los ancianos si les damos pábulo) y tomé nota de la receta por si acaso.
Meses más tarde me voy a Madrid, una urbe como Dios manda, metro y búho incorporados y me percato de que allí todo se mueve más rápido. La gente está puesta. En moda, tecnología, política. Se las saben todas. Lo mejor de todo es que van a su aire, sin fijarse en el de al lado. “Eso es bueno” pienso yo mientras admito que mi padre tenía razón.
A pesar de lo tumultuosas y caras que son las grandes ciudades, convendrán conmigo que también son mucho más enriquecedoras que las de provincias o los pueblos mínimos, sobre todo en lo que a apertura de mente se refiere (¿Por qué d’Hondt y sus dichosas circunscripciones no tuvieron en cuenta esta realidad? ¿Y por qué nuestros políticos no quieren revisar una ley electoral basada en ello? Es para pensárselo…), algo que en gran parte se debe a su cosmopolitismo y su condición reeducadora. Llenas de gente variopinta. Pobres y ricos, altos y bajos, feos y guapos. Personas de todo origen y condición, de aquí y de allí. Las urbes desbordan multiculturalidad por cualquier esquina.


Con esta realidad enlazo para dedicarle una reseña a un álbum de Peter Sís que es un canto a la diversidad humana de las metrópolis, que me encanta y que la editorial Ekaré ha rescatado del infierno de la descatalogación. Y es que Madlenka es un gran regalo para los monstruos, no sólo por ese aire de modernidad que destila una historia donde la niña protagonista viaja alrededor del mundo mientras visita los diferentes comercios de su barrio, sino por muchos elementos más que hay que considerar (aparte del estilo tan característico que destila un autor que mezcla los códices medievales, el puntillismo o los blocs de notas en sus ilustraciones).
En primer término decir que Peter Sís decidió que su propia hija protagonizara este libro. Emotivo ¿no?
En segundo lugar me encanta el recurso narrativo del zoom cinematográfico (Peter Sís también estudio cine, ¿se nota, eh?) que utiliza para adentrarse en la historia y en la que también intervienen las guardas y la portadilla (recuerden que este autor juega bastante con estas partes del libro, véase su El árbol de la vida, y de las que tienen más información en este monográfico sobre la anatomía narrativa del álbum). Así vemos el planeta tierra desde el espacio y un punto rojo dibujado en él. Nos acercamos cada vez más: Estados Unidos… Más todavía: Nueva York… Más: manzanas y manzanas de edificios... Más: el apartamento donde vive la familia de Madlenka.


La tercera luz de este libro es que, aunque generalmente se encuadra en la categoría de ficción, podría incluirse en la de no ficción, ya que tiene cierta vis de libro informativo por utilizar cada pareja de dobles páginas como un pequeño catálogo cultural sobre el país al que pertenece cada comerciante.


El cuarto punto es que incluye un recurso como los troqueles (recurso físico y estético), para enlazar escenas consecutivas y abrir ventanas en la imaginación de Madlenka (y los lectores, porque depende donde se sitúen estos) que, con el pasar de las páginas (podríamos decir que tiene también carácter de libro móvil… ¡Lo tiene todo!), se embeba de lo que sus vecinos le cuentan.
Por último llamo la atención sobre que el nombre de la protagonista tenga tantas variantes como lenguas se presentan en este libro. Francés, hindi, italiano, alemán, español o tibetano son las que eligió su autor para saludar a esta niña tan curiosa.


Como propina decirles que mi doble página favorita de este libro es la dedicada al  mundo de los cuentos de los hermanos Grimm. Cenicienta, los enanitos de Blancanieves, Hansel y Gretel, el lobo de Caperucita o los músicos de Bremen aparecen en ella. Tampoco faltan el barón Münchhausen o el Pedro Melenas de Hoffmann.
En fin, una delicia esta Madlenka. Háganse con ella que les dará muchas alegrías.


viernes, 22 de agosto de 2008

De ciencia, árboles y otros pensamientos


Es un tedio esto de continuar estudiando una vez que se supone has terminado de hacerlo, o que, por lo menos, deberías haber terminado. De todos modos he de decir que palos a gusto no duelen, y, por tanto, si un servidor no sabe más que meterse de berenjenal en berenjenal, lo lógico es que después venga el sufrimiento, y de ahí, las quejas. Así que nada: ¡a trabajar se ha dicho!
Por lo otro lado he de admitir que, tras la difícil tarea de enseñar, -no olvidemos las constantes luchas y lo repetitivo del asunto- es necesaria la evasión mental, y si la empresa es para no olvidar conceptos que a uno le apasionan, pues bienvenida sea esta faena.
Durante este agosto he regresado a la labor botánica, razón por la que soporté unos cuantos años universitarios, debido a cierta investigación en la que me he sumergido. Y aunque sufra, me alegro de ello, ya que he encontrado el panorama algo cambiado, todo sea dicho de paso...


La verdad es que, en Ciencia, es lo esperable, ya que, si no fuese de este modo no sería tal. Por todo esto, a uno le surgen, a diario, dudas, avatares y otras pifias mentales, y fíjese usted, la de hoy está bien relacionada con un libro, o mejor dicho, el libro que defiendo hoy está muy relacionado con la Ciencia, más concretamente con las Ciencias Naturales. Soy un apasionado evolucionista, de un modo amateur más que otra cosa, y defiendo (tanto en mi vida ordinaria, como en mis clases) las teorías evolutivas como pasos de gigante en lo que al conocimiento de la Vida se refiere.
Pese a la dualidad "simple/complejo" que acarrean estas teorías paradigmáticas, hace un par de años, más o menos, descubrí un libro que me ayuda a explicar y hacer comprender conceptos como estos, El árbol de la vida (nueva edición en Ekaré), una obra de arte (por lo menos para mí) del autor checo Peter Sís que, recorriendo la vida del padre de la teoría evolutiva que cambió los preceptos de las Ciencias Biológicas, aúna ilustración y sencillez para explicar el panorama, antes y después de la llegada de Darwin al mundo de la Ciencia.


Su nacimiento, los inicios como joven naturalista a cargo de Henslow, el viaje que realiza a bordo del S.M. Beagle durante casi cinco años, sus anotaciones en los cuadernos de viaje... Cada punto, cada coma de su vida, incluso la presentación ante la Linnean Society, junto con Alfred R. Wallace, del esbozo de lo que más tarde sería su obra Sobre el origen de las especies por medio de la selección natural, queda registrado en las páginas de El árbol de la vida, una especial biografía de la mano de Peter Sís, artista checo (Brno, 1949) que ha cosechado numerosos premios en lo que a literatura infantil se refiere.


Con toda seguridad, es destacable la técnica utilizada por el autor para las ilustraciones, ya que, además de ser muy apropiada para la narración-descripción, aproxima fielmente al lector a la época en la que se suceden los acontecimientos. Si nos detenemos, en cada esquina, en cada rincón, podemos apreciar multitud de detalles que, a modo de atrezzo, agregan a la vida de Darwin un contexto más vivo y completo, véase el esqueleto fósil del género Mylodon que sostiene el ramo de novia de Emma Wedgwood o el guiño a la evolución humana en el interior del invernadero del naturalista inglés.


Notable también es el uso de la distinta tipografía para referirse al contexto histórico, la actividad pública de Darwin o los datos recogidos en su diario de viaje, ya que aporta dinamismo y un marco histórico para entender los avatares de la vida del científico.


Por último, no podía pasar por alto una referencia a las guardas del libro, que establecen el inicio y fin de la historia. Por un lado, en la primera guarda, encontramos referencias a las teorías creacionistas imperantes hasta el siglo XIX –e incluso hoy-, desde motivos religiosos referentes al génesis católico, como referencias a los mitos de otras culturas y religiones politeístas. Por el otro, al terminar de leerlo podemos contemplar otra serie de viñetas donde moran Aristóteles, Linneo o Mendel junto con minuciosas alegorías del melanismo industrial (Biston betularia), esquemas de estructuras homólogas y análogas, o el mismísimo DNA, lo que hace más palpable el asesoramiento científico del que se ha rodeado el autor, como por ejemplo las contribuciones críticas de Peter Galison (Univ. Harvard) y Eric Korn.



Atesoro este libro entre los que anidan en mi humilde biblioteca y, en numerosas ocasiones, lo he mostrado y recomendado a todo tipo de docentes, incluso profesores de universidad. Unas veces la aceptación ha sido instantánea y otras he recibido ligeras muecas de desaprobación, pero la prueba más fehaciente de su competencia didáctica, efectividad y éxito, la he encontrado entre mis alumnos, que año tras año sucumben a su lectura.
Imprescindible en cualquier estantería. Indiscutible cuestión.

P.S.: Asimismo les recomiendo otra de sus obras del mismo estilo, Galileo, el mensajero de las estrellas (editorial Juventud), y deslúmbrense.