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jueves, 26 de noviembre de 2015

Tras la violencia a las mujeres...


Mientras ayer planchaba doce camisetas, siete jerséis, cinco pantalones y un par de camisas (todo en una hora... yo creo que si esto de la enseñanza falla, me puedo dedicar al mundo de las tintorerías) y todo el mundo se apuntaba al carro de la violencia de género (cuando generalmente se refieren a la violencia contra las mujeres), estuve dándole vueltas al coco sobre este problema que cada vez resuena más. Saqué poco en claro, la verdad, pero me vinieron a la cabeza situaciones que tal vez debía compartir con los monstruos.
En primer lugar me acordé de alguna que otra alumna... Siempre se han cruzado en mi camino chavalas muy estudiosas, educadas y la mar de apañadas; chicas con objetivos claros, en una palabra, ejemplares. La sorpresa viene después, cuando en alguna reunión, sus padres o sus propios compañeros, me hacen saber que la susodicha está saliendo con un tío sin oficio ni beneficio, un gamberro que la utiliza por mero estatus o como tapadera para asuntos turbios de diferente índole. Y llego a la conclusión de que eso no puede ser amor, sino una atracción fatal que poco puede durar. La realidad es la que es y se repite desde que la figura femenina despunta. No hay tu tía. Pero lo verdaderamente interesante sería buscar el origen de una necesidad que nace en jóvenes independientes y bien cualificadas, que se dejan llevar por unos pájaros que les parasitan energía y un cómodo futuro, a cambio de cariño ficticio. 
El segundo de mis pensamientos se lo dediqué a esas alumnas que, cada vez con mayor frecuencia, prefieren la figura de un hombre rudo a otro más formado y educado. Se decantan por figuras masculinas que las ¿protegen y defienden? del mundo y sus males de una manera más animal que civilizada. Chicos fuertes, decididos, posesivos y bien plantados (definámoslos como... ¿capullos?) frente a otros con un aspecto más frágil y pusilánime que ¿poco? pueden hacer con sus debilidades. Lo triste viene cuando la crudeza y la sobreprotección van in crescendo, se entremezclan con celos, recelos y carencias afectivas, y lo que en principio parecía ser un refugio, se convierte en miedo, en una amenaza constante, en un completo sinvergüenza.
Por último, debo apuntar que las mujeres, en su derecho por buscar una independencia económica, se ven obligadas (la mayor parte de las veces) a hipotecar doblemente su tiempo en pro del trabajo y el hogar. Por tanto, poco puede quedar de esa supuesta liberación que, generalmente, pasa por currar para pagar la minuta de un tercero que se encarga de los hijos, la comida o la plancha (¡Maldita educación...! Tan poco igualitaria, tan poco realista...). Doblemente esclavizadas con un doble castigo, al que, si añadimos la violencia, se transforma en un infierno que las marchita más todavía. Porque lo bonito de la libertad es hacer lo que uno quiere, no lo que los demás esperan que hagas.


Mientras pienso más detenidamente en los prototipos femeninos que la cultura, en general, y la literatura infantil, en particular, (¿Para qué hablar de la influencia de la religión? Eso se lo dejo a los otros con un discurso más clásico...) han instaurado en nuestro ideario colectivo a lo largo del tiempo, en sus consecuencias, las contradicciones con otras concepciones actuales y su vigencia o no hoy en día (¿Alguien me ayuda a analizar las brujas, las princesas y las hadas de los cuentos desde una visión social? ¡Pero sin clichés ni ismos!), aquí les dejo con Momo, la novela de Michael Ende (en la edición de Loqueleo Santillana con las ilustraciones de Fernando Vicente, que siempre son un plus).
En este ya clásico libro, su protagonista, esa niña despierta que tantas cosas representa y tantos estudios ha llenado, me evoca la representación de la rebelión de la humanidad ante las sociedades grises y enfermas como esta. Porque Momo, al fin y al cabo, no deja de ser una alegoría de esas heroínas que pueblan el ideario clásico (y en las que no se fija nadie), una cría insignificante que se enfrenta a lo injusto desde un prisma tenaz e inteligente.
Publicada en 1972 y subtitulada en castellano Los hombres de gris (Nota: yo siempre he preferido el título completo en alemán, que viene a decir algo así como Momo o la extraña historia de los ladrones de tiempo y de la niña que devolvió el tiempo a los hombres) cuenta la historia de un mundo gobernado por el llamado Banco del Tiempo, una entidad que invita a los ciudadanos a ahorrar el tiempo supuestamente infructuoso, como el empleado para escuchar música, leer, dormir o simplemente imaginar. Todo ello gestionado por los llamados hombres de gris, que en realidad se dedican a consumir ese tiempo ahorrado por la gente en forma de cigarrillos y así sobrevivir. Pero Momo aparece en escena y con la ayuda de la tortuga Casiopea intentará devolver el tiempo a los humanos y de paso una vida mucho más agradable.
Muchos han visto en esta novela una alegoría sobre el consumismo y las sociedades capitalistas, y pueden que lleven razón. Otros la han tildado de surrealista y metafísica, algo en lo que también estoy de acuerdo. Lo único que puede decir este mero lector es que Momo, un poco alejada de ese triunfalismo subversivo de la LIJ, nos presenta un retrato veraz de la metamorfosis infantil que se balancea entre lo tangible y lo onírico. Una especie de sabia tranquilidad que, encerrada en el cuerpo de una niña, resuda templanza por los cuatro costados.
y para terminar, una frase de este libro que siempre me ha revuelto. ¡Qué mejor despedida...! 
Si los hombres supiesen lo que es la muerte ya no le tendrían miedo. Y si ya no le tuvieran miedo, nadie podría robarles, nunca más, su tiempo de vida.

martes, 14 de abril de 2015

Casas reales e imaginadas


Tras mucha meditación (hay cuestiones un tanto místicas… ya saben), he tomado la decisión de adecentar mi hogar, algo que me está llevando por el tortuoso camino de los albañiles, los fontaneros, los escayolistas, los carpinteros, el mundo de la pintura y el escombro, las secciones de productos de limpieza de los supermercados y otros menesteres odiosos (y temibles). No es que quiera tener la casa como un palacio (ni quiero, ni puedo), pero de vez en cuando hay que tomar las riendas del asunto y cambiar alguna cosilla que nos facilite la vida entre cuatro paredes (o eso creemos… ¡ilusos!).


Aunque soy partidario de que cada cueva esté adaptada a las necesidades de sus habitantes, no apruebo que todas ellas deban amoldarse a las tendencias en lo que a decoración se refiere. Detesto entrar en una casa y que parezca sacada de alguna revista en la que interioristas, arquitectos y decoradores hagan de las suyas en pro del buen funcionamiento de una industria inmobiliaria que se ha estrellado en los últimos tiempos. Todas las casas deben ostentar una personalidad, unas particularidades propias. ¿De qué sirve una isla en mitad de una cocina diminuta? ¿De qué una ducha de hidromasaje cuando nuestra mujer acaba de dar a luz trillizos? ¿De qué una pantalla panorámica a una distancia de dos metros? Hay que ser consecuente con las limitaciones de nuestra familia, de nuestro hogar y de nuestra cuenta corriente (algunos son capaces de empeñar hasta el último diente de oro con tal de fardar de suelo de mármol), e ir construyendo poco a poco un hogar cómodo y sobre todo, nuestro.


Me encantan las casas que se van llenando de uno mismo, en las que los rincones van tomando vida poco a poco... Seguramente están reñidas con el buen gusto pero, si las dejamos que vayan amoldándose a nosotros, finalmente adquirirán un sabor personal que aleje esa pátina de uniformidad que últimamente lo llena todo. Prueba de ello es que muchas publicaciones y libros dedicados a este mundo tan íntimo incluyen hogares repletos de humanidad para llenar sus páginas.
Con total seguridad, mi humilde morada (la física, no esta virtual que habitamos) nunca pasará a la historia, pero me conformo con que me preste sus servicios y me acoja con total tranquilidad, algo que, bien pensado, es lo que les sucede a todas las que reúne el libro Mil hogares, una obra de Carson Ellis (me encanta su paleta ocre y sutil... ¿no les recuerda a la de los Provensen?) que acaba de publicar en castellano la editorial Alfaguara, y que además de ser un excelente catálogo de casas imposibles e imaginadas, nos recuerda que cada uno, en su casa.


lunes, 25 de febrero de 2008

Soñar


Las crisis de inspiración son insufribles ya que, además de joder la marrana, te impiden hacer cosas que apetecen...

Los últimos días, además de gran cantidad de trajín, han traído un abandono casi completo de este espacio, cosa que siento enormemente. Por ello, hago una llamada a la comprensión: querido lector, si echases un vistazo a esta mesa de camilla que uso para todo tipo de menesteres, comprenderías en qué clase de follones me meto. No tienen nada que ver con el tráfico de estupefacientes, ni con la suciedad más pestilente, tampoco sirve como mesa de torturas, ni mucho menos de quirófano, más bien se asemeja a una miscelánea de quehaceres y deberes, aficiones y traiciones, de amantes, de amigos y alguna que otra pasión.
En este instante, tengo muchos títulos en mente que podría enlazar con esta supuesta noticia, pero no me apetece en absoluto dar trabajo a mis soñolientas neuronas, así que, olvidando la utilidad de este ciberespacio, voy a rendirme un merecido homenaje y hablar de lo que me plazca, que para eso, el aquí presente, se montó este cotarro rebosante de libertad y buen gusto. ¡Y olé!


Llevo todo el día soñando. También sueño de noche. Realmente sueño a todas horas, lo que ocurre es que no soy consciente de ello. Decía Calderón que la vida es sueño, y los sueños, sueños son, así que: soñemos. Como Martin Luther King (no como ese impostor llamado Barack Obama, que se adueña de los sueños de otros, los usa y después los tira al retrete), como los niños que se despiertan sobrecogidos por la realidad de lo soñado, como el pobre que sueña ser menos pobre, como el soñador que sueña soñar lo que todavía no ha soñado…
Sueñe, que es gratis y todavía no hay que declararlo a la hacienda pública.
Por soñar que no quede, ya que siempre tenemos esas bofetadas de realidad que nos dan los años.


Sueños, pesadillas, ensoñaciones y algún sobresalto que otro, están recogidos en este catálogo de momentos, unos más plácidos, otros más siniestros. Los hay extraños, fantásticos, llenos de efectos visuales, realistas y dramáticos, tangibles y los más, lúdicos.
Claro está que, para soñar, hay que acordarse de los sueños una vez despierto, y créame, acostumbrarse a tal rutina no le interesa a más de uno, no por no abandono, sino por miedo de soñar la vida que desean y nunca tendrán. Y para esos cobardes, Ana Juan inventó a Comenoches.