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miércoles, 12 de noviembre de 2014

De tumbas y edenes marinos


Las profundidades del océano están llenas de sensaciones que nos embargan por completo, pero son dos ellas las que más pesan sobre el resto. La tranquilidad, esa quietud infinita que nos trae gratos recuerdos y que barre el resto de pensamientos es una. La otra es el sobrecogimiento, la fuerza que entraña… Esa sensación de insignificancia que nos envuelve, la inmensidad que nos convierte en granos de arena que, onda tras onda, se dejan caer en esta o aquella playa…
La calma intranquila y la furia desatada son las que arropan a los marineros que, en la popa de su navío, ven surcada la piel y punzado su corazón por el salitre y el viento helado que visten el arpón del mar.


Seguramente sea la morada de Poseidón el más violento y desapacible lugar de nuestro planeta. Cuando la tempestad y el huracán se hacen con él, no cabe santiguarse, pre-signarse, ni encomendarse al cielo, uno que (bien se ha demostrado) queda muy lejos cuando lo necesitas, y muy cerca cuanto menos lo deseas. Solo queda luchar contra el batir de las olas, sus inmensos golpes, las corrientes que con sus tentáculos te hunden en el azul infinito… Pero de repente, bajo la superficie terrenal, esa que suele jugar con los hombres y sus vidas,  surge un soplo de equilibrio cristalino donde, inmóviles, viven un sinfín de seres tan espeluznantes como maravillosos, de formas increíbles y con diseños imposibles.


El agua marina, ese líquido material sobre el que la evolución ha construido a todos los seres vivos, se parece a una selva infinita donde los colores flotan evanescentes y se pierden tras la neblina azulada que lo rodea todo. Medusas como globos aerostáticos, peces que parecen dragones, paraísos de coral y bandadas de tortugas surcando el  húmedo material que se refleja en el cielo, son la razón por la que los aventureros se dejan llevar entre sus fauces.


Quizá esa mirada del Ahab de Melville, una completamente cegada por la venganza, por el enfrentamiento entre el hombre y un medio simbolizado por la temible ballena, se trocaría hoy día en otra, donde la curiosidad vence al orgullo, y el hedonismo se enfrenta al realismo. Algo que Manuel Marsol ha sabido recoger en Ahab y la ballena blanca, su bautizo en esto del álbum que ha sido reeditado por Fulgencio Pimentel. 


Interpretando Moby Dick, Marsol nos cuenta la historia de un viejo marinero que, tras leer una noticia en el periódico, va en busca de cachalote blanco que le lleva quitando el sueño gran parte de su vida. Lo busca en la superficie y en el fondo del mar, en pequeños islotes y en los arrecifes, de este lado y de otro. Pero nada, no lo encuentra ni a tiros. ¿Y tú, querido lector? ¿Eres capaz de dar con él?

 
Versionando el clásico de la literatura estadounidense, el autor madrileño nos invita a participar en un juego de busca y captura del animal gracias a unas ilustraciones donde las texturas y los colores vibran en cada doble página para, como por arte de magia, construir siluetas, mosaicos y espejismos en los que intuir a este mamífero marino. 
Pero tampoco se olvida Marsol de la soledad del marinero, su capacidad para vencer la adversidad en el vasto océano, un individualismo que caracteriza al ser humano, pero también lo lastra y obceca. Tanto es así, que se olvida de ampliar su mirada, disfrutar de belleza del medio que lo rodea, de sus criaturas, tan hermosas, como fantasmagóricas, ese universo submarino que embelesa e inquieta.


Con un estilo que recuerda (al menos a mí) a Miquel Barceló y una buena batería de recursos en las que destacan la guarda peritextual, el ritmo cinematográfico, la metáfora visual y el simbolismo personal, Marsol ha sabido hurgar en el niño que lleva dentro una mirada que no busque el mar como la más bella de las tumbas, sino como el más hermoso de los paraísos, que al fin y al cabo es de lo que se trata: buscar al otro y encontrarnos a nosotros mismos.

martes, 27 de septiembre de 2011

La otra mirada





De sobra conocido, el veranillo de San Miguel, se antoja una buena época para membrillos y otros engendros… También el periodo ideal para que un servidor vuelva a la carga, no sea que sufran de varios jamacucos, debidos, en gran parte, al síndrome de abstinencia provocado por la desconexión literaria en la que les he sumido durante los pasados meses. Déjenme ser sincero (más todavía…) mientras les digo que no les he echado de menos. Nada, ni tan siquiera un ápice… Pero no se ofusquen, por favor… En vez de “desapego”, llámenlo “desconexión”.
Les podría comentar con todo lujo de detalles mis devaneos estivales, pero dispongo de poco tiempo para las noticias de este nuevo curso que empezamos (no me reprochen nada: descarguen su ira sobre el maestro armero, que el aquí firmante es un mandao…), por lo que iré directo al grano y les desgranaré una de mis lecturas playeras que, además, se ha revelado como novedad editorial recientemente.
No es lo mismo dedicarse a la escribanía que a la escritura, dos oficios estos con mucha solera. Aunque ser escriba esté más que obsoleto y prácticamente extinguido, se me antoja una profesión de mucho talento y concentración, no apta para la mayoría de mis alumnos, auténticos ineptos en cuanto a caligrafía se refiere. En la cultura oriental, el calígrafo, el que escribe, merece el reconocimiento ajeno, un trabajo introspectivo que, rebosando intimidad, busca el interior de uno mismo, mensaje que Herman Melville, en su obra Bartleby, el escribiente, lanza al lector. Alejándose de la intrincada creación de un personajes monumental, Melville se decanta en este relato por un protagonista que, ajeno a la realidad, puede servir como espejo -o espejismo- al espectador que, con cierta extrañeza, mira casi con piedad, a los ojos de esta especie de mártir anónimo, para llegar a la conclusión de cuán grande, cuán mezquina, es la naturaleza humana.
Decir que, pese a haber sido editada en incontables ocasiones, no creo que Bartleby sea una narración apta para adolescentes en ciernes ya que, bajo esta ligera apariencia, subyace una visión adulta: la otra mirada.

miércoles, 3 de noviembre de 2010

La ballena y el hombre


Hace unos años comenzaron una serie de reformas en la Facultad de Ciencias Biológicas (también la de Ciencias Geológicas, anexa a la primera) de la Universidad Complutense de Madrid, facultad en la que estudié durante un tiempo -no diré cuánto, por temor a posibles muecas de sorpresa…-, y, como en cualquier tanda de arreglos (que se lo digan a las amas de casa…), se sucedieron los más variopintos desastres. De entre los más sonados está el de la ballena…
Contamos en esta facultad con un excelente animalario, es decir, una exposición de todo tipo de esqueletos de animales vertebrados, que a lo largo de los años, entre profesores y alumnos, han ido repelando (no encuentro mejor verbo que exprese un trabajo propio de buitres). Normalmente los animales proceden de parques zoológicos, viajes y donaciones, y se suelen guardar en enormes congeladores.
De entre las toneladas de carroña congelada, era por todos conocida la existencia de una ballena (no sé decirles la especie). Se decía tanto y nada sobre ella, que nadie sabía si era real o ficticia... Hasta que llegó el apagón y los congeladores se desconectaron. Y la ballena se reveló tan poderosa en la tierra como en el ancho mar. Imaginen cientos de kilos de carne putrefacta expeliendo un hedor insoportable, un vaho agrio que recorría todos los rincones y pasillos… Imaginen al animal más grande de la Tierra demostrando ante la insignificante osadía del hombre, su misma inmensidad después de muerto. Eso es Moby Dick.
Se ha hablado mucho de la parábola moderna de Melville, de sus paralelismos con las Sagradas Escrituras o de esa revisión que lleva a cabo de la clásica naturaleza humana –el Hombre es estático, ¿no creen?- desde un punto de vista contemporáneo, pero yo sólo veo una narración completa, de prosa firme y argumento atemporal: el Hombre es una dualidad evidente cuando es capaz de retarse a sí mismo, a sus miedos y a sus pasiones.
Por entresacar otro aspecto de esta lectura (sin pensarlo dos veces les recomiendo la edición íntegra de Anaya: cinco estrellas), me reafirmo en la idea de que la cultura también evoluciona. Lo que antes eran meros cuentos para niños, hoy día son claros ejemplos de alta cultura. En un cercano pasado muchos aspectos recogidos en la literatura, eran comprensibles por la mayor parte de la población, hoy día, excepto frases de simple factura y argumentos propios de los cuentos de hadas, la literatura clásica se figura una perfecta extraña ante los ojos de la mayor parte de los escolares. Ejemplos de esta degradación cultural los encontramos a decenas en Moby Dick, novela que recoge una enorme cantidad de referencias geográficas, religiosas o relativas a la jerga marinera, que son incomprensibles para la mayor parte de sus hipotéticos lectores. Seguramente, si Melville hubiera escrito esta novela en nuestros días, con toda seguridad sería enterrada bajo la losa de ignorancia en la que se nos instruye.
Léanla. Es una orden.